Vivir la separación de los padres como hija adulta
Con 27 años, uno piensa que las relaciones familiares son estables y que aunque los papás tengan problemas y mañas se van a aguantar, porque llevan años haciéndolo. Esto me vino a decir ‘¿sabes qué? no es tan así, las relaciones se pueden acabar en cualquier minuto’
“En noviembre de 2022, mi papá desapareció de la faz de la Tierra durante todo un fin de semana. Al cerrar la puerta de la casa ese día viernes temprano en la mañana, todos pensamos que iba a trabajar, como lo hacía de costumbre. Pero no volvió más: no supimos de él ni el sábado, ni el domingo. Nadie lo había visto.
Como contexto, desde hace un tiempo se sentía que las cosas venían mal entre mis papás. Aunque yo no seguía la dinámica diaria que ambos tenían en la casa, me daba cuenta cuando viajaba a visitarlos a Curicó que, por ejemplo, al tomar once no había tema de conversación, se quedaban pegados mirando tele. Mi mamá se quejaba constantemente de que no se sentía apoyada, y mi papá se notaba bajoneado desde hace mucho rato.
Ese día, como no nos contestaba el teléfono, nos preocupamos. Nos imaginamos que le podía haber pasado algo grave, sobre todo porque es una persona mayor, tiene casi 70 años. De hecho, mi hermana estuvo a punto de poner una denuncia por presunta desgracia en la PDI. Hasta que, en uno de esos intentos por ubicarlo, nos contestó, como si nada. Nos dijo ‘no se preocupen, estoy bien, viene a trabajar’. Después de eso, nunca más volvió a la casa.
Los primeros días mi mamá pensaba que se le iba a pasar y que estaba teniendo una crisis propia de su edad. Después, con el tiempo, nos enteramos que, en realidad, se había ido a vivir con otra persona con quien, probablemente, tenía una relación paralela desde hace mucho tiempo.
Yo quedé en shock. Al principio tuve mucha rabia, no por mí, sino por mi mamá. Ellos estuvieron juntos más de 30 años, entonces no podía entender lo que hizo. Lo encontraba irresponsable y me preguntaba cómo a su edad no tuvo el coraje para decir que no se sentía bien en esa relación y prefería separarse. Solo arrancó.
Con el pasar de los meses, mi mamá empezó a vivir la ruptura y me tocó verla sufrir muchísimo. Me acuerdo una vez que fuimos a ver a Mon Laferte y apenas empezó el concierto, ella ya estaba llorando a mares. Tenía una pena profunda que me tocó contener en mis momentos de más rabia y dolor. Yo soy la única hija que los dos tuvieron como pareja, así que me transformé en su confidente aún cuando también tenía claro que mi vínculo con mi papá iba a estar presente para siempre. Me daba lata porque quería saber cómo estaba él, pero a la vez, apoyar el sufrimiento de mi mamá. Al final, los dos me pusieron en una encrucijada: no sabía de qué lado estar porque, antes de ser pilar de apoyo, también soy hija.
Esta separación tan inesperada tuvo repercusiones en cómo yo me empecé a relacionar con los demás, especialmente con mi pololo con el que llevo tres años. No porque tuviésemos problemas particulares, sino por cómo cambió mi visión del amor. Ahora lo comencé a ver todo más frágil, no confiaba en la fortaleza de los vínculos. Sentía que si había un conflicto era más fácil terminar que sentarse a conversar y arreglarlo juntos. Fue un remezón que me quebró en todo aspecto y que me vino a interpelar respecto a cómo estaba viviendo mis relaciones. Me pregunté: ‘¿qué estoy haciendo con mis vínculos? ¿Le estoy preguntando a mi pareja y amigos cómo están?’
Todos estos pensamientos que empecé a tener creo que tienen que ver con que esta separación me tocó vivirla como hija adulta y no como adolescente. Con 27 años, uno piensa que las relaciones familiares son estables y que aunque los papás tengan problemas y mañas se van a aguantar, porque llevan años haciéndolo. Esto me vino a decir ‘¿sabes qué? no es tan así, las relaciones se pueden acabar en cualquier minuto’. Además, me daba la sensación que el resto no entendía la pena que yo sentía porque todas las personas con papás separados que conozco habían vivido este proceso en su niñez. Convivir con papás separados era algo normal para ellos, pero no para mí. Cuando uno es adulto y además es independiente, se supone que estas situaciones afectan en menor medida. Pero no fue mi caso. Entonces, me fui aislando.
Con mi papá dejamos de hablar durante ocho meses. Yo no quería tener contacto con él porque no me sentía lista para escucharlo hablar sobre su nueva vida. Puede ser cierto eso de que el tiempo ayuda a que las cosas se calmen, porque con el pasar de las semanas, le escribí un WhatsApp y le puse ‘hola, ¿cómo estás?’, así como si nada hubiese pasado. Fue mi manera de retomar una relación que nunca fue tan cercana, pero que sí existía antes de la separación. Él se puso muy contento de saber de mí y a finales del año pasado, insistió en verme.
Nos juntamos en el terminal de buses de Curicó después de Año Nuevo, el 1 de enero de 2024. Muy contrario a lo que esperaba -pensé que casi lo iba a odiar y le iba a vomitar mi rabia-, me alegré mucho al verlo. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que nos encontramos. Se notaba físicamente mucho mejor. Estaba más contento. Apenas pudo, me abrazó, me preguntó cómo estaba y me deseó un feliz año. Conversamos de algunas cosas triviales, pero nunca del tema principal porque ambos entendimos que no era el momento. Al despedirse, en pleno abrazo, me dijo ‘sé que hay muchas cosas por las que te tengo que pedir perdón’. Le respondí que ya habría tiempo para hablar de eso”.
Francisca es periodista y tiene 27 años.
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