Hace poco descubrí que soy neurodivergente y una persona altamente sensible (PAS). Lo descubrí de la peor manera posible: enamorándome.
Siempre me sentí fuera de lugar, de la norma, de los vínculos que todos podían crear, menos yo. Siempre sentí que lo que entregaba era lo correcto y que eso mismo debía venir de vuelta. Porque así pensaba mi cabeza y así también, eran mis sentimientos.
Claramente eso hizo arrancar a gran parte de mis pretendientes. Me decían: ‘vamos muy rápido’, ‘tengo otros planes’, o simplemente, ‘no es lo que busco ahora’. Con el tiempo entendí que lo que no buscaban era a alguien como yo, que para ojos de otras personas, puedo ser intensa en el amor.
Así, la ansiedad y la depresión –amigas cercanas de los PAS– estuvieron presentes en muchas de mis relaciones. Lo hablé siempre con mi psicólogo en terapia. Él me explicó que no todos sentimos igual y que debía interiorizar que muchas de las respuestas que esperaba de otras personas nunca iban a llegar. Aun así me alentó a seguir descubriendo(me) en el proceso.
Por lo mismo me atreví a conocer más gente, a intentarlo una y otra vez con la confianza de que podría ser diferente.
Esa vez, y sin buscar nada, lo conocí a él: alto, guapo, tranquilo, con voz segura y comprensivo a un nivel que no había encontrado hace mucho. Eso, claramente, me provocó la seguridad suficiente para apostar. Apostar a mi manera.
Al día siguiente de conocernos, lo invité a ver una obra de teatro. Y al día siguiente de la obra, le envié un resumen de todas las series de las que le habíamos hablado en esa primera cita.
Otra vez estaba “siendo intensa”. Pero no lo quise controlar porque me había propuesto enfrentarme al amor como sé hacerlo, sin intentar ser alguien que no soy para agradar al otro. Quería atreverme a sentir con el corazón abierto, con mis emociones a flor de piel.
Y si bien me sentí mejor, también me cuestioné mi vida entera. Tres meses estuvimos en la dinámica de conocernos; exigir cosas que sabía que no pasarían, su confusión, la mía, el hecho de contarle quién realmente soy y las expectativas de alguien que siente con cada átomo de su ser. Todo terminó en nada.
Si creo que le hice daño, claro que sí. Sentí que me hicieron daño, también. Aún así no lo culpo ni me culpo a mí, porque fui yo quien quiso hacer la operación a tajo abierto y si bien la frase “nunca pierdo, solo aprendo” me parece fantástica, no deja de doler. Sentir amor en proporciones tan abismantes, tan incontrolables, a veces es un arma de doble filo.
Reconozco que este último intento me ha calado profundo porque ha hecho que me cuestione si algún día alguien va a quererme así; si voy a tener que fingir ser alguien que no soy, como lo hice antes, para mantener la fiesta en paz. O si debería dejar que las cosas pasen, lo que significa más horas con pensamientos rumiantes en mi cabeza, creando escenarios irreales y llorando por sentirme equivocada en todo. Por no saber querer como lo hace la gente “normal”.
Hace unos días reproduje mi lista de música y escuché lo que él había dejado en la mía. Cerati sonaba de fondo y me sentí como Gustavo, con el alma desnuda contando y cantando lo que siento. “No quiero soñar mil veces las mismas cosas, ni contemplarlas sabiamente”, dice una parte de esa canción y es justo lo que quiero, salir de ese espiral. En un mundo en donde se valora el ser independiente, fuerte y capaz, ser PAS no es conveniente. No cuando solo necesitas que te traten suavemente.