“Querer ser otra persona es malgastar la persona que eres”, dijo Marilyn Monroe. Sabía de qué hablaba: a pesar de su enorme talento, en público tuvo que representar el papel de símbolo sexual y en los sets de grabación iba acompañada por una asesora a la que pedía indicaciones, como si ella no pudiera juzgar su propio trabajo.
“Todos necesitamos la mirada y el reconocimiento para poder sentirnos valiosos, lo diferente en cada uno es la mayor o menor dependencia a esa valoración”, afirma el psicoanalista Juan Flores, que es doctor en Psicología de la Universidad de Chile y presidente de la International Federation of Psychoanalytic Societies (IFPS). Ocurre que el deseo de ser amados y aceptados es algo natural: el ser humano vive en sociedad y anhela pertenecer a una familia, un grupo, una cultura, para sentirse reafirmado y seguro. Pero la necesidad de aprobación puede volverse un problema cuando alguien vive pendiente de lo que otros piensan o busca complacer a los demás, a toda costa.
¿Cuáles son las causas de esta necesidad? “Desde nuestro nacimiento, necesitamos el soporte de otro para poder vivir. Junto con el alimento, que es el sostén material para la existencia, necesitamos percibir que somos algo para alguien, es decir, sentir el amor, la protección y el reconocimiento de un otro. Si los padres o sostenedores han cubierto de mejor manera esas necesidades esenciales, se crean los fundamentos de la seguridades básicas”, explica Flores, quien también es director del Magíster en Psicoanálisis de la Universidad Adolfo Ibáñez (UAI). En caso contrario, es decir, si hay una ausencia de esas bases o ha habido grandes privaciones, los sujetos “buscarán en el otro esa comprobación o reconocimiento permanente. Parte importante de nuestras seguridades o dolores futuros se constituye en la forma en que carguemos con más o menos carencias”.
Generalmente, quien busca aprobación constante se vio obligado en el entorno familiar a aceptar demandas o juicios de otros. De cierta forma, se debate entre el resentimiento y el temor a la reprobación social. También vive dividido entre sus intereses y los ajenos, le asusta cometer errores y exponerse a las críticas o al rechazo, tiene problemas para decir que no y se obliga a hacer ciertas cosas. Puede que anteponga las necesidades de los demás a las suyas, por ejemplo, que no exprese su disconformidad ante un trabajo mal realizado por “miedo a que la otra persona se sienta mal, o que termine viendo siempre películas de artes marciales en el cine, porque su pareja es fanática, aunque ella las deteste.
“La identidad se construye en la diferencia. Por ello, quien se sitúa en la esfera de la repetición o del cumplimiento permanente del deseo del otro (real o imaginario), va a poner en peligro la constitución de una identidad propia”, agrega Flores. Según dice, “una de las tareas inmutables del ser humano es indagar acerca de cuál es su propio deseo, aquello que queremos hacer con nuestra existencia. Cómo construimos nuestra identidad y hacemos de ella un ámbito de pertenencia y al mismo tiempo un signo de distinción, de tal manera que nuestra vida no sea un cumplimiento inconsciente de mandatos de otros. Esto es muy relevante”.
Un indicador de si alguien cruzó la raya de lo saludable es que sus decisiones y comportamientos varían de acuerdo a las opiniones externas. O sea, modifica un comentario para coincidir con la opinión de otra persona, aunque realmente no comparta su mirada o, al notar desaprobación sobre su postura, la suaviza o la cambia.
Al ser o actuar como otros quieren (lo que evidencia una baja autoestima), una persona puede ganarse las simpatías de los demás y, de paso, sentirse bien consigo mismo por un momento, así como evadir las críticas, al tiempo que sofoca su propia personalidad. Sus esfuerzos le generan ansiedad, pérdida de confianza en sí misma y falta de espontaneidad. “Existe aquí una relación proporcional: entre más me ajusto y me someto a los deseos de los otros, en desmedro de los propios, más quedo despojado del orden de lo identitario y del valor de mí mismo. Todo queda entonces puesto en cuestión y es solo dotado de valor, a partir del reconocimiento externo”, señala Flores.
Esa valoración externa, que genera una “aparente sensación de pertenencia”, implica un ocultamiento de sí mismo que “inevitablemente, ocasionará síntomas como ansiedad, angustia, sensaciones de infelicidad o ausencia de sentido debido a que, inconscientemente, la persona sabe que hay algo de ella que está siendo negado o ocultado”. En ese sentido, dice Flores, si se vuelve algo paralizante, ir a terapia es “atreverse a indagar en este laberinto e interrogarse acerca de las dinámicas que precipitaron esta forma de plantearse en la vida”.
“Mírenme”, un signo de estos tiempos
En 1943, el psicólogo estadounidense Abraham Maslow elaboró su conocida Jerarquía de las necesidades humanas, en que incluía aspectos como el amor, la amistad y la pertenencia. Maslow veía en ellos una sensación general de comunidad, no obstante, su parte negativa salta a la vista actualmente: “gente que se ha vuelto exageradamente susceptible a la soledad y a las ansiedades sociales”.
La necesidad de atención, que en redes como Facebook o Instagram se recompensa con likes, es una forma de “pertenecer”, como indica un artículo del diario británico The Guardian titulado Míreneme: por qué la búsqueda de atención es la necesidad que define nuestros tiempos. Según la nota, “la gente que siente que no encaja sufre terriblemente y experimenta problemas de salud comparables a aquellos que ocasionan el fumar o el ser obesos”.
Por un lado, las redes crean una sensación de falsa familiaridad con cientos de amigos virtuales y permiten mentir casi sin problemas, algo que en la vida real sale caro. Por otro, ese mundo virtual, en que interactúan personas que están a miles de kilómetros en el espacio real, promueve el aislamiento. Como muestra: en Escocia, el 30% de los adolescentes de 18 a 24 años se sienten solos, de acuerdo a un estudio de The Mental Health Foundation. Entre las razones, se cuentan que las redes desplazan experiencias sociales más auténticas, los usuarios se sienten excluidos al ver fotos de otros que se divierten y la envidia se despierta, frente a “ideas distorsionadas” de que las vidas ajenas son más felices.
Ya hay quienes prefieren llamar redes digitales en lugar de “sociales” a las diferentes plataformas, “porque no necesariamente crean sociabilidad”. Flores plantea que “nuestra cultura dominante toma la necesidad de validación y reconocimiento de otro y la dirige hacia la consecución de objetos como fuente de satisfacción y valoración”. Entonces, la gente “se esfuerza por no marginalizarse, no diferir y no distinguirse en el pensamiento o en la acción. Tenemos la fantasía de estar ‘unidos’ con otro, sin embargo, no logramos generar una real grupalidad”. Más bien, indica el psicoanalista, “lo que permanece son sensaciones de soledad, angustia y vacío. Por ello, la imagen tiene la apariencia de un reconocimiento, de ilusión de ser ‘alguien para otros’, pero es sólo un pálido reflejo de lo que buscamos realmente: un vínculo que nos sostenga amorosamente y nos haga sentir queridos y deseados”, subraya.
¿Cómo encontrar un equilibrio entre la necesidad de afecto y el derecho a ser quien se es? ¿Cómo liberarse de la necesidad de aprobación? Sobre todo, supone cambiar de hábitos “mentales”, como el de no darles a las opiniones ajenas más importancia de las que tienen. Los especialistas recomiendan tener en cuenta que nadie le puede gustar a todo el mundo (no hay que confundir el no gustarle a alguien con la propia valía). Dejar de tener miedo a las discrepancias es otro punto, ya que siempre habrá quienes piensen distinto; tomar decisiones propias, respetando los deseos y motivaciones personales y prestar atención a las emociones en situaciones en que se intenta ser excesivamente simpático . Y en cuanto a las críticas, observar de dónde vienen, si aportan, tomarlas, y si no, descartarlas.