“El mejor huevo frito es un par de huevos fritos”, parte diciendo el crítico gastronómico Ruperto de Nola en su libro La cocina canalla. Recetas de taberna, bistró y otras picadas (2018, Catalonia). “Quien es capaz de comerse uno solo, es capaz también de matar a su madre”, añade como una declaración de principios, acaso una apología a la cantidad necesaria de la proteína animal.
A pesar de su sencillez el huevo frito exige perfección. Ya de entrada aparece la primera bifurcación: ¿mantequilla o aceite de oliva?
Según el crítico, “la mantequilla como que refuerza el sabor natural del huevo. El aceite de oliva, cuando es equilibrado y suave, lo enriquece”. ¿Con qué quedarse? “Con ninguno en exclusiva: altérnelos”.
De Nola recomienda calentar bien el huevo “de manera que la clara se fría y dore por debajo y los bordes comiencen a encarrujarse ligeramente, de modo que se le desarrolle en torno un encantador encaje dorado”.
Una advetencia antes de continuar con la receta: “Un huevo frito lacio, blanco, es fatal”, dice el crítico.
Y hay también que cocer la yema, continúa: "Para eso, la cantidad de grasa usada debe alcanzar para que, inclinando el tiesto donde se fríe el huevo, se pueda, con una cuchara, recogerla y vaciarla repetidas veces sobre la yema, hasta que se forme sobre esta un ligero velo apenas opaco".
“Ahí está el huevo bien frito”, concluye y ejemplifica con la pintura Vieja friendo huevos (1618) del español Diego Velásquez, donde una señora fríe un par de huevos en una pailita de greda mientras un curioso chiquillo le acerca el aceite. “¿Qué es lo que hace? Pues, con una cuchara vierte aceite sobre la yema”.
Sobre la presentación
Si en algunas partes llaman al huevo frito “huevo al plato”, Ruperto de Nola asegura que el mejor cuenco para un huevo frito es una rebanada no muy gruesa de pan. ”Idealmente, de pan de campo y, mejor todavía, de pan amasado”, apunta con precisión de entomólogo.
Luego sigue: “Compre esos panes amasados individuales que ahora se venden en panaderías, córtelos en el sentido del ancho y, sobre la mitad de abajo, previamente tostada (no mucho) y, si quiere, enmantequillada (o pincelada con aceite de oliva), deposite los huevos”.
Luego, sal. Solo sal.
Al cierre, el crítico que dispara en sus reseñas contra la cocina molecular y la moda de los restaurantes de vanguardia, acaso como un detalle imperdible para cualquier sibarita que se precie de tal, repara en un singular agregado. Un añadido mínimo pero interesante: “Sobre cada yema deje caer una gota (dos, como absoluto máximo, casi excesivo) de jugo de limón”. Y al ataque.