Bali, perros salvajes y dos tiendas distintivas de Providencia

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FOTOS: SERGIO LÓPEZ

La dueña de Santai Bazar (con locales en Manuel Montt y en el Drugstore) y de la Cordonería Montt, Natalia Moya, tiene una historia de vida que explica sus particulares estampados, la razón de producir piezas a medida, y porqué sus clientas visitan habitualmente sus tiendas, aunque a veces no compren un alfiler.


A los 30 años, Natalia Moya tenía una vida resuelta. Un título de psicóloga y una consulta instalada, donde recibía pacientes que le permitían mantenerse económicamente. Pero un día, desde esa misma oficina, miró hacia afuera y las cosas cambiaron radicalmente. “Era primavera, cielo azul, los ciruelos en flor. Era ridículamente bucólico. Y me digo: Estoy encerrada acá todo el día, habiendo tanto por conocer’. Queriendo muchísimo mi profesión, me entró un hambre de ver el mundo e hice muchos cambios en mi vida”, cuenta.

Una década después, Natalia Moya ha vuelto a ejercer como psicóloga. Aunque ahora es solamente una de sus ocupaciones, junto a las dos tiendas Santai Bazar, ubicadas en calle Manuel Montt 047 y en el Drugstore (local 68), y de la Cordonería Montt, instalada en la misma avenida de Providencia (Manuel Montt 085).

Aprender

En estos diez años, Natalia Moya ganó una cantidad incalculable de millas en cuatro continentes. Luego de cerrar su consulta y de viajes por Chile, Bolivia y Perú, conoció a un australiano con el que decidieron instalarse en ese país e Indonesia. “La relación duró un año, pero estando en Bali me dije: ‘¿Qué tiene este archipiélago en particular que no puedo aprender en otro lugar?’. Y me enfoqué en los textiles”.

De pueblo en pueblo, con portazos y experiencias, estudió ancestrales técnicas de telares y convivió con comunidades y sus costumbres. “Tuve experiencias hermosas y otras terribles”, explica. Y detalla una de las veces en que estuvo a punto de dejar todo. “Estaba en Sumbawa (isla de Indonesia). La idiosincrasia en el pueblo era muy distinta, con decir que yo era la segunda extranjera que se quedaba en ese pueblo. Tenían una mentalidad muy concreta, no tenían conceptos de límites. La gente se metía a mi maleta a mirar mis cosas, la niña de la casa usaba mi iPod, me seguían hasta para ir al baño. Tuve que sobreponerme a esos choques culturales, flexibilizarme, y por otra parte identificar mis temas intransables y defenderlos”, relata. Para lograr su meta y confeccionar una pieza en un telar con hilo de oro, tuvo que convivir con los comentarios de 20 personas que se sentaban a mirarla y corregir.

Quienes han visitado alguna de las tiendas de Santai Bazar saben de la importancia del batik en la propuesta de Natalia Moya. Esta técnica de teñido vegetal, que fue declarada Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad por la Unesco en 2009, la aprendió en Java: “En ese proceso de ir de pueblo en pueblo recorriendo, terminé en Java, donde se especializan en batik. Me obsesioné con los teñidos y tenía la idea fija de hacerlos para sábanas infantiles” cuenta y remata: “Era una tontera, porque un poco de vómito y de pichí y los colores vegetales se van al carajo”.

En ese tiempo comenzó su aprendizaje de costura con la maestra local Ibu Ita. Los acercamientos de Moya a la venta de ropa venían desde los años de juego: a los 8 años con su hermana mayor, Gloria (hoy socia en Cordonería Montt), comenzaron una marca para Barbies y Jesmarinas que llamaron OK. “Encontrábamos que era la mejor idea del mundo tener ese nombre, e incluso estuvimos organizando un desfile”. A los 20 se hacía sus propias prendas, pero nada la había preparado para el rigor de su profesora de Indonesia. “Ella es muy reconocida allá. Llegué con la idea de hacer sábanas, pero en realidad empezamos a aprender a confeccionar blusas, faldas, vestidos. Hice todo el recorrido, aprendí patrones y me enamoré de eso, porque tiene una parte creativa y otra que es pura geometría”.

Emprender

Terminado ese aprendizaje, Natalia Moya volvió a Chile con su “matute”: prendas y artesanías compradas en sus viajes y el producto estrella, los vestidos que había hecho con sus diseños y teñidos en Bali. Lo vendió todo y se abrió el apetito. “Me fui a Turquía, India, Nepal y Bali con la idea de recorrer, comprar y hacer ropa. Al volver, me puse con stand en ferias y encontramos una tiendita pequeña en la galería de Manuel Montt. Toda esa primera producción se vendió muy rápido y pensé que era todo fácil: yo me iría a recorrer y producir y mi hermana Javiera se quedaba a cargo de la tienda”.

Pero pasaron los meses y la tienda de la galería Manuel Montt no rendía: “No era lo que había visto en los primeros meses. Llegaba el invierno y realmente no entraba nadie”. Además, con toda confianza, ya había encargado a sus amigas costureras de Bali una producción de telas, pero se dio cuenta que no tenía cómo pagarla. “A todos los que piensen que es fácil emprender les pongo esa situación: tenía una tienda a miles de kilómetros que no vendía, una producción en curso que no tenía cómo pagar, y 37 dólares en el bolsillo, con lo que me compré un pasaje a Darwin, en Australia. Era para el lugar que me alcanzaba”, relata.

Ya en Australia, viajó a dedo para llegar a zonas con producción agrícola, donde trabajar como temporera. “Dormí a la orilla de la carretera, era un punto en la total incertidumbre, en medio del desierto de Australia. Hubo una noche en que me pude haber muerto de hipotermia… hice cosas irresponsables en medio de la pronoia en la que vivo, esta idea de que todo se va a componer a mi favor. La vida me dijo que hay un límite y lo aprendí esa noche”, dice como preámbulo de un relato que parece sacado de esos desafíos de redes sociales que animan a contar experiencias reales que parecen ficción.

“Era tal el cansancio que, tirada a la orilla de la carretera y con varios grados bajo cero, logré dormir un poco. En ese estado, sueño que hay unos perros feísimos que se me acercan, mientras uno me olfatea y se va”, prosigue en su relato. Luego añade: “Al primer rayo de luz, me levanto y comienzo a pedir que me lleven. Cuando me recogen, avanzamos 500 metros y veo un grupo de perros sentados a la orilla del camino. Con temor le pregunto al conductor por ellos y me dicen que son perros ferales, perros salvajes, que pueden comer guaguas, robar crías, muy peligrosos. Ahí me di cuenta de que no había soñado. Empecé a tiritar y pensé ‘nunca más, me estoy exponiendo demasiado’”.

La expresión de Natalia Moya, en este punto, es de temor y el relato, entrecortado. Cuando reunió el dinero necesario, trabajando como temporera en Brisbane, volvió a Chile con su producción pagada, “y con la idea de quedarme más acá. No es todo jauja: si abres una tienda, la atiendes”.

Atender

“Santai” significa “relajo y calma”. Es una palabra que Natalia Moya aprendió en Indonesia y que surgió inmediatamente a la hora de nombrar la tienda donde recogería el aprendizaje que tuvo en esa zona del planeta.

De 2015 a la fecha, Santai Bazar dejó la tienda entre los pasillos de la galería Manuel Montt y salió directamente a la calle con un local, al que se sumó el del Drugstore y, en 2017, la Cordonería Montt. “En esta cuadra (de Manuel Montt entre Pérez Valenzuela y Providencia) hay librería, peluquerías, lavandería, tostaduría, almacenes, cafeterías, un teatro. Es una diversidad que pocas veces se ve, y que nos enriquece como barrio. Siempre entraban y nos preguntaban dónde encontrar hilos, agujas, cierres y ese tipo de cosas y ahí decidimos con mis hermanas abrir la cordonería”.

El primer año fue a pérdida, pero ya desde el segundo comenzó a fluir la relación con la clientela. También contribuyeron una serie de talleres que se dictan semanalmente, de tejidos y bordado, con distintas técnicas como “la aguja mágica” y el bordado mexicano Tenango, entre otras. “Todo ha sido orgánico, la manera en que hemos crecido es el nivel que nosotras podemos abarcar, dentro de nuestra lógica y nuestra ética” dice Moya.

Las vendedoras que ha sumado a las tiendas tienen como instrucción, aunque suene paradójico, no centrarse en la venta: “Si lo hacen se pierde todo el foco del trabajo que hacemos. Entendemos que como tienda hacemos un servicio para la comunidad, no es solo establecer una relación de venta. Hay muchas clientas que vienen a comprar y otras que vienen a saludar, a conversar. Nosotras no solo vendemos productos, somos un espacio para compartir y conversar y, en ese contexto, ocurren las ventas”.En esa lógica, en sus tiendas tampoco hay liquidaciones ni ropa por temporadas: “La gente ha ido entendiendo que funcionamos con una lógica distinta al retail. No liquidamos, porque hacemos ropa todos los días y es moda atemporal. Actualmente gran parte lo producimos en Chile, aunque sigo yendo a Bali una vez al año y encargando piezas a una costurera de allá”.

Uno de los servicios que ha sumado a partir de la relación con la clientela es la ropa a medida: “En las mujeres chilenas, y del mundo, es impresionante la culpabilización respecto del cuerpo. Les puedo pasar un vestido y si nos les queda me dicen ‘es que soy deforme’ y les respondo ‘a lo mejor yo me equivoqué’. La tendencia es a autojuzgarse duramente, ellas y sus cuerpos. Por eso, el hecho de que hagamos ropa a medida es súper aliviador, porque no tienen que venir a calzar en el molde de nadie”.

El precio promedio de un vestido en Santai Bazar es de $60.000. Natalia Moya se plantea una tarea ahí: “Me gustaría estudiar y trabajar líneas de vestidos más simples. Nuestras piezas tienen mucha costura, mucho calce y yo quisiera optimizar el diseño, haciéndolo más sencillo y que se pueda bajar el costo para que los diseños sean más accesibles”, remata.

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