Era su momento de gloria, su lugar en la historia, y lo sabía en tiempo real. Lo que estaba iniciando esa semana tendría una importancia planetaria. O eso esperaba. Era febrero de 1972 y el presidente Richard Nixon se tenía tanta fe antes de partir a China que convocó a una pequeña multitud de invitados a aplaudirlo en el jardín de la Casa Blanca antes de abordar el helicóptero que lo llevaría a la base aérea.

Para su pesar, la historia le tendría reservado un lugar más amargo a Nixon, que en 1974 se convertiría en el primer presidente estadounidense en renunciar.

Pero eso fue después. Este Nixon, el de febrero de 1972, era una estrella, un estadista mundial que iba a cruzar el mundo para iniciar una visita histórica a un país aislado de Occidente desde que en 1949 la revolución comunista había triunfado: La República Popular China. Unos meses antes, en julio de 1971, había anunciado al país que había aceptado una invitación a visitar China. “Este será un viaje de paz, no sólo para esta generación, sino para las futuras generaciones de este planeta Tierra que compartimos”, dijo entonces

En los subtítulos del discurso de paz podía claramente distinguirse el discurso de balance de poder. Extenuada por una guerra de Vietnam que se extendía, EE.UU. necesitaba forzar a la Unión Soviética a firmar un tratado que limitara el arsenal de ambas potencias. La amistad con China de Mao, rival de los soviéticos en la hegemonía ideológica del comunismo, podía ser el elemento clave. “Paz mundial” en esos años, significaba simplemente que nadie apretara el botón equivocado.

Para China, desde luego, la normalización de las relaciones con occidente sería el inicio de una vuelta triunfal de la que en pocas décadas se transformaría en una potencia que hoy rivaliza con Estados Unidos.

Hoy, a 50 años del aterrizaje de Nixon en China, conversamos sobre la historia y la trascendencia de este capítulo fundamental en la Guerra Fría y en gran medida en el mundo que habitamos hoy con Juan Paulo Iglesias, editor de La Tercera.