Vivir con el desconocido síndrome de Rokitansky : “Por mucho tiempo cuestioné mi feminidad por no poder cumplir con el mandato que se espera de nosotras”

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“Tengo 39 años y vivo con el síndrome de Mayer-Rokitansky-Küster-Hauser (MRKHS), un espectro de anomalías del conducto mulleriano que afecta a una de cada 5000 mujeres y cuya característica principal, entre otros factores, es la ausencia del útero. Lo supe un día de verano cuando tenía 14 años. Mis papás, siguiendo las indicaciones que habían recibido de los ginecólogos, me lo comunicaron. La idea de decírmelo durante las vacaciones era que yo tuviera suficiente tiempo para procesarlo antes de entrar a clases. Desde el inicio, el tema fue abordado con restricciones y poca naturalidad, como si se tratara de algo extremadamente problemático y un tema tabú, del cual no se debía hablar a no ser que fuera el momento indicado.

Unos años antes había empezado a ver a distintos ginecólogos con frecuencia porque no me llegaba la regla; en ese tiempo me hicieron muchas preguntas, fueron muy invasivos y nadie me explicó lo que estaba ocurriendo. Mi familia, muy católica y conservadora, tampoco me decía nada. Tanto así, que el año antes de las vacaciones en las que finalmente me enteré sobre mi diagnóstico, me echaron del colegio. En el fondo, sentía el peso del secretismo; todos a mi alrededor sabían algo y me mantenían en la oscuridad.

Cuando finalmente me lo contaron, me llevaron nuevamente al ginecólogo para que me hablara directamente del diagnóstico. Hasta el minuto no había sentido dolores ni tampoco sintomatologías más allá de que no me llegaba la regla, pero ese día supe que no iba a tener ninguna posibilidad de quedar embarazada, noticia que solo me afectó años después, cuando tenía 30 y quise tener hijos.

Ese fue un primer hito: saber que aunque no sintiera nada, había una restricción biológica. Ahí también me dijeron que mi diagnóstico debía ser un secreto, y que solo se lo podía contar al hombre con el que eventualmente me casaría. Así tal cual me lo dijo el doctor. En paralelo mis papás se juntaron con una psiquiatra, quien además de elaborar un plan para que me reincorporaran en el colegio –para mantener una aparente estabilidad–, también sugirió que lo mejor sería no hablar tanto de mi condición. Ahora que han pasado años, mi mamá ha reflexionado mucho al respecto y se arrepiente de no haberlo abordado con más naturalidad. Porque ahora sabe que tematizarlo habría implicado que yo me diera cuenta que no estaba sola en esto. Por lo contrario, durante toda mi adolescencia, viví esto en soledad.

De ahí en adelante vino una etapa en la que me empecé a ir para adentro y empecé a mentir. Cada vez que alguien me pedía una toallita o me preguntaba si me había llegado la regla, me sentía un bicho raro. Quedaba fuera de todas esas conversaciones y me sentía incómoda constantemente. Por suerte, -y me preocupo de destacarlo cada vez que puedo-, tengo un grupo de amigas que desde la época del colegio me ha sabido apoyar en todo tipo de situación. No me hicieron muchas preguntas cuando les conté y para ellas nunca fue tema. Esa solidaridad femenina, hasta el día de hoy, es la que me da ánimo en los momentos más bajos, cada vez que me he sentido juzgada moralmente, e incluso cuando a todo esta situación se le sumó que a mis 17 años, murió mi papá. Siempre pienso que ese duelo fue el que marcó mi adolescencia. Luego, de más grande, cuando quise tener hijos y no pude, viví mi segundo duelo.

Y es que este es un síndrome que me ha acompañado desde los 14 años, entonces ha pasado por muchas etapas de mi vida, y en cada una me ha afectado de manera distinta. Cuando me lo diagnosticaron, no supe muy bien de qué manera me afectaría. No tuvo mucha incidencia en mis primeras experiencias sexuales, más allá de que en algún minuto me tuve que operar, pero sí me afectó en el sentido de que me sentí ajena a la realidad que vivían el resto de mis pares. Y durante mucho tiempo reinó el miedo y la incertidumbre. Tener que vivir mintiendo e inventando excusas de por qué me debía ausentar (cuando tenía controles médicos o durante la operación) también fue desgastante. Esa carga, aunque de manera inconsciente, tuvo un impacto en mi proceso formativo.

Y de grande, me tocó vivir muchas situaciones incómodas determinadas por la cultura conservadora en la que vivimos. Recuerdo patente una vez, en un baby shower de una amiga, cuando su hermano me preguntó ‘¿Y tu Rocío, cuándo vas a tener hijos?’, esa típica pregunta poco atinada que a mí, por ese entonces, aun me afectada mucho. Aquella vez mis amigas saltaron a protegerme y sacarme del paso. Era una época en la que aun no había encontrado el grupo de mujeres que encontré más adelante -en una página incipiente en Facebook- que también vivían con este síndrome, por lo que me sentía muy sola y desamparada.

Y también era una época en la que me cuestioné mucho mi femineidad. Ahora sé que no es así, pero durante años me sentí en falta por no poder cumplir ese mandato que cultural y socialmente se espera de nosotras. Porque nos han hecho creer que ser mujer está determinado, en gran parte, por nuestra capacidad reproductiva. Yo no podía cumplir eso, entonces en mi cabeza era ‘menos mujer’.

Todo esto, mientras lo vivía en secreto, me sirvió para ser más asertiva y empática con la gente, entendiendo que yo tenía algo que me afligía y no lo podía compartir con nadie, y que probablemente otros también estaban pasando por lo mismo. Aprendí entonces a leer las caras de las personas y a no hacer preguntas cuando están de más.

Hasta que un día conocí a este grupo de mujeres por Facebook y nos dimos un punto de encuentro en el patio de comidas de un mall. Fue como encontrar a un grupo de hermanas perdidas. Nos contamos nuestras historias y fue muy lindo, porque todas habíamos pasado por cosas similares que no habíamos podido compartir con nadie. Con ellas armamos una red de contención que hoy agrupa a mujeres de todo el mundo que padecen de este síndrome y que buscan ayuda, asesoría o apoyo. La idea, desde un principio, ha sido que tengamos un espacio –dado que no hay otro– en el que nos sintamos seguras, podamos compartir nuestras experiencias e información médica, de higiene, de autocuidado, de placer, y brindar contención para las más jóvenes, para que nunca más se sientan que están solas en esto. Porque además, si en Chile ya se empieza la vida sexual con poca información, para las que vivimos con este síndrome, es aun peor. Y no solo no existe información al respecto, ciertas operaciones a las que estamos sujetas, no cuentan con cobertura. Tampoco tenemos asistencia en salud mental o asesorías al momento de querer ser madres.

Hace unos años, cuando decidí que quería ser madre, tuve que enfrentarme a contarles a los pololos de turno. Probé esperar mucho y contarlo al final, después decidí contarlo al principio porque me aburrí del secretismo. Finalmente me di cuenta que a los hombres, por más evolucionados que estén, y sin generalizar, les pesa el tema del legado, de los genes y de la descendencia biológica. Por más que digan que no, eso sigue siendo importante para ellos, y por ende, no muchos están dispuestos a adoptar.

Decidí entonces adoptar estando soltera, además que este síndrome era algo muy íntimo, y me costaba compartirlo con los demás. De ahí en adelante construí mi vida en función de eso; me preocupé de estar siempre cercana a niños y niñas del Sename y finalmente, hace dos años, adopté al Edu, y le puse –dado que te exigen poner dos apellidos–, Eduardo Douglas Douglas. Ese tipo de detalles legales solo dificultan la vida para aquellas personas diagnosticadas con esterilidades irreversibles.

En este tiempo he pensado que las mujeres que no podemos tener hijos sentimos que estamos fallando y eso nos afecta en términos de autoestima y bienestar. Por eso es tan importante sociabilizar y externalizar estos síndromes, para que sepamos que no hay para qué vivirlos en soledad. Y, por otro lado, si bien podría haber medicina que intente resolver o revertir estas situaciones, es importante que nos entendamos en la diferencia y que sepamos que no todos los cuerpos tienen que cumplir las mismas funciones. El rol procreador de la mujer no es más que una imposición social”.

Rocío Douglas (39) es gestora cultural.

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