"Me casé en mayo de 2016 con Julio. En octubre del año siguiente me matriculé para estudiar nutrición y dos meses después quedé embarazada.
Pese a que siempre me sentí bien, desde un principio las ecografías mostraban que mi guagua era chica. Nunca me preocupé, siempre estuve tranquila, feliz y confiada porque la sentía bien adentro mío. Sentía como me pateaba, especialmente cuando los doctores me decían que era chiquitito yo vi esas pataditas como una buena señal, como si me estuviera diciendo algo.
Cuando tenía 35 semanas fui a una ecografía. Eran las 1:30 de la tarde y después de revisarme el doctor me mandó a almorzar y a comer algo dulce para volver a monitorearme de nuevo. En ese minuto sentí emoción, me alegraba pensar que mi hijo Julito por fin iba a nacer. Sabía que iba a ser chico, pero pensaba en cuántos niños prematuros hay que salen adelante. A la vuelta del almuerzo el doctor nos dijo que había que sacarlo, que la guagua estaba estresada, con poco líquido y que me tenía que hospitalizar a la mañana siguiente. Me fui a mi casa y no pude dormir. Pasé esa noche entera viendo televisión, y a las siete de la mañana me duché, hice mi maleta y me fui a la clínica. A las tres de la tarde entré a pabellón.
Me da pena acordarme de ese momento porque fue por lejos el mejor de mi vida, cuando nació Julito, cuando lo sentí llorar, cuando me lo pasaron. Me acuerdo que me daba nervios tomarlo porque pensaba que se me iba a caer. Si bien es una pena que haya nacido prematuro, para mí eso fue muy especial, porque gracias a eso mi marido pudo estar con él en sus primeras horas, que fueron las mejores. Pudo regalonearlo mucho y eso me parece justo considerando que yo lo tuve ocho meses dentro.
Se lo llevaron a neonatología porque era muy chiquitito, pero Julio me contaba que estaba bien, que el doctor había dicho que era un niño vigoroso, sanito, con energía. Al otro día el doctor me dejó ir a verlo y lo tomé en brazos. Hasta ahí estaba perfecto. Cuando me dieron de alta me fui a mi casa llorando por no poder llevármelo porque estaba con bajo peso. Por una parte estaba muy triste, pero por otra pensaba que en la clínica lo iban a cuidar mejor de lo que yo lo podía hacer en mi casa.
Al día siguiente llegué a la clínica y Julito estaba con oxígeno. Encontrarlo así fue muy doloroso. Había hecho unas pequeñas apneas, pero dijeron que eran normales. Ahí empezó una vorágine que duró 18 días. A medida que pasaban los días, Julito se venía abajo. Del oxígeno pasó a que lo entubaran, dejó de comer, dejó de moverse. Y nunca más abrió los ojos. Yo no entendía lo que pasaba, nadie mucho en realidad. No sabíamos qué tenía. Durante esos días quise estar todo el tiempo con él. Iba, me sentaba, le daba la mano, le cantaba, le contaba cosas, pero no lo podía tomar en brazos. Nunca pude hacerlo con tranquilidad, ni tampoco pude tener contacto piel con piel -que era mi sueño- porque estaba lleno de tubos. Si me lo pasaban, las máquinas se ponían a sonar, así que decidí dejar de hacerlo porque era peor para él.
No me acuerdo exactamente en qué minuto me hice consciente de que Julito se iba a morir. Fueron tiempos erráticos; en la clínica nadie sabía qué tenía. Cuando no eres médico es muy difícil entender lo que los doctores te cuentan y lo que pasa a tu alrededor. Mi ginecólogo fue clave en esos momentos. Él estuvo siempre a nuestro lado apoyándonos, acompañándonos y ayudándonos a entender qué estaba pasando. Si no fuera por él creo que aún no entendería bien qué fue lo que pasó. A ratos creía que iba a salir de esto, pero después me daba cuenta de que probablemente no lo haría. Me acuerdo de un día en el que mi mamá entró a verlo y me dijo: "Julito no está aquí". Ya no se movía y había que cambiarlo de posición cada ciertas horas. Tenía una enfermedad rarísima, incurable y con el peor pronóstico.
El 21 de agosto las máquinas empezaron a sonar. Los doctores creyeron que el tubo por el que respiraba se había tapado y nos hicieron salir de la pieza. El doctor de turno salió a decirnos que había habido una complicación y que probablemente iban a tener que operarlo. En la desesperación llamamos a nuestro doctor, que también llegó a verlo. Al salir no tenía buena cara. La operación era de alto riesgo y, de ser exitosa, iba a tener un porcentaje importante del intestino comprometido. Eso significaba que durante muchos años se iba a tener que alimentar por sondas. Mi marido le agradeció a todo el equipo médico y pidió que nos dejaran solos con mi ginecólogo. Ahí fue cuando él nos dijo: "Hoy día es el intestino, mañana va a ser el corazón, pasado van a ser los pulmones y lo van a terminar destruyendo. No pueden seguir aferrados a la idea de que se quede a cualquier costo. Creo que es momento de dejarlo ir, pero la decisión es de ustedes". No alcanzamos a hablarlo cuando nos avisaron que ya no quedaba tiempo, que Julito se iba. No hubo nada que decidir.
Durante esos últimos minutos lo pude tomar en brazos, darle besos, apretarlo, decirle cuánto lo quería. Y así lo hice, hasta que se fue. Fue un momento durísimo, en el que creo uno no está del todo consciente. El cuerpo es muy sabio y no sé cómo logra funcionar y sacar fuerzas en momentos así, pero recuerdo que si bien fue todo muy doloroso y triste, también fue muy lindo y mágico. Mi marido, mi hijo y yo, los tres abrazados en un amor que no pensé que pudiera existir. Sueño con revivir ese momento, los tres juntos. Durante todo el tiempo que estuvimos en la clínica me aferré a que se quedara a cualquier costo, porque sentía que, pasara lo que pasara, me iba a preocupar de él y le entregaría todo lo que estuviera a mi alcance para que fuera feliz. Pero estaba pensando en mí, no en él.
Con el tiempo me di cuenta de que había sido para mejor. El Julito con el que siempre soñé no iba a poder hacer todo lo que yo había imaginado y planeado para él. Julito tenía una enfermedad que ni siquiera tiene nombre, una enfermedad mitocondrial, un problema celular que no le permitía tener energía, y fue así como se fue apagando y viniendo abajo. No tengo certeza de lo que fue ni sé la razón por la cual ocurrió. Yo digo mala suerte, los doctores dicen que es ciencia.
Al principio le perdí el gusto a todo, nada me hacía mucho sentido. Tenía tanto amor para entregarle a mi Julito y el vacío al que te enfrentas es insoportable. Donde iba veía guaguas, coches, mujeres embarazadas. A otras con tres, cinco u ocho hijos. No lograba entender cómo tenían tantos cuando yo no había podido tener ni siquiera a uno. Pero en medio de esos sentimientos de pena y también de rabia aparece una fuerza que te lleva a decidir levantarte, porque tienes un marido, porque eres fértil, porque tienes una vida por delante. Es una decisión que uno toma todos los días, o te levantas y sigues adelante, o todo se desarma: tu familia, tus sueños, tus proyectos. Y lo más importante, lo haces por ti pero también por los que quieres y están a tu alrededor. Lo haces por ti pero también por ellos. Me preocupé de hacer deporte, de ir al sicólogo, al siquiatra, de hacer reiki, tomar flores de Bach, de alimentarme bien. Enterramos a Julito un jueves y decidimos que lo mejor era volver rápido a la normalidad. El lunes Julio volvió a trabajar y yo a clases. Obviamente a media máquina, pero había que tratar de seguir. En ese tiempo los amigos de Julio nos regalaron un perro, al que le pusimos Floro y que terminó convirtiéndose en una gran compañía. Antes no me gustaban los perros, pero ahora incluso duerme conmigo adentro de la cama. Cuando en los primeros meses no me quería levantar, estaba obligada a hacerlo porque tenía que sacarlo a pasear. Él me hacía salir. Que me esté esperando cuando llego me hace muy feliz. Lo queremos demasiado, es la alegría de la casa.
Además del cariño de toda mi familia, amigos y conocidos, lo que por lejos más me ayudó fue mi marido. El tener a alguien a mi lado viviendo lo mismo, alguien a quien no necesitas ni hablarle ni explicarle lo que te pasa para que te entienda. Esa complicidad y amor que te hace el ser padres. Estábamos los dos pasando por lo mismo. Y nos dijeron mucho que esto o nos unía o nos separaría, y definitivamente nos unió. Julito, entre otras muchas cosas, hizo que mi amor por su papá aumentara sobremanera.
En este tiempo me aferré mucho a la idea de quedarme embarazada de nuevo y quizá por eso nunca me permití mucho estar mal, porque sabía que así no iba a poder tener otra guagua. En eso mi ginecólogo fue superimportante porque me dijo que tenía que sanar mi alma, mi útero y mi corazón, y que por eso era mejor esperar un tiempo. Y así lo hice. Al principio eso me generó mucha ansiedad, pero ahora me doy cuenta de que fue para mejor. Actualmente estoy de ocho meses, esperando a una niñita y he tenido un embarazo en el que a ratos obviamente tengo miedo, pero en general estoy tranquila y confiada. No ha sido fácil. De alguna manera sentía que conectarme con esta guagua y estar feliz era dejar ir a Julito. Eso me dio mucha pena. Porque estoy muy feliz de tener otro hijo, pero a Julito nunca lo voy a reemplazar.
Todavía me cuesta profundizar cuando hablo de Julito, me cuesta conectarme realmente con lo que siento. Si miro fotos y videos me empiezo a cuestionar por qué pasó esto y me inundo de preguntas para las que no tengo respuestas o explicación. Tengo una cajita con sus cosas en la que guardo los últimos tutitos que usó y que no lavé, y todavía tienen su olor. Cuando estoy muy triste los huelo, leo el obituario de ese día, las cartas de la gente. Saco todo lo que tengo, me encierro y leo, lloro, huelo. De cierta manera hacerlo es terapéutico. Uno está acostumbrado a tener problemas, todos los tenemos, pero de la gran mayoría podemos salir adelante. Esto, en cambio, no tiene solución. La gente es muy cariñosa, pero para un dolor así no hay consuelo. Esto nunca pasará. A mí me cambió la vida para siempre. Soñé con Julito toda mi vida y creo que el hecho de haberlo perdido me dolerá por el resto de mi vida.
Pienso en Julito todos los días, a cada rato. Siempre estoy acordándome de él. Por eso siento esa obligación de honrarlo, porque para mí tenerlo fue maravilloso. Cada vez me cuestá más creer en que haya algo más allá, pero sí me gusta pensar que desde algún lugar ve a su mamá y a su papá, y por eso quiero que sepa y sienta que nos hizo muy felices, no que nos hizo un daño. Porque ser su mamá y tenerlo a mi lado, aunque fuera solo por 18 días, me cambió la vida y me enseñó de un amor que sin él jamás habría conocido".
Catalina (38) es estudiante de nutrición y mamá de Julito y Amelia.