Nací y viví por más de 20 años en el mismo vecindario. Una villa donde las casas eran todas iguales y los pasajes eran el punto de encuentro de niños y adolescentes. En ese barrio conocí a mis amigos de la vida, jugué tardes completas sin noción del tiempo, huí del temido 'viejo del saco', me caí en patines y aprendí a andar en bicicleta sin rueditas. Si había algo que hacía único a ese lugar, era el profundo cariño y solidaridad que había entre los vecinos. Recuerdo la llegada del primer teléfono fijo a la casa de mi tía Teresa y como este se transformó en el número de todos; o cuando mi padre, disfrazado de Viejo Pascuero, le repartía regalos a cada niño del pasaje. Eran otros tiempos. Hace algunos meses, llevé a mi hijo de 6 años a conocer el barrio de mi infancia. Mientras caminábamos

hacia mi antiguo hogar, le conté sobre mis juegos callejeros, lo feliz que era ahí y quienes eran mis amigos. Al llegar a mi casa y verla casi intacta, me quedé en silencio. Frente a ella, y con mi hijo de la mano, le agradecí –en un acto simbólico- por haber cobijado a mi familia en los buenos y malos momentos de la vida. Y por ser todavía un vestigio de mi niñez.