Viaje a las islas prisioneras
Las islas Falkland o Malvinas son un país que no existe. Aunque están más cerca del continente que el archipiélago Juan Fernández, son una pequeña Gran Bretaña que irrita a Argentina. Desde la derrota de 1982 estos ejercen un duro bloqueo económico y político. No permiten vuelos suficientes, ni libertad de entrar o salir, pero los isleños aguantan. Tienen enormes riquezas marinas y naturales y ahora descubrieron petróleo, que podría convertirlos en un Dubái frente a Tierra del Fuego. Una solitaria cárcel en medio del mar.
Paula 1195. Sábado 12 de marzo de 2016.
Rodrigo Vásquez, un chileno que desde hace 8 años vive en Port Stanley, la capital de las Falkland, y que en una semana gana lo que en un mes en Chile como ingeniero, pregunta:
–¿Por qué Chile no instala un consulado para atender los trámites de los 300 chilenos? ¡Somos el 20% de la población de las Falkland!
Está acodado en una mesa del boliche Narrows, que ahora regentea junto a su mujer Claudia y con el que piensa hacer renacer la noche en Puerto Stanley, donde viven 2200 habitantes, la mayoría adultos mayores, un 59% nacidos ahí y el resto, de 55 nacionalidades. Hay otros 351 habitantes esparcidos por el campo. Un montón de soldados ingleses encerrados en una base. Y nadie más.
Le explico a Rodrigo que no hay consulado, por la misma razón que las islas tienen dos nombres: Falkland y Malvinas. Porque es un terreno en disputa entre Gran Bretaña y Argentina. Un país que nadie reconoce. Un territorio de posguerra. Un lugar que aún no termina de existir.
Las islas son como dos Chiloé separadas por un canal y otras 200 islas dispersas, al frente de Tierra del Fuego, en medio del océano, a media hora en avión desde Punta Arenas.
En venganza por la derrota de 1982, Argentina restringe el espacio aéreo hacia el continente y permite un solo vuelo semanal (donde caben 150 pasajeros y cuyo valor es de 500 mil pesos el pasaje desde Punta Arenas) pero muchas veces cuesta encontrar cupo para entrar o salir y hasta el correo y las encomiendas deben esperar semanas en una bodega de Punta Arenas. Cualquier otro vuelo, solo es autorizado por razones humanitarias. Se necesitó uno cuando estuve ahí.
Un Land Rover le fracturó la pierna a un turista mientras veía pingüinos en Volunteer Point. Ambulancia, sirenas, hospital y luego teléfono directo del gobernador de las Falkland al Ministerio de Relaciones Exteriores de Chile para que se le solicitara a Argentina autorizar un vuelo: el hombre necesitaba tornillos de titanio.
Tras cinco horas de trámites un jet de Aerocardal trajo al turista fracturado a la Clínica Alemana de Santiago. El plan de vuelo enviado a Argentina decía Santiago-Malvinas. Y el enviado a las islas, Santiago-Falkland. Costo total del operativo: 500 millones de pesos.
–Y pobre que en algún papel se les llame a las islas en el idioma equivocado. Se han generado problemas internacionales–, cuenta John Birmingham, un conductor de van que antes fue legislador del gobierno autónomo de las islas. –Una vez un papel británico decía Malvinas y corrieron a reclamar…
Además, Argentina ejerce un bloqueo económico. Hace dos años le negó a Uruguay el permiso para que 70 barcos chinos, que pescan calamares alrededor de las Falkland, se abastecieran en Montevideo.
–Mujica se la tuvo que comer a la Cristina–, –dice el periodista uruguayo Gus Meikle, que es como una especie de cónsul honorario de las islas en Montevideo– porque reconocer la existencia de las Falkland como país o bandera de barco o lo que sea, es comprarse un lío con Argentina.
Argentina permite solo un barco mensual de containers desde y hacia Montevideo. Los Kirchner fueron durísimos. Hoy se espera que Macri sea más blando.
Los falklanders no bajan el moño y se las arreglan para sortear el bloqueo. Con amigos en Chile y Uruguay que les hacen paleteadas, les envían iPhones, televisores o atienden visitas o favores más grandes.
–Hace unos años –dice Gus– una chica tuvo un parto complicado. Vino el Aerocardal y se llevó al bebé en incubadora al Hospital Británico de Montevideo.
La madre sobrevivió en el estupendo hospital de Port Stanley pero pasaban las horas y nadie sabía del bebé. De pronto Gus reaccionó. Todavía no había celulares (que llegaron recién en 2006). Así que desde Uruguay envió un fax al diario Penguin News.
–Era la foto del bebé vivo y sano. ¡La madre conoció a su hijo por fax! Jajajá. Ahora ya es un pibe grande.
Otros falklanders vienen a Chile y se alojan con conocidos como hizo una pareja que vino al recital del Rolling Stones.
–Cuando las jóvenes salen –cuenta una taxista chilena– hacen escala en Santiago antes de seguir a Europa, para renovar zapatos y carteras, porque en Stanley no hay zapaterías, no hay boutiques, recién se instaló una peluquería y siempre las chicas piensan que andan pasadas de moda y un poco despistadas. ¡Se visten con ropa del supermercado!
Los falklanders tienen educación gratis, salud gratis, construcciones de primera, becas en gran Bretaña, subsidios para todo, y uno de los ingresos per cápita más altos del mundo.
Este enorme archipiélago se encuentra la mitad de cerca del continente que Juan Fernández, pero es como ir a la Luna. Primero porque desde hace 40 millones de años no hay ningún árbol en la isla. Lo que produce una soledad abrumadora.
Y Stanley, la única ciudad, es una mezcla del cautiverio feliz de estilo arquitectónico similar a Puerto Natales (aunque sin perros callejeros) y el tránsito al revés británico. Nadie camina por sus veredas. Todo el mundo circula en modernos jeeps 4x4. Es tan limpio Stanley, que si no fuera por el frío, uno andaría a pie pelado por el pavimento porque el viento antártico barre hasta la última partícula de polvo.
Desde las lomas que rodean Stanley en la noche se ven las luces de los pesqueros chinos en el océano. Allí los adolescentes hacen fogatas y le dan duro a la botella para combatir el tedio, porque los pubs y bares cierran a las 23 horas en Stanley, sea invierno o verano.
–En las Falkland pasan las cuatro estaciones en un día –dice John Fowler, un profesor retirado– y a veces en 15 minutos.
Fowler fue superintendente de Educación, llegó en los 70 de Gran Bretaña y ahora para preservar sus derechos y beneficios de jubilado, debe pasar seis meses en la isla, según dictan las leyes migratorias. Vivió la guerra con Argentina el 82, fue de los pocos heridos y vio morir a dos vecinas en su casa por fuego amigo. Las únicas víctimas civiles de la guerra. Escribió el libro 1982 Días Difíciles.
–Deberían darle algún beneficio honorario –le digo– por todo lo que ha pasado y hecho.
–Ni en sueños –me dice– porque acá rige el criterio que todos somos iguales.
Y es cierto. El hombre que recoge la basura, tiene a su hijo en el mismo colegio que Mike Summers, un político potentado con intereses en la pesca y en otros rubros. Van juntos a la misma iglesia.
–Y acá, a diferencia de cualquier democracia –dice John Fowler– somos tan pocos que uno se topa al legislador en la sección de congelados del súpermercado o en la iglesia.
Gobiernan la isla siete Miembros de la Asamblea Legislativa o MLA. Y un gobernador nombrado por la reina que maneja las escasas relaciones internacionales y una base militar inglesa que les da protección.
Mucho de esa igualdad falklander les da a los isleños un espíritu extraño. Entre vecinos de un pueblo y prisioneros de guerra en su propio país.
Después de la guerra de 1982, los isleños reclamaron para sí las 200 millas náuticas como formas de protegerse de Argentina. Y en esas 200 millas había una fortuna: ¡calamares! Llegan flotas de todo el mundo tras ellos. Así que después del 82 las Falkland empezaron a cobrar licencias pesqueras, más las inversiones británicas, en pocos años la isla creció y se enriqueció. Hoy son autosuficientes.
Tienen educación gratis, salud gratis, construcciones de primera, becas en Gran Bretaña, subsidios para todo, casas para los ancianos y uno de los ingresos per cápita más altos del mundo.
–Hasta la guerra del 82 vivíamos como campesinos –dice Fowler. Cocinaban en estufas a leña con turba, un musgo que debían sacar a pala y picota; todas las calles eran de tierra; los zapatos debían durar años; los jeeps se reparaban hasta que no daban más– ¡Y ahora de pronto somos ricos! Así que yo digo que deberíamos hacerle un monumento a Galtieri también.
El dinero fácil cambió la isla radicalmente. Por suerte tienen buenos museos porque podría decirse que borraron su cultura de un paraguazo. El campo se despobló, la gente demolió sus casas y se las hizo nórdicas, europeas, etc, dejaron el caballo y el perro ovejero y se compraron una moto de cuatro ruedas. Hasta les pusieron chips a las ovejas.
–En Port Stephens, donde yo vivo desde hace cinco generaciones–, me dice Paul Robertson, el piloto de las avionetas del gobierno FIGAS– antes habían 70 personas. Éramos todos ovejeros. Habían estancias. Llegaban gauchos. Éramos hartos. Hoy solo queda mi familia, los Robertson, viviendo de las ovejas y el resto son casas vacías.
La guinda de la torta es el petróleo. Hace una década descubrieron enormes reservas a 100 millas mar afuera. En 2021 decidirán si sacan 500 mil barriles diarios. Si lo hacen, su ingreso per cápita se dispararía hasta alcanzar el de Dubái. Cualquier habitante podría enchapar su auto en oro de puro gusto.
–Por eso la gente tiene temor –cuenta Vanessa Ramírez, una chilena avecindada en Stanley que le ha costado tener su nacionalidad por la dura ley migratoria– han hecho encuestas, investigaciones y todo se centra en el temor a que lleguen 1500 personas (que se necesitan para sacar el petróleo) y qué hacer con tanto dinero. Así que ponen cualquier cantidad de trabas para quedarse.
De partida hay que tener contrato. Nadie puede estar en Stanley sin contrato: 0% cesantía, 0% pobreza; esa es la idea.
La desconfianza, el temor al otro, crece. Tienen miedo de pasar de pueblito donde todos se conocen, a país de inmigrantes. Un paso pequeño pero enorme. Y sin retroceso.
Por ahora, la Asamblea Legislativa tomó la decisión de que guardarán la plata del petróleo debajo del colchón; o sea, en el único banco del pueblo.
No llegan roqueros a Stanley. No hay escritores, salvo los viejitos. No hay músicos, pintores, cultura… se acuestan a las diez, aburridos como ostras. El bloqueo se siente como una cárcel de lujo que se abre solo una vez a la semana.
–Antes –me dice Fowler– los isleños tenían cultura, hablaban español casi todos, leían, había músicos, muchos instrumentos, fiestas locales. ¡El aislamiento era un gran motivador!
Hoy todos hablan de lo bien que viven y los beneficios sociales de la economía, pero al final del día se sientan a ver el mismo tv cable. De internet ni hablar, porque es cara y la conexión tiene la rapidez de un barco en el horizonte porque Argentina no permite tirar un cable submarino.
Tim Miller, otro simpático viejecillo falklander de tomo y lomo, dueño de Stanley Growers, un cultivo hidropónico que abastece de verduras a la ciudad y a los cruceros, tiene la misma impresión.
–¿Qué es un kelper?– le pregunto, esa supuesta nacionalidad de los isleños, ni ingleses, ni argentinos, sino local. Y me responde:
–¡¿Qué eran?!– sentado en sus sillones con banderas de Gran Bretaña y cuadros de la reina y recuerdos de la guerra por todos lados– Primero un kelper era orgulloso. Británico de piel, pero de corazón falklands. Trabajábamos codo a codo, entre todos, en la turba, en las casas. Yo viajaba y ¡Dios cómo echaba de menos las islas!
–Ahora los jóvenes todos quieren salir. Nadie quiere tener hijos– dice Miller. Él mismo tiene que traer jóvenes chilenos de la Universidad de Magallanes para tener mano de obra y capacitar profesionales. –El bloqueo argentino lo dificulta todo– dice.
¿Y nadie quiere negociar con Argentina una apertura?, pregunto. Solo tres isleños votaron por la independencia de Gran Bretaña en el plebiscito del año 2013 que ganó por el 98,8%.
La guerra con Argentina es un disco rayado. Después del 82 Argentina es el mal, Argentina es traición, Argentina es la piedra en el zapato. Aunque está ahí al frente, a tiro de cañón, digo, de piedra. ¡Son sus vecinos y sus carceleros!
Argentina restringe el espacio aéreo y permite un solo vuelo semanal, donde caben 150 pasajeros y cuyo valor es de 500 mil pesos el pasaje desde Punta Arenas (a media hora de vuelo). Cuesta encontrar cupo para entrar o salir de la isla.
–¡Jamás seremos argentinos! –dice la legisladora Phyl Rendell con un gesto agrio parecido al de Margaret Thatcher– ¡Jamás! Puede que sin bloqueo tuviéramos plátanos frescos (5 plátanos casi podridos cuestan 2500 pesos en el súpermercado) ¡Podemos vivir sin bananas! ¡Pero argentinos, nunca!
Para reforzar el argumento hay 1200 soldados británicos grandes como roperos en la Base de Mount Pleasant, además de misiles, jets y helicópteros. Todos piensan que si se van, Argentina los invade de nuevo. Otros, que con el dinero del petróleo podrían pagar un ejército privado. Argentina ya dijo que si en el plebiscito de 2013 declaraban su independencia, protestarían a la ONU. Así que están entre tres aguas. No son británicos. No los dejan ser país y tampoco se atreven. ¿Una guerra de independencia? ¡Facile dictu, dificile factu! (Fácil decir, difícil hacer).
Busco a uno de los tres independentistas hasta debajo de las piedras y solo me mencionan a James Peck. Pero tampoco lo es. Lo hicieron noticia en 2011 cuando la prensa británica tituló "Falklander renunció a su pasaporte y se hizo argentino".
Y era cierto, solo que la historia es otra. Sacó el pasaporte por amor a una argentina con la que tenía dos hijos y quería hacer más fácil verlos y todo eso. Para darle sus papeles apareció Cristina Kirchner en persona y los argentinos hicieron de él una bomba noticiosa. En las Falkland se lo comieron vivo.
–Me hicieron trizas la vida –dice James–. Que traidor, que esto que lo otro. No podía estar en ningún sitio y escribieron cada mentira sobre mí, que había roto el pasaporte, que había renunciado a la nacionalidad…
Solo dos años antes James había sido candidato a legislador en Stanley y gritaba en sus discursos: "si mañana invadieran yo combatiría por las islas". Porque su padre es el histórico jefe militar de la defensa civil de las Falkland, un ejército de 50 voluntarios armados. Claro que los Peck, además, son famosos por llegar tarde a todos lados así que cunde el chiste que si hay guerra, el ejército de Peck padre, va a llegar media hora tarde al conflicto.
Hoy James Peck hijo, es un paria del chovinismo de los falklanders cabeza dura. Pasó años sin trabajo, sin vender una pintura, porque es un muy buen pintor. Ahora pinta casas y bien cubierto, que no lo vean.
Hay cabezas duras de lado y lado que dificultan el acercamiento.
A algunos argentinos se les suben las parrilladas a la cabeza y emprenden el viaje en yate a las islas. Tras un día de navegación clavan una bandera, se toman una selfie y salen arrancando.
Un primer yate los británicos lo dejaron pasar. Un segundo viaje del yatero Tomy López lo pararon y lo escoltaron con guardacostas fuera del mar territorial. El tercero y hasta ahora último yate capturado, fue justamente el de los jóvenes de la Cámpora, los delfines de Cristina Kirchner, el Sanmaritana, el que parece también intentaron hacer la gracia pero antes que los sorprendieran, los patriotas kirchneristas abandonaron el barco.
Ahora el Sanmaritana está oxidándose en un muelle militar. Su situación es como la de los presos de Guantánamo: en un lugar que no existe internacionalmente. Argentina no lo reclama, porque sería reconocer que las islas existen y su gobierno también.
–Y sin embargo, los británicos fundadores ocuparon las islas en 1833– dice Tim Miller, el viejecillo hidropónico. Antes que los propios argentinos poblaran la Patagonia y Cristina Kirchner nos trata de: "esos británicos importados…".
Tim Miller, muestra la foto de su tátara-tatarabuelo en un libro de historia.
–Este debería ser mi pasaporte –dice– tengo nueve generaciones aquí. Los austriacos Kirchner llevan apenas tres generaciones en Argentina. ¿Quién tiene más derecho de estar acá?
Sí, sí, derechos. Se pone a reír a carcajadas. Sigo buscando a los tres independentistas. Ese es el paso siguiente. Dinero sin libertad, no es vida. Pero me sacan de la isla rápido como el viento fresco.
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