El rol clave de Sergio Onofre Jarpa en la transición, según Ascanio Cavallo

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PATRICIO AYLWIN AZOCAR PRESIDENTE DE CHILE SALUDANDO AL SENADOR SERGIO ONOFRE JARPA. GENTILEZA PRESIDENCIA DE LA REPUBLICA / FONDO HISTORICO - CDI COPESA

Hace casi 28 años, en julio de 1992, el periodista –y actual columnista de La Tercera- publicó el libro “Los hombres de la transición”, donde relata el rol de 16 personajes que jugaron un rol clave en la recuperación y transición a la democracia. Uno de ellos es Sergio Onofre Jarpa, quien falleció ayer a los 99 años. Este el relato –resumido- del actuar del ex ministro de Pinochet y uno de los políticos de derecha que reconoció el triunfo del No la noche del 5 de octubre de 1988.


En la tradición agraria de donde viene, Jarpa ha sobreaprendido el valor del coraje. Una vez que Büchi renuncia a su candidatura, sabe que tendrá que sacar la cara por la derecha. Que, como dice Allamand, tendrá que ser el candidato. Nunca le gustó este asunto de Büchi; no le gustaron sus vacilaciones, sus líos; pero sobre todo no le gustó su origen, ese grupo tecnocrático que no quiso entender que no se puede gobernar de espaldas a las fuerzas del trabajo, a la industria y la agricultura, los viejos motores de todo el progreso.

Sabe que esta es desde ya una elección perdida. Quien sea el candidato, irá al sacrificio. Está dispuesto, porque presume que de otro modo se ejecutaría un suicidio colectivo. Pero, a sus 68 años, no se ve en el fastidioso ritmo de una campaña.

Está convencido de que la derecha económica, a la que tanto ha fustigado a lo largo de su carrera, no lo apoyará nunca (…). El día en que dos poderosos empresarios lo llaman para ofrecerle su respaldo, el orgullo vence al cálculo, y les dice que no, que no estará disponible.

Tampoco lo aceptará una buena parte del gobierno, que ahora abunda en adversarios suyos. El ministro Carlos Cáceres lo ha sido, pertinazmente, desde los tiempos en que compartieron cargos en el gabinete y Cáceres se negó a seguir las directivas económicas que él necesitaba para hacer viable su plan político. Durante años ni siquiera se han dirigido la palabra.

Las torvas imputaciones lanzadas en su contra después del plebiscito, por haber anticipado en la TV el triunfo del No, le duelen como feroces estocadas en el tórax. Carece de remordimientos frente a ese acto -lo volvería a repetir un millar de veces-, pero considera inconcebible que se lo enristren a él, que calló tantas veces para defender a este régimen (…). Cuando Allamand y los suyos le hablan por primera vez de las reformas constitucionales, el instinto herido despierta de nuevo. No, otra vez lo van a acusar de renegado; otra vez dirán que traiciona al gobierno.

No participa en la discusión de los especialistas, pero está enterado de todo y se reúne casi a diario con Carlos Reymond, el principal negociador de su partido. Cuando el proceso se estanca, tras la ruptura del diálogo entre el gobierno y la Concertación, juntos anuncian su propuesta para terminar el impasse: consiste en aumentar a 40 los senadores elegidos y mantener solo por cuatro años a los designados, y dar un quórum general de 3/5 a las reformas, con excepciones para tres capítulos. A través de esa fórmula, piensa, se desdramatizará la presión opositora en torno al Congreso, porque sus posibilidades de ganar la mayoría crecerán: a la vez, el gobierno podrá proteger con un quórum alto los aspectos que más le interesan.

El lunes 15 de mayo de 1989, mientras Büchi anuncia públicamente su renuncia a la candidatura presidencial, la comisión técnica de RN y la Concertación trabaja todo el día para redactar un informe sobre las propuestas de Cáceres, que será entregado a Aylwin y Jarpa. Es la perfecta aplicación del acuerdo con los jefes democratacristianos en la casa de Allamand. Lo que diga esta vez esa comisión será definitivo; el paquete anterior, que tanto molesta al ministro del Interior, pasará al olvido.

El resultado es aún mejor de lo esperado. La comisión recomienda aceptar casi todo lo que dice Cáceres, más lo que ha propuesto Jarpa. Entonces comienza el período de afinamiento de la redacción. Un solo punto nuevo se suma a los debates: la incorporación de los tratados internacionales como leyes superiores del país, que la Constitución reconocerá expresamente. Los negociadores del gobierno notan que el profesor Cumplido ejerce una especial insistencia en esto; no tardan en percibir que está buscando un camino para abrir el tema de las violaciones a los derechos humanos. Si la Constitución reconoce prioridad a la Convención de Ginebra, al Pacto de Derechos Civiles u otros documentos internacionales, algunos juicios bloqueados por la ley de amnistía de 1978 –que cancela todos los procesos del peor período del régimen militar- podrán ser reiniciados. Los juristas del gobierno recomiendan aceptar: tal doctrina, dicen, será a la larga inaplicable. Para eso está la Corte Suprema.

Durante diez días se pasa lista a todos los puntos de la reforma. Al concluir ese plazo, solo hay desacuerdo en dos: el gobierno insiste en mantener a los senadores designados, contra las continuas negativas de la Concertación y RN; y también se niega a modificar la integración del Tribunal Constitucional, pese a que los partidos estiman que ella no es justa ni representativa.

En la mañana del 24 de mayo, los negociadores de RN llegan a la sede de Antonio Varas e informan que hay acuerdo en todo, menos en esos dos puntos. Pero, agregan, también están resueltos: en conjunto con Boeninger, han preparado un protocolo reservado, que firmarán el partido y la Concertación, para introducir esas dos reformas más tarde.

Jarpa y Allamand se alarman. Por ningún motivo, dice Jarpa. ¿Un documento reservado, un pacto secreto? No: aquí no se firma nada que quede debajo de la mesa. Tarde o temprano el protocolo se conocerá y el partido será acusado de una nueva traición.

Esa misma mañana, Ricardo Rivadeneira se comunica con el ministro Cáceres y le explica la situación. El ministro le dice que el protocolo privado es inaceptable para el gobierno; no ha estado negociando para que luego sus interlocutores se pongan de acuerdo a sus espaldas. Él no puede impedir que RN exprese su punto de vista y aun sus intenciones, pero un documento sería otra cosa: sería una declaración de ruptura.

Al día siguiente, el 25, Allamand lleva esos planteamientos hasta Boeninger y Viera-Gallo. Hay que olvidar el protocolo: nunca ha sido redactado, nunca nadie lo ha visto. Sobre los senadores designados y el Tribunal Constitucional, pueden contar con la palabra de RN. Y si quieren, con un gesto simbólico de gran calibre: una fiesta, una cena, donde todos se junten y celebren el consenso. Será una señal de entendimientos más profundos. Boeninger consulta con Aylwin, y acepta.

Esa tarde, Cáceres invita a Aylwin y Jarpa a una reunión en las misteriosas oficinas de Bandera 52. Los tres confrontan las últimas dudas.

Repasan pacientemente cada uno de los acuerdos sobre las reformas. Aylwin se preocupa de dejar constancia de que la Concertación buscará los caminos para reformar el Tribunal Constitucional lo antes posible; Jarpa no hace ningún comentario.

Cuando llegan a los senadores designados, Aylwin recuerda que RN ha propuesto que duren sólo cuatro años; lo cual quiere decir, agrega, que no se reemplazan. Cáceres asiente. Jarpa también.

La inadvertida ambigüedad de la situación toma la forma de un acuerdo. En verdad, RN ha propuesto que no se reemplacen después de los cuatro años. Pero por alguna extraña razón -¿la ansiedad por las reformas?- a contar de entonces se acepta que no se reemplazan tampoco si por cualquier motivo dejan sus cargos antes.

Las últimas deliberaciones tienen lugar entre el 29 y 30 de mayo; dos documentos registran los sutiles matices introducidos en esas horas. Por Jarpa negocian Reymond y Miguel Luis Amunátegui; Aylwin delega en Cumplido y José Antonio Viera-Gallo; y Cáceres envía a Arturo Marín y a Hermógenes Pérez de Arce.

El último día de mayo el general Pinochet se presenta en televisión y anuncia el consenso sobre un paquete de reformas a la Carta Fundamental que incluirá el cambio del Artículo 8, el aumento a 38 de los senadores elegidos, la elevación a ley orgánica de las normas sobre Fuerzas Armadas, el aumento general del quórum para nuevas reformas a 3/5, la supresión de la exigencia de dos Congresos con los mismos efectos, el aumento a ocho integrantes del CSN y la nueva definición de sus facultades, y la reducción del próximo periodo presidencial a cuatro años.

Esa noche Jarpa siente que por fin ha triunfado. No él -es de los que no usan la primera persona más que en plural-, sino las razones por las cuales luchó tantos años.

En 1983, cuando las protestas estallaron inopinadamente en las principales ciudades del país, Jarpa estimó que la situación amenazaba por primera vez seriamente la estabilidad del régimen militar. Muchos factores concurrían en su diagnóstico, pero dos le parecían ser los centrales: una política económica que había privilegiado la especulación financiera, abandonando las fuerzas productivas, y un sistema político estancado, que no dejaba espacio a los sectores democráticos y que terminaría por entregar el prestigio de una salida a los extremistas de todos los signos.

Un ex ministro de Frei, que se había convertido en amigo personal del general Pinochet, William Thayer, se ofreció de nexo para transmitir en Santiago las ideas de Jarpa, entonces embajador en Buenos Aires. Él transportó un memorando transportado por el severo líder derechista al ministro secretario general de la Presidencia, el general Santiago Sinclair.

Las conversaciones de Jarpa con el general Pinochet fueron prolongadas y difíciles. El político estaba convencido de que había que adelantar la vigencia de ciertas instituciones -partidos políticos y Congreso-, para dar una válvula de escape a las presiones que se expresaban por toda la sociedad. Pero el general, que pensaba menos en el futuro de la derecha que en el de su propio régimen, opinaba que las protestas eran obra de la subversión, mucho más que del descontento; por algo, decía, se han tornado tan violentas. Si se abrían las puertas a los políticos, apoyados por los adversarios internacionales, los peligros de desestabilización serían mucho mayores.

Jarpa sabía que, aunque las continuas referencias a los políticos tradicionales pudieran también alcanzarlo, tenía autoridad moral para insistir. En los años de Salvador Allende, mientras fue presidente del Partido Nacional, había encabezado en las calles y en las erizadas tribunas del Parlamento la oposición al socialismo. Su figura maciza, enérgica, dura, había llegado a convertirse en un mito demonizado de la izquierda. Cuando se produjo el golpe de Estado, su adhesión inmediata originó el gesto más intempestivo de los primeros tiempos: la disolución voluntaria del PN, señal de desprendimiento de sus dirigentes ante el gobierno “de salvación”.

Así que, en 1983, Jarpa gastó sus mejores argumentos en la persuasión del general. En el intertanto, se preocupó de retomar los contactos con los dirigentes partidarios a los que había...”

Conocido durante la lucha contra Allende, y que ahora estaban en la oposición. Los primeros fueron los socialdemócratas, encabezados por Luis Bossay (que moriría pocos años más tarde) y los democratacristianos del sector de los “guatones”, donde destacaba patricio Aylwin, a la sazón vicepresidente del PDC en la mesa que comandaba Gabriel Valdés.

Jarpa asumió el ministerio del interior el 10 de agosto de 1983, justo antes de que la cuarta protesta nacional fuese enfrentada en las calles por un dispositivo del Ejército de 18 mil hombres armados. A los tres días visitó el recién asumido arzobispo de Santiago, Juan Francisco Fresno, para exponerle sus planes. El arzobispo le propuso conversar con la oposición, y Jarpa aceptó. Consiguió para ese proceso la ayuda de Francisco Bulnes y Carlos Reymond; pero no pudo lograr que su interlocutor principal fuese Aylwin, y no Valdés, de quien conocía poco más que la negra opinión que acerca de él circulaba en el gobierno.

El primer diálogo político del régimen militar duró poco más de un mes y medio y no tuvo más resultados que la legitimación de la Alianza Democrática como principal conglomerado de oposición y el debilitamiento de las tesis de Jarpa sobre la apertura. Años después los propios líderes opositores terminarían por reconocer que las exigencias de ese momento-entre las cuales fulguraba la renuncia del Presidente- sobreestimaban la fuerza de la oposición y malentendían la posición de Jarpa.

Pinochet no se cuidó de disimilar sus ácidos reproches hacia la gestión de su ministro del Interior. Los hechos habían corroborado su idea de que los opositores no buscaban sino el fracaso y la caída del régimen.

Jarpa se atrincheró en su plan político y trató de seguir adelante. En el verano del 84 armó una ley de partido. Con ella se iniciaría un nuevo proceso cuya culminación debía ser, tres años después, la elección de un Congreso. Llegó hasta a redactar un nuevo artículo transitorio de la Constitución que daría al Presidente la facultad de convocar a esas elecciones. Así, argumentaba, en el 89 las fuerzas que respaldaban al gobierno estarían en rodaje para el desafío presidencial.

La operación fracasó cuando la junta de gobierno se opuso. Poco después la derecha, cuya unidad era uno de los propósitos declarados de Jarpa, estalló en ocho partidos de menor cuantía.

Derrotados en dos campos, el ministro trató de producir entonces una política económica y social que respondiera a los resentimientos desarrollados contra el gobierno. Aunque le costó meses de corrosivas luchas internas, finalmente consiguió sacar al ministro de Hacienda, Carlos Cáceres, y puso en marcha su tesis con

gente de su confianza.

A fines de año la gestión se había convertido en una dolorosa agonía. Jarpa quiso reflotar su plan económico, pero, en vez de eso, y a la vista de que parte de la derecha le había mostrado los dientes, el general Pinochet decidió cerrar la brecha e imponer el estado de sitio. Jarpa quiso renunciar, pero el general le pidió que se quedara un tiempo más, a la espera de que la situación mejorase. En la Secretaria General de gobierno fue instalado un joven de quien se sabía muy poco hasta entonces: Francisco Javier Cuadra. En dos meses, Jarpa probó en carne propia la peligrosidad del nuevo ministro. Cuadra administró los aspectos más duros del estado de sitio –incluida la censura de prensa- y para febrero del 85 ya había aislado completamente al jefe de gabinete. Entonces dio el empujón para derribarlo.

Una vez que la derrota del general Pinochet dejó a la derecha frente al yermo de una clase política que no había tenido tiempo para constituirse y ordenarse, Jarpa no ignoraba que su nombre estaría entre las primeras menciones para la candidatura presidencial. Pero tenía también una desproporcionada percepción del rencor que le prodigaba una parte de la derecha, que a la vez era el síntoma de una división honda y casi irreparable en el sector. Cuando un dirigente de la UDI declaró que los problemas de Jarpa con el régimen derivaban de que el viejo líder ambicionaba la candidatura solitaria de Pinochet, la profundidad de los enconos se le hizo palpable (...)

La segunda vuelta establecida por la Constitución del 80 en caso de que no hubiese una mayoría absoluta hacía posible explorar este camino sin arriesgar todo de una vez.

Durante el verano del verano del 89 la tesis de los dos candidatos rondo insistentemente entre los grupos cercanos a Jarpa. El mismo la perfeccionó. le dio matices, le quitó los inconvenientes. Se la contó a otras gentes. El doctor Fernando Monckeberg, uno de los académicos más destacados del país, fue convencido de intentar una imposible candidatura en virtud de esa refinada especulación del caudillo derechista. Durante meses el doctor gastó ingentes recursos personales en la fantasiosa intentona, y de la noche a la mañana descubrió que estaba en el aire, que nadie lo seguía y que los respaldos que le habían sido augurados no existían ni por asomo.

Un dirigente empresarial y un ex ministro estuvieron a punto de caer bajo la sugestión de una carrera sin riesgos.

Pero se trataba de una entelequia. Mientras la elección presidencial estuviese vinculada a las parlamentarias, la idea de dos nombres solo podía ser razonable bajo una cierta igualdad de condiciones, un mínimo equilibrio de fuerzas que hiciese posible la repartición de simpatías entre los candidatos a diputados y senadores.

Las encuestas de aquel verano mostraron que tal equidad no existía en: ninguna parte: Jarpa superaba con dificultades el 14%, otros hombres se repartían cifras inferiores y algunos no eran ni siquiera conocidos. Uno solo duplicaba esas cifras, uno solo podía aspirar a destinos más luminosos: Hernán Büchi.

La aventura de Büchi paralogizó a RN durante todo el primer semestre de ese año. Los rasgos del personaje, su trayectoria, sus afectos, lo hacían más próximo a la UDI que a los jóvenes liberales o a los caudillos agrarios de RN. Fue la UDI la primera en expresar su simpatía por el experimento y su siguiente silencio se podía explicar solo por una conciencia exagerada de sus limitaciones para promoverlo.

La incorporación de Andrés Allamand y otros jóvenes de RN a la campaña fue lo que cambio los papeles. Ellos le dieron su aspecto progresista, su condición de apuesta renovadora en la que el eje del Sí contra el No -otra de las tesis centrales de Jarpa- podía ser quebrado en nombre de la modernización de la política. El tiempo demostraría que todo eso más que una ilusión, era una especia de holograma proyectado por la voluptuosa imaginación de unos creadores impregnados con la vocación de las grandes cosas antes que con los datos esquivos de la realidad.

Pero en el corazón de RN, en lo más hondo de sus instintos, la movilización en torno a Büchi tuvo siempre el sabor agrio de la claudicación. Dos días después de que Büchi renunciara al ministerio de Hacienda, hubo una tensa reunión con la comisión política de RN. Cuando se comenzó a abordar la campaña presidencial, Jarpa, con pudor de viejo patrón, declaro que cada vez que se hablara de estos prefería ausentarse para dejar en libertad de acción a sus correligionarios.

Apenas dejó la sala, Gonzalo Eguiguren, uno de los más notorios "jarpistas" y su jefe de gabinete, lanzó una dura acusación contra Allamand por extremar sus gestiones secretas con Büchi y no avisar a la comisión política. Allamand se defendió dificultosamente, aclarando que había enterado de cada paso al presidente. Pero la acusación de Eguiguren apuntaba precisamente contra eso: el joven secretario general no informaba a nadie más que a Jarpa; era un modo innoble de aprovecharse de la bonhomía del jefe. La discusión fue feroz y Allamand salió de ella herido y amargado. Partió de inmediato a hablar con Jarpa; parcamente, el viejo político le dijo que sí, que tenía razón, que no se preocupara. Pero solo 48 horas más tarde lo repitió en público; dejó que por dos días Allamand viviera bajo la sospecha de traición.

La extraña ambigüedad de Jarpa ante la candidatura presidencial -una mezcla de timidez, orgullo y veleidad- mantuvo al partido en vilo en los meses más críticos del proceso. Muchos hombres de RN perdieron las uñas tratando de arañar la impermeable coraza del jefe para saber qué pensaba realmente sobre el panorama. Nadie le sacó una palabra; solo señales equívocas, imprecisas, actos de la mano derecha que jamás conocería la mano izquierda (...).

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