La primera vez que vi a este hombre –que no sé si podría llamar ‘mi amor’, pero que es quien más se ha acercado a eso en los últimos años– fue en el lobby de un hotel en Ciudad de México, a fines del 2018. Yo fui por un viaje de trabajo que, por alguna razón, desde que me enteré que ocurriría, sentí que iba a marcar profundamente mi vida. Y así fue. Apenas entré a ese lobby, con la primera persona que cruzamos miradas fue con él y desde ese minuto, comenzó la historia más mágica que he vivido.
Hoy estoy soltera, separada en realidad, pero en el momento del viaje seguía casada. Recuerdo que cuando surgió la posibilidad de ir a este seminario en México, lo primero que sentí fue culpa: culpa por dejar a mi marido, culpa por dejar a los niños, culpa porque iba a pasar un momento sola, porque lo iba a pasar bien sin ellos. Al final me decidí, pensé que me haría bien un descanso y que volvería con las pilas recargadas. Pero también de cierta manera, en esa lucha interna contra la culpa, sentí que este viaje era algo que me merecía, porque mi relación hace rato que no venía bien justamente porque yo me estaba llevando la carga de todo, porque sentía que ya nada era rico entre los dos, básicamente solo una rutina en la que él además se había transformado en un hijo más. La complicidad se había acabado hace rato y él había entrado en una dinámica de manipulación, pienso que por su miedo a que lo nuestro se acabara. ‘No puedes resignarte a vivir así’, me decían siempre mis amigas, pero yo prefería mantenerme en esa comodidad, no me atrevía a dar ningún paso.
Pero en ese viaje si lo di. Era la primera vez que viajaría sola –conocí a mi ex marido muy chica, a los 22 años– y entonces averigüé lugares para visitar, me armé un itinerario y contacté a una amiga que vivía en esa ciudad para que nos juntáramos. En el fondo, decidí dejar la culpa atrás y pasarlo bien. En eso estaba cuando llegué a la primera actividad del viaje, en el lobby de este hotel. Era un cóctel de bienvenida al grupo que participaría del seminario. Llegué unos minutos tarde, entonces estaba un poco perdida. Le pregunté por el grupo a la primera persona que encontré, y cuando estaba en eso, vi que desde lejos me hacían una seña, porque había un asiento disponible. Quien me hizo la seña era este hombre, no sé si lo hizo con una intención más allá que ser cordial. Yo, hasta entonces y a pesar de que me sentía libre, jamás imaginé la posibilidad de tener una historia de amor.
Quedamos sentados al lado y conversamos mucho. Esa noche me fui a acostar temprano porque estaba cansada, así que la próxima vez que nos vimos fue al día siguiente, después del desayuno. Coincidimos en un pasillo del hotel, camino al salón donde sería la conferencia. Le pregunté si tenía un cargador que funcionara con mi teléfono porque había olvidado llevar adaptador de enchufe. Me ofreció ayuda de manera tan cordial, que por primera vez me puse nerviosa y percibí una segunda intención. Pero nada, sacudí la cabeza y me auto convencí de que eso sería una locura.
Luego vino lo típico: cruces de miradas incómodas, risas –muchas risas–, hasta que no sé en qué momento me encontré coqueteando cual veinteañera en la cena del segundo día. Esa noche volvimos al hotel cerca de las 10 p.m. y entre un grupo pequeño quedamos en juntarnos a tomar algo en el bar del hotel antes de dormir. Obviamente estaba él. Me arreglé más que de costumbre y nos juntamos todos abajo. Bueno y entre copas, nos dieron cerca de las 3 a.m. Cerraron el bar y los cinco que quedamos nos fuimos a una de las piezas, la de él. En un momento le pedí el baño, estaba nerviosa, y cuando salí todos los que quedaban se habían ido. Me puse tan nerviosa que al recoger mi chaqueta para irme, di vuelta un vaso de agua. Fue tal como las películas, nos agachamos juntos a recogerlo y bueno, ahí comenzó todo.
Ese par de días que quedaba pasé por todas las emociones: lloré, me reí, sentí culpa y también placer. Se me revolvió el mundo entero. Pero no solo porque estaba viviendo una historia de amor, una muy idílica y poco real, también porque me di cuenta de que podía volver a sentir ese tipo de emociones; me di cuenta de que durante los últimos cinco años de mi vida viví como un robot, como una máquina.
La despedida fue difícil, porque cada uno estaba viviendo su propio proceso, y sentimos que conocernos, aparecer en la vida del otro, más que para un touch and go, tuvo el sentido de poner en nuestras narices algo que no nos estaba haciendo bien. Esos días conversamos mucho, me di cuenta que había otras maneras de ser pareja, que la resignación nunca debía ser parte de nuestras vidas, menos de nuestras vidas amorosas… y yo vivía resignada.
Prometimos no hablar más, porque no tenía mucho sentido. Vivíamos en países distintos y cada uno, a su manera, tenía que hacerse cargo de su propia historia. Pero no cumplimos la promesa. Es más, rompimos todas las reglas: nos agregamos a redes sociales, mantuvimos el contacto por Whatsapp e incluso volvimos a vernos, en un siguiente viaje. Esa fue la última vez que nos encontramos físicamente, pero seguimos en contacto por mucho tiempo más. Al principio con una frecuencia que rayaba en la locura. Hablábamos todos los días antes de partir la jornada. Nos extrañabamos y sentíamos que la nuestra, era una de esas historias de amor de película. Hablamos de dejarlo todo, pero en el fondo los dos sabíamos que eso era irreal. Estábamos disfrutando de la ilusión de una historia de amor idílica, pero que no era más que eso. Una ilusión.
El tiempo, y la pandemia luego, hicieron lo suyo. De a poco nuestras conversaciones comenzaron a ser más esporádicas. No niego que lo pasé mal. Mi mayor miedo era que esto se acabara y volver a la rutina que tuve antes de ese viaje. Había descubierto que podía volver a sentir cosas lindas, y no quería dejar de hacerlo. Un año después de esto, me separé. No creo que esta historia haya sido la razón, solo creo que fue una puerta de entrada a una nueva vida, una en la que no quería volver a postergarme, en la que yo también quería ser protagonista.
A estas alturas no hablamos casi nada. Pero ya no sufro por eso. Y es que de cierta manera entendí que esta historia de amor, porque sigo pensando que fue eso, tenía un propósito que se cumplió, que es hacerme una persona más feliz. Hoy estoy en eso, y a él, lo recuerdo con mucho cariño.
Constanza Mena tiene 38 años.