Prendas desde 3 mil pesos y a un precio promedio de 10 mil. Es la oferta tentadora de Shein, la tienda virtual de vestuario y artículos para el hogar de origen chino. Poco importa si no tiene sucursal en Chile: sus envíos llegan por correo en tres o cuatro semanas si se opta por la tarifa económica de despacho: unos 5 mil pesos.

En nuestro país el gancho picó rápido. De acuerdo a la consultora Kawésqar Lab, Shein pasó de representar un 3% de las compras internacionales en 2020, a un 16% en el primer cuatrimestre de 2022. En medio de un retraimiento que ese año afectó al e-commerce, tras su boom en la pandemia, la tienda china creció y superó a un gigante consolidado como Amazon.

Así como Shein, también están Aliexpress y Wish —de origen chino y estadounidense, respectivamente—, que se anotaron un importante crecimiento durante el período pandémico, liderando las ventas del e-commerce en 2021. ¿Qué hay en común entre las tres compañías? Todas son firmas virtuales, sin tiendas físicas, despachan a todo el mundo y responden a la lógica del fast fashion o moda rápida: costos bajos en la fabricación, precios bajos en el comercio. Aunque muy altos en otros niveles.

Para Beatriz O’Brien, socióloga especializada en producción y consumo textil sostenible, esto es “la profundización del modelo acelerado del fast fashion”. La moda rápida, dice O’Brien, “es un modelo que sobreproduce y que depende del sobreconsumo, de la cantidad antes que la calidad, y también del recambio y del desecho de vestuario. Nos tiene sumidos en una crisis social y medioambiental sin precedentes en el sector”.

O’Brien es, además, coordinadora de Fashion Revolution, un movimiento internacional que brega por una industria de la moda sostenible y más transparente, donde el slow fashion o moda lenta aparece como contracara de la lógica de las firmas minoristas, fabricando vestuario con materias primas nobles, con procesos más respetuosos del medio ambiente y de sus trabajadores.

Esto implica no recurrir al abaratamiento de costos y recursos, lo que impacta en el precio final de las prendas. Respecto a esto, O’Brien dice: “La moda lenta no es más cara: es más justa”.

El sobreconsumo

En julio pasado, Shein desembarcó en Brasil tras cerrar un acuerdo con un fabricante local, lo que le permitirá producir en dicho país y reducir los tiempos de envíos a nivel regional. En paralelo, la firma china anunció una asociación con Forever 21: la primera entrará en los puntos de venta de la última en Estados Unidos. A cambio, la compañía norteamericana podrá ampliar su alcance desde la plataforma de Shein, en la que vitrinean más de 150 millones de usuarios activamente.

Para las y los consumidores del país, estas parecen no ser más que buenas noticias. De acuerdo al Ministerio del Medio Ambiente, Chile se ha convertido en el mercado de mayor consumo de ropa en América Latina. En los últimos 20 años, la compra de vestuario aumentó en 233%.

Esto significa que si en 2015 alguien en Chile compraba 13 prendas al año, en 2020 incorporó 50 piezas nuevas a su closet. Casi una a la semana. Pero así como aumentan las compras, también lo hacen los residuos generados por el desecho de prendas y textiles, llegando ese año a más 570 mil toneladas, que se acumularon, principal y famosamente, en vertederos ilegales en el norte del país.

El Desierto de Atacama se convirtió en un vertedero irregular de ropa desechada. La noticia dio vuelta al mundo en 2021.

Un estudio de O’Brien para la Cepal estimó en 2021 que Chile es el cuarto país que más importa textiles procedentes de marcas internacionales de ropa. El 60% de esta ropa —nueva y usada— termina en vertederos irregulares, un fenómeno que la investigadora cataloga como “colonialismo de residuos”.

La enorme oferta de productos y los precios bajos no son el único gancho del fast fashion. “Hay muchos estímulos que los llevan a pisar el palito”, dice Sofía Calvo, periodista especializada y fundadora de Quinta Trends, un blog sobre de moda de autor latinoamericana. Uno de estos es la “obsolescencia percibida”, es decir, que “responden a tendencias pasajeras que las personas están observando en redes sociales, alimentadas por influencers que motivan al consumo y que, de alguna manera, lo vinculan a un consumo existencialista”.

Con este concepto se refiere a “la sensación de estar al día, a la moda, ser parte de un grupo y estar en línea con cierta narrativa o relato”, explica Calvo. A esta idea de ir de shopping cuando estás deprimido, para que suban las endorfinas y te haga sentir bien. En otras palabras, a “llenar el vacío existencial comprando ropa”.

El rol de las redes sociales no es menor. Beatriz O’Brien sostiene que tiendas como Shein son, justamente, “la respuesta de la moda a la instantaneidad” de estas plataformas. “Los hauls, que son videos populares en internet y en los cuales las personas muestran la cantidad y variedad de prendas que se compraron a muy bajo precio, son un ejemplo de este fenómeno”, asegura la investigadora.

Un mal negocio para la billetera

Las velocidad de la moda ultrarrápida se sostiene en productos cuyos costos de fabricación son reducidos al mínimo. Así, su valor en el comercio es sumamente económico y atractivo para las y los consumidores. Claro que eso tiene un alto costo en la calidad.

“Cortan gastos a lo largo de la cadena de producción”, señala O’Brien. “Disminuyen la calidad de los insumos, usando fibras sintéticas en vez de naturales; se saltan fases del diseño, como las muestras y las pruebas de calce; pagan sueldos miserables y explotan a sus trabajadoras y trabajadores. Por eso, las prendas de moda rápida están hechas para durar poco y para ser desechables”.

Desde los años 90 del siglo pasado, cuenta Calvo, la moda rápida llevó a que la ropa, “un producto que hasta entonces era pensado para durar por muchos años”, se convirtiera en algo descartable. Esto, que resultó en grandes ganancias para la industria, resulta un “pésimo negocio” para la economía doméstica.

“Como no existía mucha información en torno a este consumo y a su impacto social y ambiental, las personas se dejan llevar, sin reflexionar siquiera respecto a cómo afecta a sus finanzas personales: mientras en el clóset hay cosas que no vas a usar ni siquiera un par de veces, otras se rompen o desgastan en pocos meses”.

Impacto medio ambiental

La ONU ha calificado a la industria de la moda como la segunda más contaminante a nivel global. La confección de ropa y calzado es responsable del 20% de las aguas residuales y del 10% de las emisiones globales de gases de efecto invernadero (GEI), superando el impacto del transporte marítimo y los vuelos internacionales combinados.

La producción de los textiles requiere casi 2 mil tipos de productos químicos, de los cuales cerca del 8% han sido etiquetados de riesgo para la salud humana y el medio ambiente.

“Este modelo, además, genera que las prendas se descarten a muy corto plazo, incrementando la generación de basura, y, al mismo tiempo, aumentando la demanda de materias primas no renovables”, afirma Sonia Reyes, seremi del Ministerio de Medio Ambiente en la Región Metropolitana. Muchas de las telas sintéticas con que se fabrican las prendas de Shein o tiendas similares proceden del petróleo, un fósil no sustentable ni renovable, a lo que se suma la inmensa huella hídrica y de carbono que conlleva su producción y transporte”.

El poliéster se ha transformado en el principal textil sintético que sirve como materia prima en la confección de vestuario para el mercado minorista. En su manipulación – e incluso en el lavado en casa – libera partículas de plástico que constituyen entre el 16 y el 35% de los microplásticos globales que llegan a los océanos.

Con los materiales naturales, aunque más duraderos, tampoco es mejor el panorama. ¿Te compraste hace poco una camiseta de algodón con un estampado de Barbie (aunque en unos meses más ya habrá pasado de moda? “La producción de una polera de algodón consume unos 2.700 litros de agua, cantidad suficiente para satisfacer las necesidades hídricas de una persona adulta durante 2,5 años”, cuenta Reyes.

Impacto social: explotación de trabajadoras

Eran cerca de las 9 de la mañana del 24 de abril de 2013 y, en Dacca, la capital de Bangladesh, el edificio Rana Plaza se vino abajo. Los nueve pisos de la construcción colapsaron como un castillo de naipes, quedando intacta nada más que la planta baja.

El ruinoso edificio servía como sede para las fábricas de algunas de las más grandes compañías globales vinculadas a la moda, como Benetton, Mango o Primark. 1.134 personas murieron y otras 2.500 resultaron heridas en un accidente que no lo fue tanto: los antecedentes levantados tras el desastre revelaron que el día anterior los trabajadores alertaron a sus autoridades de grietas y otras fallas que eran evidentes en el edificio.

Los sindicatos lo llamaron un “homicidio industrial masivo”. El hecho expuso las precarias condiciones en las que trabaja la mano de obra vinculada a la moda rápida. No ha sido el único hecho que lo evidencia: en 2021, fábricas de vestuario en Marruecos, Egipto y Pakistán vivieron tragedias similares por elaborar prendas en lugares sin las condiciones de seguridad básicas.

El documental The True Cost, de 2015, detalla a fondo lo que ocurrió en Bangladesh un par de años antes. Es la doble cara de la moda: el lujo que representan sus prendas en los países ricos versus la precariedad en la que vive y trabaja la gente encargada de su corte y confección. Cerca del 95% de esta fuerza laboral son mujeres y menores de edad, reclutadas en zonas pobres de países subdesarrollados, a cambio de salarios insuficientes para cubrir necesidades mínimas, y con jornadas de 12 a 15 horas diarias.

Por un consumo consciente y responsable

“Por ley”, dice Sofía Calvo, “no podemos salir desnudos a la calle”. Eso transforma al vestir en un acto político. “Vestirse dejó hace mucho rato de ser algo inocente, y obliga a las personas a tomar decisiones en cuanto a su consumo”. La periodista y autora de Cambiar el verbo. Un viaje por el lado oculto de nuestra ropa apela a que hoy, “habiendo tanta información disponible respecto al impacto ambiental y social de la industria, uno no puede ser ajeno a ello”.

Dice que es “urgente” entender que las acciones individuales tienen repercusiones colectivas y grupales, y llama a hacerse preguntas simples que permiten tomar mayor consciencia respecto al consumo. Solo con preguntarse “quién hizo nuestra ropa, de qué está hecha o cómo fue hecha uno ya puede marcar ciertas diferencias.

Para Beatriz O’Brien, otra pregunta que habría que plantearse a la hora de comprar ropa es: ¿qué se hará con ella cuando ya no se use? La socióloga dice que las y los consumidores no son los responsables directos de los impactos de la actual industria de la moda. Sin embargo, cambiar los hábitos de compra, uso y descarte de las prendas sí tendrá consecuencias significativas.

“Disminuir el consumo de ropa puede ayudar significativamente a reducir la contaminación y los desechos. Debemos intentar comprar sólo en caso de que lo necesitemos, o si es algo que nos gusta mucho y tenemos la certeza de que lo vamos a utilizar durante el mayor tiempo posible”.

¿Qué tipo de prendas ofrecen mayor durabilidad?

  • Aquellas hechas de fibras naturales, como el algodón o la lana. Si tiene fibra sintética, que al menos sea combinada con otras naturales. Así, el efecto contaminante será menor.
  • “También nos podemos fijar en el diseño de la prenda: que esta sea atemporal y versátil, para usarla en diferentes ocasiones”, aconseja O’Brien.
  • Las certificaciones textiles por uso de materiales nobles y confección responsable también sirven de guía para una compra consciente.

La seremi Sonia Reyes dice que en el país hay cada vez más diseñadores y emprendedores que se han enfocado en la reutilización y rehabilitación de vestuario, “lo que permite adquirir prendas originales —y no sólo de segunda mano— de buena calidad y a bajo costo”.

Por otro lado, Sofía Calvo sostiene que para lograr un consumo consciente y responsable, lo primero es abrir el clóset y ver lo que se tiene. “Algunos estudios demuestran que las personas usan apenas entre el 20 y 50% de su clóset”. Lo que sigue es ordenar el armario y separar lo que ya no se desee.

¿Qué hacer con la ropa que se quiere descartar?

  • Si está en buen estado: Calvo recomienda recurrir a marcas o empresas dedicadas al upcycling o supra-reciclaje, que utilizan ropa y residuos de ésta para hacer “nuevas propuestas de diseño”. O bien, venderla por medio de plataformas digitales que ofrecen un espacio para comercializar ropa de segunda mano. También está la opción de donarla a tiendas de caridad, como Coaniquem Store —cuyas ventas financian los programas de rehabilitación de niñas y niños quemados—, o buscar el intercambio de ropa por medio de tiendas dedicadas a ello, como Ropantic.
  • Si la ropa está deteriorada: la mejor opción, para no dejarla en la basura, es el reciclaje o supra-reciclaje. “Algunos retailers ofrecen opciones para reciclar, como París, que hace muchos años tiene contenedores para el reciclaje de ropa deteriorada, con la que luego hacen paneles aislantes”, describe la periodista.

Estas medidas son parte de lo que pregona la economía circular, según explica Sonia Reyes, un modelo económico donde los productos, componentes y materiales deben mantener su utilidad y valor en todo momento. “Así, desde el diseño mismo de los productos y materiales, se evitan al máximo los residuos y la contaminación, mientras se mantiene su uso a lo largo del tiempo, disminuyendo la pérdida de su valor”.