Artículo publicado originalmente el 12 de diciembre de 2019.

El periodo post 18-O no ha sido el primero en Chile ni en el mundo en que se han visto posiciones tan contrapuestas sobre todos los aspectos de la vida civil y ciudadana, desde cómo deben ser tratados los grupos desfavorecidos de la sociedad, hasta cuestiones de índole moral y ética, así como económica y política.

No. Las ciencias del razonamiento y la argumentación una vez se encontraron, en los años cincuenta del siglo XX, con una situación similar. Esos días, los posteriores a la Segunda Guerra Mundial, ponían en el centro del pensamiento filosófico la consulta urgente de cómo argumentar y llegar a conclusiones racionales, luego de los horrores del periodo previo.

En ese contexto surgieron muchas líneas de trabajo sobre cómo tratar los conflictos y debates. Entre otros, el modelo de argumentación de Toulmin, de 1958 (que fue muy abordado en la enseñanza escolar en Chile desde la Reforma Educacional de los noventa), la Nueva Retórica de Perelman & Olbrechts-Tyteca (también de 1958), o la aparición de la revista Journal of Conflict Resolution, en 1957. Y desde los años ochenta, los trabajos seminales de especialistas como Van Eemeren y Grootendorst.

Hoy en Chile, en medio de intensos debates que varias veces llegan al conflicto, muchas personas se preguntan cómo argumentar bien, cómo convencer a la contraparte —en especial preparando las acaloradas cenas de fin de año que se avecinan— e incluso cómo construir argumentos irrefutables que salven la postura. En este artículo de Práctico damos algunas orientaciones para fomentar el pensamiento crítico y arribar a buen puerto.

La dificultad de encontrar argumentos irrefutables

Diego Castro, abogado y candidato a doctor en Filosofía de la Universidad de Groningen, Países Bajos, se explaya sobre la idea de que pueda haber argumentos irrefutables.

“A medida que avanzamos hacia ciencias o disciplinas más ‘blandas’, se va haciendo cada vez más difícil construir este tipo de argumentos. En física, por ejemplo, los argumentos de Newton fueron irrefutables por siglos (no había herramientas para hacerlo), hasta que llegó Einstein. Y en sociología, política, ética, o en la vida práctica, construir argumentos irrefutables no parece posible. Todas estas materias están sometidas a la contingencia, a cosas que creemos ser de cierta manera, pero siempre existe la posibilidad de estar equivocados”, dice.

De acuerdo. Pero entonces, ¿cómo se construyen buenos argumentos?

Castro sostiene que todo buen argumento debe considerar los siguientes ingredientes:

"Para construir un buen argumento es necesario distinguir entre (1) el argumento mismo y (2) el contexto en el que se presenta.

(1) Respecto a lo primero, es necesario considerar 3 elementos: (a) premisas, (b) conclusión y (c) conexión lógica entre premisas y conclusión.

(a) Las premisas son la ‘materia’ del argumento. Por ejemplo, un argumento sobre el estallido social en Chile puede comenzar por decir algo como ‘durante 30 años muchos sectores de la sociedad se sintieron abusados’. Hay quienes creen que las premisas deben ser ‘verdaderas’, pero para autores contemporáneos sólo basta que haya acuerdo entre las partes respecto a la veracidad de las premisas.

(b) La conclusión se debe ‘seguir’ de la o las premisas. Volviendo al ejemplo anterior, una posible conclusión sería: ‘por tanto, era esperable el estallido social’. Es ésta la proposición que se quiere hacer ‘avanzar’ o que se quiere instalar. Pero para ello se requiere una conexión lógica.

(c) Hoy en día, la conexión lógica se llama esquema argumentativo. Un esquema argumentativo es un ‘modelo’ de razonamiento o inferencia que habitualmente aceptamos. Por ejemplo: lo que vale para el todo vale para la parte. Así, si yo digo: ‘todos los helados de esa heladería son ricos, por tanto, este helado es rico’, estoy derivando una propiedad de la parte a partir de una propiedad del todo. Y en el ejemplo anterior —'durante 30 años muchos sectores de la sociedad se sintieron abusados, por tanto, era esperable el estallido social'— estoy ocupando un esquema causal: el abuso sería la causa del estallido.

Desde la perspectiva del argumento, entonces, un argumento es bueno en cuanto las premisas sean aceptadas por todas las partes, la conclusión se siga de ellas y se utilice un esquema argumentativo válido o, al menos, que todas las partes lo acepten. Si cualquiera de estos elementos falla, el argumento no será bueno. Ahora bien, esto no es todo. Aún cumpliéndose estos requisitos, un argumento puede ser malo por presentarse en un contexto inadecuado.

(2) Hay momentos, lugares y público para cierto tipo de argumentos. A veces es necesario tener un tono conciliador, otras veces firme, a veces se requiere mostrarse seguro y otras veces dubitativo. Un argumento correcto en un contexto incorrecto puede ser receta para el desastre. Por ejemplo: el Ministro de Economía diciendo que ‘el alza de pasajes no afecta el horario valle del Metro, por tanto, quien viaje temprano no se verá afectado por esta alza’, es un argumento correcto en sí mismo (cumple con los 3 requisitos anteriores), pero es un pésimo argumento en el contexto en el que se presenta.

Un buen argumento, por tanto, debe ser utilizado de manera estratégica, considerando el público al que está dirigido, el estado de ánimo imperante, el tiempo con el que se cuenta, el formato de presentación, entre otros. Se requiere que quien presenta un argumento tenga habilidades que le permitan evaluar de forma rápida lo que se requiere. Acá no hay recetas mágicas".

Ilustración: César Mejías.

Tratando con un interlocutor hostil

Uno de los más grandes problemas que uno se enfrenta al tratar de exponer argumentos ocurre cuando el interlocutor es hostil o está abiertamente en contra de lo que nosotras o nosotros pensamos. En estos casos, puede darse algo que la literatura conoce como “desavenencia profunda” o deep disagreement. En esta situación no es fácil llegar a un terreno común en el que se pueda arribar a consensos o salidas.

Diego Castro se explaya sobre estas situaciones. “El tema del desacuerdo es muy debatido, y nadie tiene muy claro qué podemos hacer en estos casos. Especialmente en los llamados ‘desacuerdos profundos’. En esas circunstancias, las partes están en desacuerdo no solo respecto a algo menor, sino a una proposición que se relaciona con todo un sistema de creencias. Por ejemplo, un conservador y un liberal pueden estar en desacuerdo sobre el aborto. Pero si esto es así, el desacuerdo no es local, sino que se refiere a su ‘forma de vida’, la manera de ver y relacionarse con el mundo. Y es muy difícil que un argumento puntual nos haga cambiar la manera como vemos, en general, todas las cosas. Esos cambios sí ocurren (como cuando alguien creyente se vuelve ateo), pero suelen tomar años y verse gatillados por experiencias de vida”.

Así, hay quienes creen que no hay mucho que hacer en estos casos, y que más vale negociar o llegar a algún acuerdo pragmático (como sorteo y votación), permitiendo a todas las partes mantener sus creencias iniciales.

Otro enfoque interesante tiene que ver con dejar de ver la argumentación como una actividad ‘adversarial’, en la cual las partes son enemigas intentando derrotarse, y más como una actividad cooperativa. En el Congreso, por ejemplo, implica dejar de ver las cosas en términos de ‘mi partido contra el del frente’ y más como ‘trabajemos juntos para llegar a la mejor solución posible’. El diálogo verdadero sólo puede nacer desde esta segunda actitud. Pero pare ello se requiere bajar las armas y creencias: si yo estoy total y absolutamente seguro de que mi posición es cierta, no hay nada que pueda dialogar ni colaborar. Sólo quien piensa que su creencia está sometida a revisión acepta la colaboración, y deja de mirar al otro como “enemigo”.