"Fui bautizada por mi madre como Martha. Nací en el Departamento del Caquetá, del Remolino Alto Porte Orteguaza, corregimiento del Danubio, un lugar que existe solo en pocos mapas de Colombia. Soy de una tierra que amo y adoro, donde la gente se educa a machete y los conductores son más hábiles que Juan Pablo Montoya, pues manejan más de diez horas para encontrar el hospital más cercano.

Cuando tenía ocho años, producto del maltrato y violencia de su pareja, mi madre se fue de casa y, como hermana mayor, asumí la crianza de seis hermanos. La menor tenía nueve meses. Fue mi padrastro, Pinche, quien cambió mi nombre por Yineth. El peso de la responsabilidad era grande y se hacía más difícil por el alcoholismo y drogadicción de Pinche. Lo peor era el maltrato psicológico y la violencia sexual a la que me sometía.

Eran fines de los 90 y sonaba el proceso de paz encabezado por el ex presidente Andrés Pastrana. Con el argumento de verse fuertes en la mesa de negociación con el gobierno, la FARC buscó apoyo en el campesinado. ¿Cómo? Diciéndole que debían aportar a la paz, ya fuera con reses, dinero o, en el caso de las familias pobres, con sus hijos. El aporte de mi familia a la guerrilla fui yo. Tenía doce años.

Éramos un grupo de 43 niños, de entre 12 y 15 años de edad. "Bienvenidos a las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, Ejército del Pueblo, FARC - EP". En ese momento,  comenzó una nueva vida. En la guerrilla debes abandonar tu pasado. Y para ello, cambian tu nombre. En mi caso, quien nos reclutó ordenó que me llamaran Leydi.

Inicialmente estaríamos tres meses mientras las FARC hacían presencia en las mesas de diálogo. Sin embargo, cuando pasaron los noventa días, cuando se suponía que volveríamos a nuestros hogares, cambió la orden y los líderes de la guerrilla informaron que pasaríamos a ser parte de la organización. Sin saber el motivo, un comandante decidió cambiar mi nombre por cuarta vez. Desde entonces sería Yira, en referencia a Yuri, el alias de mi padrastro en sus tiempos de guerrillero.

Me entrenaron en explosivos, fui enfermera y estuve en el área de Inteligencia. Por nuestra corta edad, éramos encargados de transportar droga, armamento y dinero, pues en ningún retén o cárcel nos requisaban. En la guerra, los niños tienen un papel relevante. El rol femenino también fue clave, porque son mujeres quienes lideran los primeros entrenamientos.

Estando en la selva participábamos en concentraciones de nuestro frente cada tres meses. Ahí recibíamos entrenamiento psicológico, físico y militar. Recuerdo que me emplazaban diciendo: "Cuando te violaban a los cuatro años, ¿quién te defendió? ¿Dónde estaba el Estado para protegerte?". El adoctrinamiento era brutal.

Llegué a creer tanto en lo que me enseñaron, que durante muchos años cogí un fusil para luchar por el ideal de equidad que promovía la guerrilla. Eso, hasta que identifiqué incoherencias que me hicieron reflexionar sobre el sentido de lo que hacía. Situaciones cotidianas, como las lentejas que comíamos los guerrilleros rasos cuando el comandante cenaba pescado.

Lo que realmente dolía era un machismo estructural. Y los hombres podían hacer lo que quisieran con casi cualquiera de nosotras. Si un miembro quería acostarse con una guerrillera, solicitaba el permiso del comandante. Si él daba su aprobación, tenías que hacerlo. Lo peor es que en diciembre, cuando nos reuníamos en el último campamento del año, se publicaba un listado de "las más prostitutas". A quien hubiese tenido relaciones sexuales con más guerrilleros, la sometían a un consejo de guerra porque podía ser portadora de una enfermedad de transmisión sexual.

Como Yira, fui experta en inteligencia y bombas. Pero luego de cinco años, ya no quería seguir ahí. Y cuando tuve la oportunidad de escapar, lo hice junto a una compañera. Recuerdo que corrimos tres días y dos noches, aparte del día que demoramos en llegar al terminal de buses en Armenia. Tenía mucho miedo porque me enfrentaría a lo desconocido. En el frente al menos sabes que a mediodía comerás un plato de arroz. Al desertar, estás por tu cuenta. Cuando llegamos al terminal estábamos vestidas de camuflado y cualquiera se daba cuenta que éramos guerrilleras. Ahí, luego de ver por primera vez, a mis 17 años, televisión a color, quise llamar a mi tía. Yo había guardado su número en un papel que atesoraba porque sabía que, si un día dejaba las FARC, ella me ayudaría. Encontramos un teléfono público, pero ninguna sabía cómo funcionaba. De repente, sentí dos palmadas en el hombro. Y vi a un militar, que me preguntó qué hacía ahí, ante lo que le respondí que estaba tratado de llamar por teléfono, pero no sabía cómo. Sacó una moneda y marcó el número anotado en el papel. Estaba fuera de servicio.

El militar nos recomendó  que, por seguridad, saliéramos de la ciudad. Detuvo un taxi, le pidió al conductor que nos llevara a la salida de Neiva, y me entregó un billete 20 mil pesos. Antes de cerrar la puerta del auto, me dijo: "bienvenida a la libertad".

Así comenzó mi proceso de reinserción a través de la Alta Consejería para la Reintegración, actualmente la Agencia Colombiana para la Reintegración (ACR). Y, por quinta vez, cambié mi nombre. Ahora me llamaría Yinán. Ahí me plantearon dos alternativas: 45 años de cárcel o la ruta de la reintegración. Al optar por la segunda, recibí el regalo de una nueva oportunidad de vivir.

Esta nueva oportunidad vino de la mano de un durísimo proceso. Me encontré con una especie de dimensión paralela, en un mundo absolutamente desconocido para mí. Por la ACR, en el marco de la reinserción, nos llevaron durante un par de meses a una granja cerca de Bogotá. Al salir, me entregaron una tarjeta de débito con un millón doscientos mil pesos. Recuerdo haber llegado al centro de la ciudad y sentarme junto a un cajero. Era una mujer que manejaba bombas al dedillo, pero que no sabía ni siquiera retirar mi plata.

Pasé por pésimas épocas, con situación económica muy difíciles. Hasta que un día, con mil quinientos pesos en el bolsillo, y ya habiendo dejado hojas de vida en muchos lugares sin respuesta, me encontré con un letrero en la calle que decía: "En Bar Midas buscamos niñas bien presentadas para trabajar en barra y tanga". Llevaba tres días sin comer. Y decidí aplicar. Cuando llegué al lugar, me presenté como Tania. Pagaban por ponerme trajes y bailar. Nada más. Jamás salí a escena bajo los efectos del alcohol, porque era el trabajo que me permitía subsistir.

En esa época me hice consciente que mi cuerpo tiene marcas imborrables. Los dedos de mis pies, hasta hoy, están dañados por las largas caminatas en la selva y la dureza de las botas. Mis manos, creo, se ven envejecidas por empuñar armas. Aunque muchas mujeres se avergonzarían de un pasado de stripper, cuando me vestía de ángel o vaquera, me transformaba. Si hubo algo que me costó al desertar de la FARC, fue reencontrarme con mi feminidad. Pero siendo Tania me volvía delicada y sexy.

Después de hacer mi ruta de reintegración con la ACR, nuevamente enfrenté el vacío. Y la opción para salir de él fue trabajar en la agencia. Parte de mi trabajo era contar mi experiencia en la guerra. Y recordar de por sí, era traumático. Muchas veces te encuentras en escenarios complicados. Me llamaron monstruo, inadaptada. En una ocasión, un estudiante se levantó y, frente a todo el auditorio, gritó que la solución era "meter a los guerrilleros en una isla para que se terminara el problema". Ese trato es doloroso, sobre todo luego de exponer tu vida e intimidad. Cuando compartes tu vida no todos lo toman de la mejor manera. Una vez, en un foro, un psicólogo decía: "es que tenemos que reintegrarlos". Pero mi pregunta es: ¿Y quién reintegra a la sociedad para que nos acepte?

Sin embargo, hablando y hablando, he sanado. Tanto, que ahora narro partes de mi vida con humor. Se dice que nosotros tenemos que reparar. Pero en mi caso, ¿quién repara a esa niña que fue abusada, que no tuvo la oportunidad de ir al colegio o a la universidad? No se trata de que me den algo porque se me debe. Por la historia de nuestro país, todos somos víctimas y victimarios.

En 2012 conocí a Regis, mi actual pareja. Era la primera vez que un hombre se acercaba y no me causaba repulsión. Él, aparte de ser un triple papacito, es una bella persona. La llegada de nuestra hija le dio un giro a mi vida. Al tocar sus manos, pensé en la ironía de la vida; antes quitaba vidas y ahora la estaba dando. Es así como lo feo ha ido desapareciendo.

Quiero que mis hijas crezcan en libertad. Las quiero ver siempre con una sonrisa en sus rostros y que se conviertan en profesionales, con un techo propio, sin vacíos, sin temores y, sobretodo, con un concepto hermoso de la vida.

Me he reinventado en seis oportunidades como Martha, Alba, Leydi, Yira, Yinán y Yineth. Y sin por ello desconocer el valor de mi historia, cambiaré mi nombre por séptima y última vez, como una manera de cerrar los capítulos anteriores y comenzar de nuevo sin las pesadas cargas que llevo sobre mi espalda. Elegí Yexalen, que en la cultura maya significa estrella.

La reconciliación en Colombia recién comienza. Estamos en una etapa inicial y, claro, falta mucho por hacer. No obstante, gracias al Proceso de Paz es que miles de personas se han reencontrado con sus familias. Viví momentos que indudablemente me marcaron, aunque no por ello me detengo. Soy una persona que la guerrilla reclutó a los doce años, pero que hoy estudia Negocios Internacionales en una universidad, tiene dos hijas, que trabaja en una organización con presencia global y que ha viajado a países que jamás pensó conocer. Soy una mujer a la que le gusta mucho comer helado, aunque engorde; que disfruta al escuchar Los Tigres del Norte. Una mujer que tiene sueños, que da pelea,  que cuida su pelo. Y, sobre todo, la que cree que la paz no es de Álvaro Uribe, de Andrés Pastrana, de Juan Manuel Santos, ni de Manuel Tirofijo Marulanda, sino que la paz es y la hacemos todos".