Hay dos razones contundentes que me llevan a escribir sobre la última obra de John Banville, uno de los escritores de habla inglesa más notables de nuestro tiempo. La primera yace en la propia naturaleza de la novela. La señora Osmond es nada menos que una secuela de Retrato de una dama, de Henry James, que fue publicada en 1881 y es considerada una de sus novelas más importantes. Una hazaña peligrosa la de Banville, de la cual sale más que airoso.
Retrato de una dama fue la primera novela de James que leí. Recuerdo el desconcierto y la frustración que me produjo su final, no solo abrupto, sino también insatisfactorio. Es como si hubiese sido escrita para que alguien, un escritor azuzado, inteligente y poseedor de una prosa capaz de emular la de James, más de un siglo después, la retomara y nos llevara a un lugar donde sentirnos más confortables. Un lugar donde Isabel Archer (la protagonista), habiendo aprendido la lección, reaccionara ante la crueldad de la cual ha sido víctima de parte de su marido, el señor Osmond, y su examante, Madame Merle.
La segunda razón que tengo para escribir esta columna son los ecos que me trajo una escena de la novela de Banville, que se relacionan con la discusión que se lleva a cabo en estos momentos en el mundo y en nuestro país sobre el extremismo en las causas feministas.
En su paso por Londres, Isabel Archer visita a una conocida, la señorita Janeway, una mujer inteligente y reflexiva, miembro del movimiento de las sufragistas inglesas en quien Isabel espera encontrar no tanto consuelo como claridad en la difícil situación en que se encuentra. La señorita Janeway vive en una casa tan pulcra y sencilla como su persona. Una mujer notable, entregada a su causa, y que en Isabel Archer causa la más benevolente de las admiraciones.
Sin embargo, una vez sentadas en la salita la situación se vuelve tensa. La señorita Janeway demuestra con cada una de sus perspicaces y adustas reacciones y observaciones ser incapaz de cualquier acto de ternura, o al menos de empatía. A la hora de la comida, una joven sirvienta pone frente a ellas un plato de brócoli, porotitos verdes y espinacas hervidas adornadas con unas pocas almendras troceadas. "No como carne", puntualiza la señorita Janeway.
Isabel se va sintiendo cada vez más aprisionada por la frialdad de su anfitriona, y la conversación tan ansiada nunca llega a producirse. La señorita Janeway, desde las alturas de sus convicciones, paradójicamente, es incapaz de acoger a una mujer que ha sido víctima de engaño y abuso por parte de su marido. Al final, asfixiada por la rectitud sin fisuras y la absoluta intransigencia de la 'políticamente correcta' señorita Janeway, Isabel Archer, después de coger sus guantes y su sombrero y musitar un "gracias" apresurado, sale arrancando, ansiosa por llegar a su hotel y comerse un plato de cordero con patatas y tomarse un vaso de vino como Dios manda.
Lo que me hizo pensar esta escena es que el radicalismo a veces da la vuelta completa, y se funde con su antípoda. Y lo que debería haber sido comprensión, apertura y empatía, se vuelve su opuesto: intransigencia, frialdad y distancia. Es cierto que a veces los extremos son necesarios para que la voz sea escuchada, como es el caso de las mujeres, quienes hemos sido oprimidas y vilipendiadas durante siglos. Pero creo que es importante tener en cuenta que el peligro de los extremos siempre es encontrarse de bruces con aquello que más se detesta.