Paula 1218. Sábado 28 de enero de 2017.

Mi primer encuentro con Ismael fue en el Club de Yates de Antofagasta, nadie nos presentó ni hablamos pero nos vimos y conectamos a distancia. Su mirada caló hondo en mí, como si fuera la primera persona en el mundo que se diera cuenta de que yo existía. Yo tenía 14 y él 20. Pensé: "así me gustaría un hombre para casarme".

Cuando empezamos a pololear, fue un poco a distancia: él estudiaba en Santiago y yo vivía en Antofagasta, nos veíamos para las vacaciones. Mis papás estaban atacados. Un tiempo mi papá me prohibió verlo y pololeamos a escondidas. Porque Ismael tenía su fama: era bueno para el carrete, los autos y las chiquillas. Y era mayor. Pero cuando estábamos juntos era tierno, chistoso. Me encantaba.

En 1990 salí del colegio, entré a estudiar Arquitectura en la Universidad Mayor y me vine a Santiago. Justo Ismael terminó la universidad (estudiaba Ingeniería Comercial en la Gabriela Mistral) y se volvió a Antofagasta a trabajar en la empresa familiar de transportes que fundó su abuelo. Él venía cada dos semanas a verme a Santiago. Empezamos a discutir mucho. Yo estaba conociendo gente y salía harto. Él creyó que me podía perder. Un día me dijo: "Nos tenemos que casar". ¡Quedé plop!

Por un lado me asusté. Por otro, me gustó. Pensé "qué entretenido casarse"; así de liviana. Yo tenía 19 y él 25. No sé si estábamos enamorados, pero sí nos queríamos mucho. Los cinco meses antes de casarnos pasamos más tiempo juntos. El matrimonio fue en octubre de 1992 con una gran fiesta; fue el evento del año en Antofagasta.

Recién casados, nos instalamos en un departamento nuevo en Antofagasta. Éramos regalones, y bien apuntalados por los papás. Todo era un poco burbuja. Luna de miel en Tahití y después jugando a ser marido y mujer. Ahora me da risa: éramos súper pendejos.

Mi papá me hizo prometerle que iba a terminar mi carrera aunque estuviera en Antofagasta y casada. Pero yo ya no estaba estudiando, no terminé el segundo año de Arquitectura. Me quedé de dueña de casa. A los dos meses, me bajó la angustia: me sentía rara porque mi marido trabajaba y yo no. Además, la vida en Antofagasta no me gustaba. Siempre quise salir de ahí. Pero no me atrevía a contárselo a nadie. Antes de casarme mi papá me había dicho: "no quiero niñitas llorando de vuelta". Siempre pensé que sería la última de mis amigas en casarme, que iba a sacar mi carrera y a viajar mucho. Yo, la chora, estaba convertida en dueña de casa. Estaba arrepentida: no por él, sino por mí.

Ismael viene de una familia media siciliana que tiene una mentalidad machista. Por ejemplo, uno llegaba a almorzar a la casa de la abuela Carmela Laury y las mujeres no se sentaban a la mesa; servían, atendían, mientras los hombres hablaban de negocios. Ismael es un gallo moderno pero en el fondo tiene metido en la cabeza ese modelo donde las mujeres están en la casa. Mi familia no es así. Mis padres se casaron con lo justo, lucharon por darnos una buena educación a mi hermana y a mí y nos formaron para ser mujeres autosuficientes. Ese contraste me hizo incubar una incomodidad.

Me preparé para dar la Prueba de Aptitud de nuevo en 1994. Ismael no me decía nada, pero le cargaba que estuviera estudiando. En el fondo quería que estuviera con él, sentada al lado, conversando. Yo estaba luchando por tener mi espacio.

"Recién casados, nos instalamos en un departamento nuevo en Antofagasta. Éramos regalones, y bien apuntalados por los papás. Todo era un poco burbuja. Luna de miel en Tahíti y después jugando a ser marido y mujer. Ahora me da risa: éramos súper pendejos. El tenía 25 y yo 19".

Mi hija mayor, Millaray, nació un 11 de febrero de 1995, y yo entré a Arquitectura a la Universidad Católica del Norte el 4 de marzo. Me fue mal. La carrera era súper difícil y no me la podía: la guagua lloraba, quería estudiar y, además, Ismael me molestaba porque no le prestaba atención. Duré menos de un año. Fue tremendo. Me culpaba. Pensaba: "¿por qué empiezo algo y no lo termino?". Entonces hice como 200 mil emprendimientos. Pero me sentía frustrada y fracasada porque no tenía éxito. Los roces con Ismael tenían que ver con esa amargura mía: yo veía que él tenía todo, un trabajo, libertad, y yo no. Lo encontraba injusto.

Teníamos un matrimonio bonito pero también muchos problemas, cada vez más, y eso lo tapábamos viajando solos, pasándolo bien. La guagua pasaba mucho con mis papás y mis suegros. Hoy al recordarlo siento pena por mi hija mayor, porque la estaba criando como mi hermana chica más que como mi hija. Yo llegaba con mi mochilita y mi guagüita y se la pasaba a mis papás o a mis suegros, y me iba con mi marido a bailar o de viaje por tres semanas a Europa o a Estados Unidos. Ambos queríamos escapar.

Seis años después, en 1998 nació nuestra segunda hija, Isidora. Fue prematura, lo que implicó un golpe de madurez para los dos. Yo tenía 25.

LA CRISIS

Los años fueron pasando. Las niñas creciendo. Pero mis ansias de libertad y de desarrollo personal no disminuyeron. Y, por otro lado, Ismael hacía lo que quería, literalmente lo que quería. Y yo no. Cuando viajaba solo se iba de carrete y a mí me molestaba. Yo había madurado y me quedaba en la casa cuidando a las niñitas, educándolas.

Fui juntando resentimiento, rabia. Y hubo episodios en que tocamos fondo. Peleas hirientes, yo me quería ir de la casa con mis niñitas semana por medio. Me empezaron a dar crisis de pánico, bajé mucho de peso. Tenía pensamientos fatalistas, del tipo 'me voy a morir'. Estaba durmiendo y me despertaba de golpe en la noche. Tampoco pedía ayuda ni me trataba. Me vino una fobia al encierro; un par de veces llegué a embarcar y no fui capaz de subirme al avión".

Empecé a darle vueltas a la idea de irnos de Antofagasta. Decidí que si mi marido viajaba tanto daba lo mismo dónde viviéramos y que lo más importante era la educación de mis hijas. Un día le dije: "me voy, ¿tú vienes conmigo?". Dijo: "sí, vamos". No muy convencido, y con su familia en contra. Son muy aclanados y yo los separé, y a la larga me separé de mi familia también.

Llegamos a Santiago. Yo tenía una casa preciosa en Antofagasta, y nos vinimos a un departamento chico en Providencia, porque quería estar cerca del nuevo colegio de mis hijas.

Ahí empezaron los problemas en serio. Nos empezamos a distanciar. Sentía que ni él ni yo éramos felices. Ya no éramos cariñosos. Peleábamos mucho. Gracias a Dios somos dos personas educadas y por eso no nos tirábamos los platos por la cabeza. Pero creo que estuvimos a punto.

Quizás para darnos una última oportunidad nos fuimos de viaje a Angra, Brasil. Era la primera vez que viajábamos con las niñitas. Me sentí feliz en esos días: éramos esa familia que yo quería. Pero una semana después de regresar del viaje nos separamos. Hubo un episodio que no puedo contar acá, es algo entre él y yo; un episodio muy duro y triste. Él tocó fondo y yo caí con él.

Le dije que se fuera de la casa. Antes lo había echado, pero nunca se iba. Esta vez mandó a buscar las cosas y se fue. Yo necesitaba esa separación y él también la necesitaba. Nunca había sentido un dolor tan grande. Era el año 2004.

"Fui juntando resentimiento, rabia. Y hubo episodios en que tocamos fondo. Peleas hirientes, yo me quería ir de la casa con mis niñitas semana por medio. Me empezaron a dar crisis de pánico, bajé mucho de peso. Me vino una fobia al encierro; un par de veces llegué a embarcar y no fui capaz de subirme al avión".

ESTAR SEPARADOS

Cuando él se fue, yo pensé: "es una realidad, nos separamos". Las niñitas sufrieron mucho. A la mayor la marcó mucho; la chica no piensa hablar del tema nunca. Lo bloqueó y no quiere ir a un sicólogo. Ese año empecé a estudiar Periodismo en horario diurno como todos los cabros chicos.

Pasaron tres años en que pasé por todos los periodos. Primero, pena. Segundo, rabia. Tercero, comprensión. Cuando llegué a esa etapa estaba más relajada y con ganas de escucharlo. Al principio lloraba detrás de las puertas. En esos tres años, Ismael siempre me pidió volver. Iba a la casa a buscar a las niñitas y me decía: "Eres la persona de mi vida. No quiero perder a mi familia y no voy a descansar hasta lograr armarla de nuevo". Durante el periodo de la pena y la rabia no lo escuchaba o lo trataba pésimo. Le decía: "no me hables, ándate". Me daba rabia, además, que la gente me tratara de pobrecita; eso me dolía. Quería demostrar que no soy ninguna pobrecita, que podía sacar mi carrera y hacer mi vida.

Me envalentoné, me sentía autosuficiente. Estaba criando sola, estudiando y manejando un presupuesto mucho más apretado. Fui a un siquiatra, después a otro, pero me duraba poco. No me sentía cómoda porque tenía que recordar cosas que no quería. Ismael fue a terapia también. Él hizo un camino de reestructuración tremendo, de maduración.

En ese tiempo, y resultó muy sano, nunca quise saber de Ismael y le pedía a todo el mundo "si lo ven con alguien no me cuenten". Nunca investigué nada. Él optó por lo mismo. Ninguno de los dos quiso saber lo que hacía el otro.

Fueron años raros. Quise recuperar el tiempo perdido de mi juventud y me junté con gente mucho menor que yo en la universidad. Pero también me enfoqué en estudiar y sacar mi carrera. Y lo logré.

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"En esos tres años pasé por todos los periodos. Primero, pena. Segundo, rabia. Tercero, comprensión. Él iba a la casa a buscar a las niñitas y me decía: 'Eres la persona de mi vida. No quiero perder a mi familia y no voy a descansar hasta lograr armarla de nuevo'.

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RECONQUISTARSE

Me titulé separada. Ese día fue precioso. Mi familia de origen es media fría y no fue nadie. Pero estaba mi ex marido y mis dos hijas. Ismael estaba feliz, les decía a las niñitas: "miren qué chora es la mamá, que estudió, que se sacó la cresta". Después nos fuimos los cuatro a comer. Había que celebrar.

Poco antes de titularme, me dio varicela, tenía la cara como un monstruo, heridas hasta en la lengua y no quería que nadie me viera, no dejaba ni siquiera a las niñitas entrar a mi pieza. Ismael abrió la puerta y entró. Le grité que se fuera, que me dejara sola, pero él no hizo caso y me empezó a cuidar: a dar agua, a ver que me tomara los remedios, me decía que era la mujer más linda del mundo a pesar de estar hecha un bofe. Me relajé, estaba tan agradecida, que no paraba de llorar. Pensaba: "¿por qué si nos quisimos tanto tuvimos que pasar por esto?". Pero no le dije nada. Solo lloraba porque sentía que nunca nadie en el mundo me iba a querer como él. En un momento de esa noche lo miré y sentí que podía juntar las dos cosas: mi familia y las ganas de ser alguien.

Titularme de periodista me hizo sentir más plena. Y ahí empecé a darme cuenta de que yo con él era feliz. Ya no necesitábamos carretear ni estar rodeados de amigos para pasarlo bien. Volví a mirar mi vida pasada con cariño y también a él: ahora lo encontraba más inteligente, responsable y maduro.

Empezamos a salir los cuatro con las niñitas. A veces también salíamos solo los dos: íbamos al cine. A él le empezó a gustar la lectura igual que a mí, pasábamos largos ratos en las librerías o conversando en un café. Proyectándonos.

Pasamos esa Navidad juntos, después de tres años en que la pasamos separados. De verdad no recuerdo si hubo un momento exacto en que decidimos volver. Sí recuerdo con nitidez cuando les contamos a las niñitas: "vamos a vivir todos juntos". La mayor lloraba y la chica se puso feliz como si nunca nada hubiera pasado. Yo tenía un poco de miedo. Porque, de verdad dejé de quererlo en esos tres años. Me desenamoré. Y me volví a enamorar de mi marido cuando lo vi cambiado.

Hicimos algunos acuerdos: el primero fue respetarnos siempre. El segundo, estar más solos, no salir tanto con amigos. Y el tercero, que él me diera mi espacio y me dejara trabajar tranquila y no me pidiera explicaciones, porque quería preguntarme qué había sido de mí durante ese tiempo. Yo me comprometí también a no indagar en qué hizo en esos tres años soltero.

Tuvimos un nuevo hijo: Federico que tiene 20 años de diferencia con Millaray, su hermana mayor y 16, con Isidora. Fue muy esperado. Este 2017 vamos a cumplir 25 años de matrimonio, contando la separación. Nos proyectamos juntos muchos años más, solos a esas alturas, viviendo quizás en algún pueblo del sur de Italia, o tal vez de regreso a Antofagasta. Lo imagino a él sentado en una terraza frente al mar leyendo, con sus piernas largas cruzadas, mientras yo estoy poniendo la mesa, gritándole que me ayude, que estoy atrasada por que nuestros hijos y nietos están por llegar a visitarnos. Es mi sueño.