La historia de los vinos atacameños que se producen en condiciones extremas

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Los frutos cosechados por los socios llegan a las bodegas de la cooperativa, donde los especialistas separan los ejemplares y ven para cuál de todas sus variedades sirve. En la imagen, una selección de moscatel de Alejandría. Crédito: Reuters.

La Cooperativa Lickanantay, bajo su marca Ayllu, ha recibido medallas por sus distintos productos y, agrupados como descendientes de pueblos originarios, buscan mantener su vínculo con la tierra y consolidarse internacionalmente como una de las principales marcas de vinos extremos, apoyados por la tecnologización de los procesos.


Es como cuidar a un niño. Hay que protegerlos, alimentarlos y estar atento a sus necesidades. Incluso hablarles. Cecilia Cruz, dueña del viñedo Caracoles, el más alto del país -ubicado a unos 3.600 metros por sobre el nivel del mar-, tiene el mismo procedimiento con sus plantaciones. La emprendedora de Socaire, en la región de Antofagasta, comenzó con sus viñedos hacia el 2014, pero fue una apuesta que recién comienza a dar frutos por estos años.

Aún el camino es largo, pero confiesa que no ha sido fácil, considerando que para ella, junto a otros pobladores del sector, las condiciones climáticas no los han acompañado siempre. Ella, en asociación con otros 37 descendientes de pueblos originarios de Toconao, Socaire, Celestre y San Pedro de Atacama, componen la Cooperativa de Agricultores Lickanantay, y que los tiene como los únicos productores en el mundo que contribuyen para colaborar vino en esas condiciones bajo la marca de Ayllu.

“Me está recién resultando, porque son plantas nuevas y no produzco solo uva”, dice la mujer, nacida y criada en la zona. En su terreno, además de uva, trabaja también ganadería, el cultivo de papas, habas y choclos, y reconoce que dar el salto hacia el mundo de los viñedos fue un riesgo: tuvo que dedicar parte de sus tierras a esas plantaciones y sacrificar parte de sus otros cultivos.

Sus antepasados no trabajaban con la uva y, de hecho, ella es la primera en su familia en hacerlo. “Mi padre y abuelo podían tener plantaciones, pero no se daban las cosas como sí lo hacen ahora, no maduraban, y ahora uno se pregunta que por qué a esta altura se da la uva, considerando que antes eso no sucedía”, comenta Cecilia Cruz.

vino Ayllu
El viñedo Caracoles, de Cecilia Cruz, está ubicado en Socaire, en Antofagasta, y es el más alto en el país. Crédito: Imagen de Chile.

La apuesta, más allá de tan solo poner mil quinientas plantas de uva en sus tierras, significó una espera incierta, en que no se sabía si funcionaría o no. “Tuve que esperar tres años, porque esto es como un niño, hay que hablarle, esperar a que crezca y madure, y recién al cuarto año recién pude empezar a producir unas cuarenta botellas”, añade la emprendedora, quien hace todo sola, y sus mayores necesidades van de la mano de la fertilización y la escasez de abono.

“En un mes más empiezo con la poda, y falta el abono, que es tan necesario para cuando está en afloración, para que así crezcan las uvas, y de ahí me dicen ‘traiga la uva y nosotros lo producimos’”, dice Cecilia Cruz, que plantea que aunque produzca uvas suficientes para contribuir a la elaboración de vino Syrah y Pinot Noir, no genera tantas ganancias como para comprar el abono necesario. “De aquí a unos ocho años más podría tirar para arriba”, propone.

Cooperación es la clave

Wilfredo Cruz es originario de Antofagasta. Nacido y criado en la zona, partió a los 17 años a estudiar y se formó como vitivinicultor, especializado en enología. La Cooperativa de agricultores Lickanantay comenzó como una idea hace unos 12 años, y recién se formalizó hace unos cinco, y que dio fruto. Para 2018, asumió como el primer Gerente General. La motivación, dice el experto, comenzó cuando se iniciaron ciertas estrategias con políticas de responsabilidad social empresarial por parte de las mineras que estaban al los alrededores de la explotación en el salar de Atacama.

Entre esas firmas estaba SQM, con un proyecto de desarrollo productivo en el que empezaron a participar diferentes personas de las comunidades, y en conjunto se fueron reconociendo cuáles eran los productos identitarios que podían tener. “En este caso de Toconao, fue un gran productor de frutas en su tiempo, y ahora tenía una insípida vitivinicultura, pero fue ahí que se pudieron potenciar junto a diferentes profesionales y asesores para motivar a las personas”, afirma Wilfredo Cruz.

Así, con unas 50 personas, comenzaron a cultivar y a hacer un uso eficiente de su recurso hídrico a través del riego por goteo, y se fue cambiando el paradigma de la viticultura. “Pasaron algunos años y las primeras producciones dieron un gran stock de botellas, y la única forma de que entendieron que todos suman, es que puedan unirse en una cooperativa que, si bien no es un modelo nuevo, es poco conocido”, dice Cruz.

El modelo cooperativo, explica, tiene otra forma de funcionar, distinta a la tradicional. En su estatuto está estipulado que cada socio debe entregar por lo menos el 80% de su producción de uva para así poder sostener económicamente a la cooperativa. Y cada uno de los miembros que tiene un viñedo, o que en los próximos tres años pueda dar frutos, cosecha su uva y la entrega.

A mediados del 15 de enero comienzan a llegar las primeras uvas blancas a su bodega -de tonalidad clara-, en donde tienen sus instalaciones y todo adecuado gracias a proyectos de apalancamiento y aportes privados. Esa bodega puede acumular hasta 35 mil litros, y ahí los socios entregan sus frutos cosechados manualmente, y muy temprano por la mañana el equipo enológico comienza el proceso de calidad para clasificarlas y se le paga a los suscritos por su producto. “Este es el primer negocio que hace el socio y hasta ahí llega, y entonces el equipo de bodega determina qué vino es mejor para esa uva, y como trabajamos más de trece variedades, es un proceso que es largo”, asegura.

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Pero la motivación de producir vino en sus condiciones es también una apuesta. Mucho más considerando que, de acuerdo a la distancia que mantienen con las principales ciudades, todo puede terminar siendo más caro. “Nuestros puntos de cosecha nacen desde la experiencia, pero después nos dimos cuenta que podíamos cosechar en mejores condiciones, pero que nos hacía falta tecnología, así que comenzamos a buscar soluciones para la conservación durante la fermentación de la uva”, explica el experto. Las condiciones de la zona hacen que la piel de la fruta sea más gruesa, pero también que tenga mayores concentraciones fenólicas, “y que sirven para tener una mayor paleta de sabores”.

Como al temperatura es una pieza clave, se invirtió “una cantidad importante” en las instalaciones, con una central de frío, un intercambiador de calor para mantener a los vinos durante su fermentación. Y todo lo demás ha sido a prueba y error, desde las podas en el campo, en las que asesoran a los socios, viendo cuándo ralear y cuántos racimos dejar, entre otras cosas. Además, en su bodega introdujeron recientemente la implementación de contenedores de cerámica y terracota. “Y probamos con barricas, pero descubrimos que en el mes podíamos perder cuatro o cinco litros por cada una, porque es tan poca la humedad relativa, que es imposible mantenerlas húmedas y el vino comienza a salirse desde adentro”, dice Wilfredo Cruz.

En estos años, notaron también cómo las diferencias en el agua pueden incidir en su producción. Las aguas duras, como las de la zona, no son tan eficientes como las filtradas y que deben de utilizar en sus bodegas. “Nos hemos dado cuenta también de las pieles que tienen las uvas blancas, como las moscatel y que son las más antiguas, nos ayudan a dar el vino naranjo y que es algo muy particular, y por supuesto este es un aprendizaje constante, porque ¿nadie hace vitivinicultura en el desierto en todo el planeta”, afirma.

Monitoreo remoto

Pero la tecnología se ha instalado en otros lugares además de las bodegas. Debido a las condiciones de la zona, y de cuán diferente puede ser el terruño de cada miembro de la cooperativa, han dado unos pasos más allá. Han implementado centrales de telemetría en algunos “viñedos modelo” o de mayor superficie, en donde pueden monitorear los riegos, temperatura de las hojas, por ejemplo. “Pueden haber cincuenta o cien metros y el suelo puede cambiar, como también su topografía, y todo eso es variable de acuerdo al lugar”, asegura Wilfredo Cruz. Tensiómetros, imágenes aéreas con drones, y quieren seguir aplicando, para poder incluso mejorar así su productividad. “Es la única forma de poder cumplir con los kilos y metas que pretendemos como cooperativa”, plantea.

En 2018, cuando asumió el liderazgo del proyecto, la cooperativa producía ocho mil kilos y fracción. Y hoy están en las 20 toneladas. Y la idea es escalar y seguir produciendo. La idea es alcanzar el 2026 con unas 42 toneladas de uvas, y que será algo que los transforme en una bodega “muy boutique”, porque su producción aún será muy reducida. “En ese momento la cooperativa, a través de los excedentes que se produzcan, podrá entregar a cada socio -que hoy día promedian los 65 años-. darles tres sueldos mínimos mensuales y que es nuestra gran meta”, dice Wilfredo Cruz.

A desert winery thrives in Chile's Atacama
Cada socio de la Cooperativa debe entregar al menos el 80% de su producción para así realizar alguno de los productos de sus distintas líneas de vino. Crédito: Reuters.

En la hoja de ruta que plasmaron en 2020, incluyeron planes de sustentabilidad económica y la venta de vino, sumado a estrategias de enoturismo. Además, pretender tener una nueva bodega, que reemplazaría a la actual hacia 2024. “Chile es el cuarto exportador de vino en el mundo, y en Antofagasta hacemos menos del 1% del total, así que estamos en conversaciones con auspiciadores que crean poder unirse a esta cruzada de hacer vino en las alturas, que es algo único a nivel nacional”, asegura.

Como la Cooperativa está compuesta solo por descendientes de pueblos originarios, el valor agregado no está condicionado solo por la zona, dice Cruz. “Es por ellos que se llama ‘Ayllú', que en nuestra lengua madre, el ckunza, significa ‘comunidad’ o ‘grupo de personas’, y nuestro vino ‘Haalar’, que lanzamos el año pasado, significa ‘estrella’, porque estamos en lo alto y más cercano al sol, y los Lickanantay -los atacameños-, son quienes desafiaron al desierto haciendo esta agricultura que denominamos ‘heroica’, pero también ‘mística’”, dice el gerente.

El año pasado comenzaron “un plan bien agresivo” para posicionarse como una marca de vinos hechos en zonas extremas. Fueron a Italia y los premiaron con dos medallas de oro en el Mundial de Vinos Extremos. “Hacemos 12 mil botellas de vino al año, y eso nos llena de orgullo, porque cuando compran un producto nuestro, ayudan a un pueblo originario y a una cooperativa indígena”, cierra Cruz, sobre su producción 2021 y que para el presente podría escalar sobre las 15 mil botellas.

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