Tres fábulas

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El King y el caballo de victoria

El King se paseaba a pecho inflado por las pesebreras del Sporting Club de Viña del Mar. Acababa de llegar desde Santiago, donde había sumado una victoria más a su nutrido palmarés. Era el mejor caballo de su generación, el de mejor estirpe, el de pelaje más lustroso, el más fragante, el más veloz. Tan bello como audaz, era El King engreído y jactancioso, alimentado por las loas de los fanáticos. Mientras lo bañaban y peinaban, hablaba de sus últimos triunfos a sus compañeros, quienes solo hacían como que escuchaban. Ya estaban cansados de oírle; sabían que era un campeón, pero les resultaba insoportable. El King no se daba cuenta de esto.

Otros caballos sí lo escuchaban, como cuando lo paseaban por las calles de Viña y no perdía oportunidad de contarles sobre sus carreras. Pasaba por la Avenida Perú cuando su carro se detuvo. A su lado iba una calesa, guiada por un caballo overo y anteojeado.

¡Salud, hermano!, dijo El King por la rejilla. ¿Muy pesada la carga? El cochero y una pareja parecen una gran tarea. ¿No te cansa ir con el carro a cuestas todo el día?

No es tan malo como parece, dijo el otro. El jefe nos trata bien y nos da descanso. Los niños nos hacen cariño y regalan zanahorias. ¿Y tú, qué haces atrapado en ese carro?

¿No has escuchado de mí? Soy El King, campeón de todos lados. Me llevan de vuelta a las pesebreras, para mi baño y peinado diario. Tengo que prepararme para la próxima carrera.

¡El famoso King! Claro que sí, se escucha bastante tu nombre por acá. ¿No duelen los latigazos que te dan en las carreras? Acá a nosotros apenas nos dan con una vara, y suave. A la gente no le gusta ver sufrir a los caballos.

¡Bah! Qué latigazos, yo escucho la señal de partida y ni me tocan, ya sé a dónde tengo que llegar. Apenas llevo al jinetito arriba, enano y flaco, una pluma. Y luego, zanahorias, azúcar, jugo de naranja, masajes, fotografías, herraduras nuevas. Y una pesebrera para mí solo, donde descanso.

Suena bien, y ¿puedes salir de ahí? ¿O solo dentro del carro?

Cuando gano las carreras me dejan libre por los campos del club para que la gente me admire.

Fantástico, dijo el otro. Siento la varita que me ordena la partida. Me gustaría ser testigo de tus proezas algún día. ¡Suerte en la próxima carrera!, dijo despidiéndose.

Ese fin de semana al King le clavaron mal una herradura. Apenas salió del punto de partida se le soltó y cayó, generando una rodada enorme, accidentando incluso al jinete. Con la caída, una de sus patas se quebró y no pudo correr nunca más. En un parpadeo se acabaron la fama y la gloria. No fue descartado para charqui solo por la buena mano de un veterinario, quien le salvó la pata y lo dejó algo útil, suficiente para ser vendido por unos pocos pesos.

Meses después, mientras comía pasto viejo de una bolsa al costado de una plaza junto al estero, lo reconoció el caballo con quien había conversado cuando aún era famoso. Ahora nadie recordaba a El King ni sus hazañas.

¿Oye, no eres El King? Una vez hablamos junto a un semáforo. ¿Y los peinados, el azúcar y las zanahorias?

Me accidenté y ya no sirvo para nada, respondió el King apenas levantando la cabeza. Ahora solo puedo acarrear niños en el lomo. Mi dueño no perdona latigazos si porfío, apenas me alimenta y nadie quiere ni acercarse.

Al menos estás acá, amigo, ¡de qué sirven los lamentos! Podrías estar bajo tierra o en un circo. ¡Disfruta la vista y el aire marino! Antes estabas encerrado todo el día, ahora el mundo entero se extiende. ¡Además que los niños son tan agradecidos! Ponles mejor cara a los pasajeros, ya verás que se acercarán solitos a tocarte el cuello. Aprovecha que eres el más alto de los que estamos acá. En una de esas te empiezan a llegar otra vez zanahorias.

El pichón y la niña

En un árbol, junto a una ciclovía, un pichón de paloma intentaba evitar el sol que le daba en su pequeña cabeza. Había estado toda la mañana desde lo alto observando a los humanos, tanto a los que pedaleaban y pasaban en monopatines como a los que iban un poco más allá dentro de sus autos coloridos y ruidosos, concentrados, solos, hablando con aparatos extraños en las manos, avanzando y frenando, coordinados. Le gustaban los que llevaban cosas en un compartimiento trasero, maderas y cristales que brillaban. Cuando eligió una rama a la sombra, batió las alas y, nervioso por la maniobra, se olvidó de las púas que la rodeaban. ¡Ay!, al cruzar el pequeño espacio que lo separaba de la rama elegida se clavó una punta pálida y larga, que le atravesó la extremidad completa. Solo se dio cuenta de esto cuando ya estaba enganchado, así que se rajó parte del ala y cayó rebotando entre el resto del filudo ramaje, hasta dar con el ala buena sobre el asfalto caliente, donde logró arrastrarse penosamente unos centímetros.

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Asustado, el pequeño palomo intentó salir de ahí. A todo sol y expuesto a los neumáticos aleteaba vanamente. Se acordaba de la espera segura en el nido, lejos de los hombres, las máquinas, el ruido, la luz cegadora, cuando estaba oculto entre ramitas frescas y hojas verdes junto a los demás polluelos. Intentaba desesperado mover sus alas, pero solo se cansaba cada vez más, hasta que no le quedaron fuerzas y se rindió cerca de una franja blanca, en la mitad de la ciclovía.

Quieto ahora, observaba venir desde lejos una y otra bicicleta, cuyas ruedas se volvían grandes y filudos discos, girando a toda velocidad, capaces de rebanarlo en dos. Su oscuro plumaje se mimetizaba a la perfección con la superficie de la pista, ahora cuando lo que más necesitaba era ser visto. De no ser por sus ojitos naranjos habría sido un bache más en el camino, pero entre el follaje de un ciruelo una gata siamesa lo observaba impasible.

De pronto, una niña pasó en su bicicleta junto a él. Frenó y se bajó despacio: sabía que no tenía que parar en la ciclovía y mucho menos bajarse de la bici. Por un instante obvió todo lo que le habían enseñado y advertido sus papás y los retos que quizás le llegarían, olvidó todo cuando se dio cuenta de que podía tocar un pájaro que estaba siempre volando y nunca había visto más que de lejos en la plaza. Caminó contra el tránsito hasta llegar al pichón. Se agachó conmovida y lo tomó entre sus manitos. El pichón volvió a sentirse, por un instante, protegido como en el nido. Delicadamente, la niña lo depositó junto a un tronco, al costado del camino. Le hizo cariño en la cabeza diciéndole que no se preocupara, que ya se iba a mejorar, que iba a venir su mamá paloma y que podría volar otra vez.

La niña lo dejó ahí y se subió a su bicicleta. Antes de empezar a pedalear de nuevo se volteó por última vez a ver al pichón y se fue contenta por haberlo rescatado. En la casa les iba a contar a sus papás que había salvado una paloma. En ese instante la gata, que había estado observando todo desde el ciruelo, se movió. Encontró el momento preciso en que no pasaron ciclistas y descendió apurada por el tronco. Los ojitos anaranjados del pichón apenas alcanzaron a ver una sombra que cruzaba la vía.

La más linda del desierto

Sobre el extenso y seco desierto, un montón de flores discutían arduamente cuál era la más importante y bella de todas. Hablaban, hablaban y hablaban mientras sus voces se mezclaban con el zumbido de la brisa por la tarde, llenando el extenso espacio vacío.

¿Viste la última persona que me vino a sacar fotos? Su cámara era la más grande, dijo el Borlón de Alforja.

No, era más grande la mía. Y a nosotras nos cortan en enormes ramos para mostrarnos en la capital; mi familia está completa adornando el living de una gran casa, contestó la Astromelia.

A ver. Están muy equivocadas; al desierto la gente viene a sacarnos fotos a nosotras, dijo la Celestina.

No, a nosotras, nuestro fucsia, levantó la voz la Pata de Guanaco, es mucho más impresionante que tus pétalos, teñimos el desierto y somos la postal que recorre el mundo.

Ay, por favor, no, no tienen idea, replicó la Oreja de Zorro, yo me arrastro y extiendo mis redes entre la arena para cazar. Vienen a verme a mí, la única planta carnívora.

¡Pero si eres muy hedionda!, respondió la Añañuca.

Tú calla, mejor, que apenas apareces, contestaron a coro los Suspiros; nosotras sí que hacemos del desierto florido lo que es. ¿No ven cómo vienen a mirar nuestros mantos nevados que se extienden por los montes? Mantos de Añañucas no se han visto jamás.

Claro, claro, como si ustedes sirvieran para algo. Nosotras somos alimento y nos vienen a buscar abejas y colibrís para tomar néctar, dijo el jugoso Terciopelo.

¡Silencio!, se escuchó rugir a la Garra de León. ¡La gente me viene a ver a mí! Yo sí que soy el verdadero milagro de este lugar. Mi gruesa liana nace de la roca misma y mi enorme puño ensangrentado chorrea entre las piedras y la arena. ¡Miren, ahí vienen! Fíjense cómo la gente se para por horas a contemplarme.

El viejo Cactus presenciaba todo esto, suspirando aburrido. Cada tantos años tenía que escuchar hasta agotarse el cacareo de las flores. Su voz se elevó lentamente con el viento de la tarde y se hizo escuchar rebotando de cerro en cerro, de loma en loma, de quebrada en quebrada.

¡Otra vez lo mismo! Cada vez que pasa esto tengo que aguantarlas; por favor, un poco de respeto, este es un lugar de silencio, de calma. Y ustedes no paran de hacer barullo. Les voy a decir la verdad: ¡en dos semanas van a estar todas secas y muertas! ¡Sí, muertas! Y yo voy a ser el único que siga aquí parado, resistiendo el sol, el frío, la poca lluvia, el polvo que levantan los autos de los hombres. Voy a cobijar a los pájaros y los lagartos y los mismos insectos que creen haber llegado al paraíso y se decepcionan cuando esto vuelve a la realidad y parece un país bombardeado, lleno de tallos y flores muertas en el suelo, palos, piedras y arena. En dos semanas nadie las va a venir a visitar y quedarán enterradas quizás otros treinta años, hasta que caiga algo de lluvia que las resucite. Solo voy a estar yo.

El viento había cesado y por un momento se escuchó el silencio de la pampa. Las flores quedaron consternadas y tristes: nunca habían pensado en que apenas vivían un instante. Notaron cómo sonaba el espacio cuando ellas no estaban. Pero esta impresión se les pasó rápido, volvió la brisa y de a poco retomaron la discusión. Otra vez se escuchaba su rumor en el desierto.

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