Al igual que casi todo el mundo en este siglo, no vivo la vida guiado bajo muchos principios. El fenómeno que anticipó Groucho Marx con un chiste —”estos son mis principios; si no le gustan, tengo otros”— hoy es una triste y generalizada realidad. Aunque no escapo de las garras de este nihilismo transversal, bien dentro de mí todavía resiste una solitaria norma, tan firme como fútil, que se mantiene inclaudicable ante la amenaza de la adultez, las modas y el deber. Ese principio, autoimpuesto e inflexible, es que no uso zapatos.
El origen se puede trazar, quizá, en los deprimentes atardeceres de domingo, cuando debía lustrar el calzado negro que usaría al día siguiente en el colegio. Esa doble obligación, la de lustrar y usar, sin otra justificación que el porque-sí, se convirtió pronto en una promesa con gusto a venganza: me juré a mí mismo, por mis pies y mi libertad, que jamás en mi vida volvería a usar zapatos.
Casi veinte años después, puedo decir que he cumplido. Diría que al pie de la letra, para hacer un juego de palabras, pero mejor no: a pesar de las inconveniencias, simplemente respeté mi único principio. En todos mis trabajos, en todas las ceremonias, incluso en mi propio matrimonio, nunca usé zapatos. No tuve que andar descalzo ni siempre con zapatillas deportivas; solo supe encontrar el calzado apropiado.
Pero donde no lo encontré nunca, y sufrí bastante por ello, fue en los días de frío y lluvia. Mi afán por caminar y moverme en transporte público tampoco ayudaban, así que cada invierno, si no quería traicionarme, no tenía más remedio que respirar hondo, usar doble calcetín, esquivar bien las pozas y llevar siempre un par extra de calcetas en la mochila.
De aguantar, aguanté. Con las zapatillas como gualetas después de cada tormenta, me resfrié, me entumecí y me adolorí, pero no me rendí. Llevé los sabañones en el meñique con orgullo, las gripes como un mártir y los hongos sin vergüenza. Pero cada junio se volvía más difícil continuar.
¿Por qué no te compras zapatos?, decía mi mujer, camuflando, entre los signos de interrogación, lo que en realidad era una orden, un anhelo y también una súplica. Antes cojo, respondía en silencio. ¿Por qué no compras zapatillas outdoor?, me sugirió un colega, que gustaba de subir cerros y pisar barro. Feo y triste, el calzado de trekking me parece la última derrota, junto a las chalas y el polar, de la dignidad urbana. Prefiero los pies húmedos y helados antes que indignos.
Hasta que encontré las zapatillas Vans UltraRange EXO Hi MTE-1 ($90.990 en Falabella), una marca que siempre me había gustado —en especial sus modelos completamente negros, sobrios para la oficina pero suficientemente cool para usarlos fuera de ella—, pero que nunca había sido capaz de abrigarme ni menos protegerme del agua. Usar Vans en invierno siempre fue un acto de masoquismo, y por eso desconfié de lo que ofrecía este modelo en un comienzo: impermeabilidad, retención de calor y tracción mejorada. ¿Unas Vans que no son Vans?
Pero donde sí son Vans es en su apariencia, igual de sencillas y relajadas que casi todas las zapatillas de la marca, con ese negro estricto y opaco que me gusta, sin otro adorno que la tradicional gomita con el logo en el talón. Su suela café, eso sí, que además tiene un considerable grosor, proyecta cierto aire outdoor, un poco “zorrón”, según mi esposa, aunque a mi gusto es más bien sutil.
Se ubican, en realidad, en ese fino limbo entre zapatilla y zapato, versátiles pero firmes, simples y a la vez complejas, ya que tienen toda una tecnología que les permite resistir la lluvia, mantener la temperatura interna y evitar resbalones. A eso hay que sumarle su caña, que estabiliza el tobillo tanto como un calzado de montaña, y unos cordones sintéticos y elasticados que no se mojan ni se anudan.
Durante julio, el invierno parecía verano, por lo que estas Vans MTE-1, caminando entre personas con short y falda, solo me hicieron sudar y dudar. Pero en agosto llegó el diluvio y, con él, la gloria para estas zapatillas. Caminé bajo el aguacero como Gene Kelly, sin su gracia ni talento, pero con la misma alegría e indiferencia ante la lluvia. Pisando charcos, pastos y maicillo, ninguna gota se traspasó a mis pies, que además se mantuvieron siempre tibios. Volví a casa sucio pero seco.
Son harto más pesadas que unas Vans comunes y no muy convenientes si uno va a pasar casi todo el día sentado. Su otra desventaja es que son muy estacionarias: a menos que uno pase el verano en el sur o metido en parques nacionales y cerros —algo que de seguro no haré—, veo difícil que las use cuando las temperaturas se acerquen a los 30 grados.
Pero su sobrio diseño, que no pasa de moda, y su excelente materialidad, las mantendrán vigentes por varios inviernos, que ojalá se mantengan tan lluviosos como el de 2023. Así podré seguir cumpliendo mi promesa y completar mi adultez sin usar zapatos.
*Los precios de los productos en este artículo están actualizados al 30 de agosto de 2023. Los valores y su disponibilidad pueden cambiar.