En mi barrio el estatus se mide por la cantidad de pisos que tiene una casa. Yo nací en una de tres, en Porvenir, en la periferia de Trujillo, Perú. El pueblo no tiene más de 60 años de formación y es paso obligatorio para los trujillanos que van hacia a la sierra o algún restaurante campestre el fin de semana. En la entrada hay un arco doble de color cemento, y la pintura de un santo romano que predicaba de día y fabricaba zapatos en la noche. Al costado se lee: "Capital del calzado del Perú", y desde allí se pueden ver los cerros, las casas de ladrillo de hasta cuatro o cinco pisos, las púas de hierro en los techos y las famosas cruces de colores.
Mi viejo también es zapatero, pero lo he visto solo un par de veces. Crecí en la casa de mi abuelos, ubicada en un pasaje al final de once cuadras. Hay una pista donde con suerte cabe un auto, una peluquería en la esquina, un restaurante chifa al frente —que hace poco me dijeron que cerró— y una pendiente de cemento por donde nos deslizábamos con mis primas en los meses de verano. Alguna Navidad, recuerdo, nos regalaron juguetes con ruedas para todos, patines para ellas y un skate con luces para mí. A mi abuela le gustaba reunir a sus siete hijos en una casa y lo lograba siempre. Nos juntábamos en un comedor en el primer piso y abríamos los regalos en una sala que daba a la calle, a la vista de algunos niños del barrio colgados en la ventana, observando lo afortunados que éramos. Esa noche me deslicé un par de veces en el skate por la pendiente, entré a casa cuando mi madre me llamó para la cena y cuando terminé recordé el skate, pero ya no estaba. Me lo robaron esa misma Noche Buena. Me perdí muchas cosas ese verano: mi madre me llevó a una casa que mis abuelos tenían en la sierra y, al volver, de lo único que hablaban los chiquillos del barrio era del río, que se había desbordado, de los cadáveres que atravesaron la ciudad al inundarse un cementerio, de nuestra cuadra que se había salvado y, sobre todo, de lo bien que la pasaron algunos deslizándose en un skate color verde y con luces.
Cuando tenía trece años los adultos decidieron sacrificar la sala de la casa y poner un negocio en ese espacio. Pusieron una sombrilla sobre la ventana, un teléfono público, un letrero que decía "se vende chicha morada", trajeron repisas de latón y amontonaron los muebles, los adornos y los cuadros en el comedor. Recuerdo por lo menos tres tiendas de este tipo funcionando en nuestra cuadra, y la primera que desapareció fue la de un vecino que murió de un cáncer fulminante. Cuando eso pasó, yo estudiaba comunicaciones en la universidad y fotografié su entierro para mi proyecto documental del semestre y también para algunas de sus hijas que vivían en Argentina y que nunca alcanzaron a llegar.
No recuerdo muchas fiestas en esa cuadra, pero sí algunos velorios. Una vez un vecino que fabricaba cajas para calzado fue encontrado ahogado en el pozo de agua que tenía en su techo y la policía determinó que fue un suicidio. Dijeron que su negocio ya no era el mismo, y que por eso se encontraba deprimido. La tía que me crió nunca faltaba a esos velorios y yo la esperaba para que me trajera pan con mantequilla o el guiso de mote con carne, que servían siempre en los entierros. Ella misma me contó esa vez que con don Julio ya sumaban tres las personas que se habían suicidado en la corta historia de esa cuadra. Envenenados, desangrados, ahogados. Decidían irse de la peor manera.
Me fuí de casa poco después de cumplir los 20 años, y nadie podía creerlo. La semana antes de irme utilicé la cámara Fujifilm que me regaló mi abuelo para fotografiar cada espacio allí dentro. El plástico en la entrada que decía "bienvenidos", las estufas de carbón que utilizaba mi abuela, los cuadros de mi sala, el recipiente de azúcar de la mesa, las escaleras aún sin tarrajear, los trapos con los que mi madre hacía la limpieza. Fueron de las últimas fotografías que saqué con esa cámara. Luego, en Chile, la vendí para pagar una cuota de la universidad, pero eso jamás se lo conté a mi abuelo.
Regreso a casa cada dos años y la encuentro cada vez más vieja, más pequeña, pero no se lo he dicho a nadie. Mi pieza se convirtió de pronto en un almacén de cosas viejas y de un computador antiguo en donde estaban mis trabajos del colegio y un diario de adolescencia. La última vez que lo encendí fue poco antes de destruirlo, pero guardé un archivo llamado 1131. Decía allí que fue el primer número que aprendí en la vida, y todavía se luce sobre la puerta de mi casa. Hoy también resguarda mis tarjetas, mis mails y algunas redes sociales.
Eduardo Andrade tiene 25 años y es autor del libro Sudamerican Dream.