Cada vez que el agente especial Ethan Hunt recibe un encargo en Misión Imposible lo hace por medio de una grabación, la cual una vez reproducida anuncia que “este mensaje se autodestruirá en cinco segundos”. Pasado el tiempo, la cinta comienza a fundirse para no dejar rastro.

Algo similar ocurría cada vez que Maxwell Smart, el Superagente 86, recibía su misión. Claro que en su caso la cinta no cumplía con el tiempo anunciado para autodestruirse. De hecho, se hacía esperar más de lo necesario y terminaba por hacer estallar todo a su alrededor, excepto a sí misma, en una situación que era todo menos discreta.

Es posible que lo que ocurre actualmente con los aparatos electrónicos y tecnológicos se parezca más a la segunda situación que a la primera. El smart tv que de pronto comienza a tener manchas en la pantalla, el smartphone al que cada vez le dura menos la batería, la aspiradora que a veces funciona y otras ni siquiera responde. Y eso que sólo tiene unos cuantos años de uso. Al usuario no le queda más que reclamarle a la FIFA y recordar el método de los 10 pasos para el control de la ira.

¿Qué fue de los refrigeradores que duraban 50 años?, se pregunta uno. La respuesta podría estar en la obsolescencia programada, es decir, en la vida útil que la compañía o fábrica determina para cada producto antes de que éste pierda su funcionalidad. Una práctica que en las últimas décadas ha tomado mayor fuerza y que permite a las industrias incentivar un ciclo continuo de consumo y generar así mayores ingresos sostenidamente.

Una historia sin fecha de vencimiento

Difícilmente alguien creería que una ampolleta puede funcionar por más de 120 años. Pero existe: la bombilla más antigua del mundo está instalada en el cuartel de bomberos de Livermore, en California, Estados Unidos, e ilumina sus noches desde junio de 1901. Aseguran que sólo se ha apagado cuatro veces en todo este tiempo.

¿Cómo es que una ampolleta fabricada con la tecnología de hace más de un siglo tiene mayor vida útil que cualquiera que se haya elaborado en este milenio? La historia dice que en la ciudad suiza de Ginebra, en 1924, se reunieron representantes de las principales compañías fabricantes de ampolletas, entre ellas, Phillips y General Electric, para discutir nuevos modelos de negocios ante un mercado que les era poco dinámico. Así es como firmaron un documento en el que acordaron limitar la vida útil de sus productos, pasando de las 2.500 horas que hasta entonces duraban, a sólo mil. Nacía entonces lo que hoy conocemos como obsolescencia programada.

Treinta años después, el diseñador industrial Brooks Stevens renovó la valía de la práctica cuando expuso la necesidad de “instalar en el comprador el deseo de poseer algo un poco más nuevo, un poco mejor, un poco antes de lo necesario”. Así queda de manifiesto en el documental Comprar, tirar, comprar”, de la investigadora alemana Cosima Dannoritzer. La documentalista da cuenta de cómo es que las distintas industrias comenzaron a replicar el modelo aplicado por los fabricantes de bombillas: desde la tecnológica que utiliza chips para limitar la vida útil de las impresoras, hasta el sector textil, que decidió dejar de fabricar medias de nailon pues, al ser irrompibles, no se hacía necesario comprar más que un par.


Con los años, sobre todo en la digitalización de los productos, la obsolescencia programada ha tomado mayor fuerza y sus consecuencias son múltiples. Quizá el dato más abrumador que entrega el documental de Dannoritzer son los millones de toneladas de desechos electrónicos que se producen a partir de esta lógica de mercado, generando gigantescos vertederos en zonas como Agbogbloshie, en Ghana, una precaria locación a la que llega todo tipo de chatarra electrónica desde Occidente.

“En la medida que dependemos crecientemente de un mayor número de bienes para desenvolvernos día a día, la obsolescencia programada influirá cada vez más en nuestras vidas”, advierte Tomás Ariztía, director de la Escuela de Sociología de la Universidad Diego Portales (UDP). Y mientras eso ocurre, otras prácticas que solían ser parte de la cotidianidad van perdiendo su espacio.

“Un factor fundamental es que le damos menos importancia a la reparación, y ya casi no sabemos cómo funcionan los artefactos o tecnologías que ocupamos, que a su vez son cada vez más difíciles de reparar. La capacidad de poder arreglar, adaptar o cambiar los objetos que compramos ha sido desplazada por la búsqueda de la novedad y la actualización permanente”, asegura el doctor en sociología.

Andrés Scherman, académico de la Escuela de Comunicaciones y Periodismo de la U. Adolfo Ibáñez (UAI), sostiene que la obsolescencia programada nos ha llevado a una cultura de consumo en la que no necesariamente esperamos a que los productos se echen a perder para cambiarlos. “Pasa con los automóviles: hay muchísima gente que cambia su auto después de tres o cuatro años, o cuando alcanzan 50 mil kilómetros. Y no porque esté malo, sino por interés, por estatus, porque quiere probar marcas nuevas; cualquier cosa, menos por la obsolescencia programada”.

Avance tecnológico versus regulación

En abril del 2021, la Organización de Consumidores y Usuarios de Chile (ODECU) dio a conocer el acuerdo al que había llegado con Apple para la compensación de unos 150 mil usuarios de siete modelos de iPhones adquiridos entre 2013 y 2018. Tras la demanda colectiva interpuesta por la asociación de consumidores, en la que se apuntó a la obsolescencia programada de una serie de dispositivos, estos se repartieron un total de 2.474 millones de pesos.

Una acción legal que no sólo se dio en Chile. En Francia, Bélgica, Italia y España se unieron también para demandar al gigante tecnológico, debido a las fallas que presentaron sus equipos poco tiempo después de haberlos comprado. Al igual que ocurrió por estos lados, los demandantes y la compañía llegaron a un acuerdo compensatorio. Y según el presidente de ODECU, Stefan Larenas, en ninguno de los casos Apple reconoció haber programado la obsolescencia de los productos. “Dijeron que sólo habría sido una falla de software”, comenta Larenas.

Para el dirigente, el “enorme y acelerado desarrollo tecnológico no ha ido a la par con políticas regulatorias que impidan que los productos tengan una fecha de vencimiento”. Pero la obsolescencia programada también se debe a “la escasa conciencia ambiental del consumidor, que no es consciente de los daños que produce la basura electrónica”.

Cinco meses después del acuerdo entre ODECU y Apple, la Cámara de Diputados aprobó un proyecto de ley que prohíbe a los proveedores vender y comercializar aparatos eléctricos y electrónicos cuya funcionalidad haya sido alterada arbitrariamente. Asimismo, cada producto deberá contar con un índice de reparabilidad en su etiquetado.

A lo anterior se suma la nueva Ley Pro Consumidor, que comenzó a regir el 24 de diciembre pasado. En ella se establece que las empresas deberán informar la vida útil de ciertos productos durables de acuerdo a su uso normal. De esta forma, Chile busca regular la obsolescencia programada, algo que en países como Francia se realiza con firmeza, castigando incluso con dos años de cárcel y 300 mil euros a las empresas que no cumplan con lo estipulado.

De todas maneras, Laneras afirma que la mejor manera de protegerse como consumidor frente a este tipo de situaciones es “exigiendo el cumplimiento de la ley, informándose de la fecha de caducidad del producto y si no la tiene o es muy breve, derechamente no comparándolo”.

Malos usuarios

Cambiar el teléfono móvil cada año por la nueva versión que se ofrece en la publicidad no responde a la caducidad de los aparatos, sino más bien a la necesidad de estatus. Aunque según Juan Cabrera, docente de la Escuela de Ingeniería DUOC UC sede San Bernardo, se entendería como obsolescencia programada percibida. “Es como cuando no quieres ocupar la chaqueta que te regaló tu abuelo porque está pasada de moda; es una obsolescencia netamente cultural”.

La obsolescencia programada se puede entender desde la definición sistémica, fechada o legal, y la ya mencionada “percibida”. La legal aplicaría, por ejemplo, para los automóviles que aún siendo funcionales quedan caducados por determinación del Estado. La fechada, dice Cabrera, es “la que más conocemos”, y que tiene que ver con elementos o herramientas que no necesariamente cuentan con un componente electrónico o tecnológico. Finalmente, la obsolescencia programada sistemática se relaciona a todos los productos que dependen de un software o de conexión a Internet.

“Cuando las empresas tecnológicas lanzan un nuevo producto al mercado que depende de algún software, debemos entender que jamás se presenta como un producto terminado. Por eso hay aplicaciones, juegos de video o aparatos que constantemente van a pedir reportes de errores y actualizaciones. Esto obliga a la empresa a lanzar un nuevo producto capaz de soportar determinadas mejoras”, explica Cabrera.

Cabrera critica la idea de que la obsolescencia programática sea una “mala práctica” o “algún tipo de conspiración”. Es, para él, “una consecuencia de los avances tecnológicos” y existe, además, como “una condición cultural inherente a nuestra época”. En esa línea, dice que no hay forma de eludirla al momento de adquirir un producto. “No se puede saber si un producto está ‘configurado’ para fallar después de un número determinado de usos”, pero asegura que sí se puede discernir su durabilidad a partir de algunos mensajes que incluyen los fabricantes y “que nos darán una aproximación a ese dato”.

Por ejemplo, si vemos una sierra o un taladro que se describe para uso profesional, se debería entender que están pensados para darles mucha vida útil. No así una herramienta más económica, que tendría que ser utilizada para “trabajos livianos y esporádicos”. Por ende, “si compro un taladro de bajo costo y sé que lo ocuparé todos los días, cinco horas mínimo, no puedo culpar después al fabricante por venderme algo que me duró tan poco”.

Lo importante, entonces, es que el consumidor esté bien informado y entienda para qué necesita un producto. El uso apropiado de cada artefacto, según lo que indica el fabricante, puede alargar su vida útil. Así lo asegura Cabrera, aunque muy optimista no es al respecto.

“Seamos francos: en Chile no somos capaces ni de leer los manuales, así que seguiremos cayendo en errores tan comunes como ubicar el refrigerador donde llega el sol, o colocar platos con pintura metálica en el microondas, o mantener presionado el embrague del vehículo mientras está detenido, o martillar con el alicate, o presionar con mucha fuerza el control remoto del televisor cuando ya no queda energía en la pila”. La lista podría seguir, pero creo que ya captamos la idea…

Andrés Scherman tiene más expectativas respecto al futuro. Dice que las generaciones bajo los 35 años muestran cada vez más interés por la reutilización de los aparatos, ya sean electrónicos, tecnológicos o análogos. “Y no sólo tiene que ver con el ahorro, sino con la conservación de los recursos, la protección del medio ambiente, la huella de carbono que significan estos productos, que además se hacen en Asia y hay que trasladarlos. Es una respuesta crítica a la obsolescencia programada”.

La reutilización, reaprovechamiento y reparación son prácticas que, según Tomás Ariztía, deben ser revalorizadas por parte de las personas. “Es posible acudir a ellas para imaginar nuevas formas de relacionarnos con los objetos y evitar la obsolescencia programada”, dice el sociólogo, que además ve en la economía circular un elemento “muy relevante” para encarar este tema, “sobre todo a nivel de los actores económicos y de las empresas”.