Desde hace dos semanas, El Salvador, en Centroamérica, vive otra vez una escalada de muertes. Hasta entonces, el gobierno del popular Nayib Bukele, el presidente, vivía una especie de luna de miel con los 70 mil pandilleros –las maras– que habitan las poblaciones de miseria del país más pequeño del continente. El mandatario atribuía la pacificación a su plan de seguridad que llevó a los homicidios a tasas mínimas de tres muertes diarias, todo un récord para el país que siempre ha estado a la punta de la violencia en Latinoamérica. Pero investigaciones periodísticas locales mostraron que Bukele negoció con las pandillas y, a juzgar por lo que ocurre desde comienzos de mes, algo falló.
Las maras comenzaron a matar como nunca antes. Hace dos semanas, se pasó a 30 muertos diarios. Y en respuesta, Bukele arrancó con una cruzada contra las pandillas, con la detención masiva de presuntos miembros de estos grupos armados. Las cárceles están desbordadas y el controvertido presidente incluso amenaza a los medios de comunicación con 15 años de prisión si se reproducen mensajes de los pandilleros.
Pero ¿cómo se formó esta cultura de la violencia? ¿Cómo opera la fuerza que empuja cada año a cientos de niños en todo el país a ser parte de ese conflicto? Invitado por una organización no gubernamental, el periodista Nicolás Alonso viajó hace más de dos años, antes de la pandemia, para conocer del esfuerzo de un grupo de voluntarios por rehabilitar a jóvenes y adolescentes pertenecientes a estas maras, recluidos en centros penitenciarios segregados. Ahí, conversó con decenas de pandilleros sobre sus inicios en la cultura de la violencia y también sobre sus sueños de romper con ella. Su trabajo será publicado en La Tercera punto com.