Tuve el coraje de abrazar mis miedos
Cuando juego con mis niños les suelo decir que pueden inventar lo que ellos quieran, que con sólo imaginar algo, se hace real. Entonces, ¿por qué no hacer lo mismo?
Desde todos los puntos de vista en que lo he leído, el miedo suele ser visto como una emoción fría, dura, quieta, que inmoviliza y no nos deja fluir. Sin embargo, he decidido convertir el miedo en mi motor.
Voy buscando el miedo, oliendolo, identificándolo, como si fuera un pedazo de carne que se pudre y que es imposible no oler. Muchos lo tienen en frente y lo tiran a la basura, o lo tapan y no lo ven. Lo dejan ahí, pudriendo todo. Yo, en cambio, he elegido otro camino: ser un felino que devora la carne podrida. Cuando me aburro, busco dónde huele a podrido, qué me da miedo, y me lanzo a comer. “Por ahí es”, pienso.
A veces, la gente me escribe que me admira por atreverme, por romper barreras, como si no tuviera miedo. Pero alguna vez fui solo miedo. Era mi ropa, mis huesos, mi sangre. Era todo lo que me constituía, hasta que decidí enfrentarlo. Empecé a seguirlo, a devorarlo.
El miedo dejó de ser estático. Lo derretí, lo muté, lo convertí en movimiento. Lo perseguí hasta que corrió más rápido que un guepardo. Lo olí hasta que se acostumbró a mi respiración cercana. Lo manoseé hasta que dejó de llamarse miedo.
Todo lo que he hecho, lo he hecho muerta de miedo. Y, después de hacerlo, el miedo desapareció, llevándose consigo otros temores. Es como si atravesar cada miedo viniera con el premio de liberarte de diez más.
Escribí mis libros muerta de miedo.
Miré el ataúd de mi hermano muerta de miedo.
Me fui a vivir a un pueblo sin ninguna certeza.
Me vine a estudiar a Barcelona siguiendo uno de mis miedos más grandes.
Hoy, ocho meses después, tengo menos miedos, pero no más certezas. La vida se parece a un espiral que se expande mientras avanzas. Cada vez atraviesas nuevos miedos y dejas atrás capas de ti mismo. Las capas se vuelven más finas, transparentes, intangibles. Y descubres que el miedo solo es quieto si tú lo permites. En realidad, el movimiento es continuo.
Aprendí también que vencer ese miedo es también un acto de amor. Porque, al final, amar también es aceptar lo que nos asusta. Amar incluso cuando el miedo nos paraliza, cuando nos enfrenta a lo desconocido o nos desafía a ir más allá de nuestros propios límites. Es el amor –no solo de pareja, sino que como una energía– el que muchas veces nos lleva a atravesar las barreras internas, a enfrentarnos cara a cara con lo que tememos, y a descubrir que, al otro lado, siempre hay algo más grande esperando.
Amar el miedo, entonces, no significa temerle menos, sino aprender a caminar con él, a convertirlo en parte de nuestra fuerza.
Una vez escuché que para ser valiente hay que tener miedo. ¿Si no, qué estarías atravesando? ¿Qué viaje estarías haciendo?
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* Florencia Ana es lectora de Paula. Si como ella tienes un relato que compartir con nosotras, escríbenos a hola@paula.cl ¡Queremos leerte!
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