A quienes han adoptado un perro, la pregunta se les debe haber cruzado en más de una oportunidad: ¿me traje a Hachiko a vivir conmigo, o al Mefistófeles de Fausto? Yo, al menos, me la hice un par de veces en los dos últimos años.
Con mi pareja adoptamos a nuestro canino a mediados de 2021. Se trata de una bestia peluda y tricolor, que supera los 30 kilos y que llamamos Jefe, nombre que superó las preferencias sobre otro que me gustaba pero que no convenció al público: Bon Jovi. Jefe llegó a casa gracias a la Fundación Opra, organización que trabaja por la protección y respeto hacia los animales.
Cuando lo trajimos, Jefe tenía cerca de un año y medio. Al verlo, nos sorprendimos de su tamaño, que era harto mayor de lo que aparecía en las fotografías que enviaron desde la fundación. Aunque tuvimos un momento de duda, nos aseguraron que se trataba de un perro sumamente tranquilo. No se equivocaron. No tanto.
Según nos contaron, a Jefe lo encontraron merodeando por los cerros de La Pintana, cazando conejos y quizá qué otro bicho para alimentarse. De protagonizar el reality Survivor pasó, casi sin escalas, a vivir en un departamento y comer alimento medicado: resulta que el cazador tiene alergia alimentaria.
Eso significa que si Jefe llega a tragar algo inadecuado, por muy pequeño que sea, y los muros y jardines del barrio se transforman en un festival de grafitis fecales. Pero démosle crédito: siempre espera sus paseos para hacer sus necesidades, incluso estando mal de la guata.
Desde el comienzo, si algo me gustó de Jefe fue su total indiferencia hacia los humanos, incluido a mí. No había siquiera una mirada que pudiera dar cuenta de una posibilidad de cercanía. Él prefería alejarse, acercarse a las ventanas y sentarse a contemplar el horizonte, la calle; su lugar. Prefiero un perro así a uno demasiado dócil, disciplinado o humanizado.
Pero ganarme su confianza fue una especie de desafío personal. No resultó fácil conseguirlo, tampoco que se sintiera en casa. Se le veía inquieto, moviéndose de un lado a otro, gimoteando de la nada y escabulléndose de mis brazos. Los paseos, los juegos y la comida, a la larga, traspasaron su coraza, como también el hecho de que trabajo desde mi casa. Pasábamos prácticamente las 24 horas juntos. Nos hicimos yuntas pero a un costo: lo tenía que llevar a todos lados.
Donde fuéramos, ahí teníamos que ir con mi compadre: al supermercado, a la casa de mis padres, a tomarme un schop o a las juntas con amigos. Como el perro ladrón de empanadas, en un par de asados lo tuve que perseguir porque se escapaba con un kilo de lomo en el hocico. Lo querían matar, me querían matar, ¡pero qué podía hacer!
Dejarlo solo en casa no era opción. Cada vez que intentábamos salir sin él, apenas cerrábamos la puerta, comenzaba una cadena de ladridos guturales y aullidos dignos de un cachorro huérfano y torturado. Al poco rato, llegaban los reclamos desde el chat de la comunidad.
Intentamos algunos métodos recomendados por especialistas, como dejarle comida escondida, música relajante para perritos y supuestos juguetes milagrosos. Entre estos últimos, el infranqueable Kong: un mordedor de goma natural, de 10 centímetros de alto y 7 de diámetro, al que se le puede insertar comida en el interior para que los perros se entretengan intentando sacarlos. Ese juguete dice tener 99,9% de eficacia, pero Jefe estaba en el 0,1%.
El único resultado que obtuvimos con estos intentos era que, de un momento a otro, el perro salvaje e intimidante se transformara en 30 kilos de lloriqueo y mamonería.
La noche fatídica
Un día quise tomar el toro por las astas. Este animal debía aprender por las buenas o por las malas: si lo primero no había funcionado, tocaba lo segundo. Esta vez, no haría caso ni a los gemidos ni a los reclamos. Debíamos recuperar nuestra independencia y los vecinos debían ser nuestros cómplices involuntarios. Tarde o temprano se acostumbrarían. Salimos.
Pasaron un par de horas y, para mi sorpresa, en el celular no había llamadas ni mensajes alegando. “Vamos bien”, recuerdo que pensé. Nuestro coraje sumó bonos, la confianza también. Nos dejamos llevar unas horas más, hasta que el silencio se hizo sospechoso. Decidimos regresar a casa.
Ya era de noche. Apuramos el tranco a pie, haciendo plegarias mentales durante las diez cuadras que separaban nuestra posición de la de Jefe. Llegamos a nuestra cuadra y no se oían ladridos. Abrí la puerta, con las pulsaciones al ritmo de quien espera lo peor. Alcancé a encender la luz cuando lo vi venir a toda velocidad desde el fondo del pasillo.
Estaba irreconocible. Sus ojos, usualmente reposados y parsimoniosos, lucían completamente inyectados de adrenalina. Su pelaje largo y sedoso se sentía erizado y sucio por la transpiración. Parecía haber estado persiguiendo un conejo, con la lengua húmeda cayendo por el costado del hocico, y el pecho a punto de explotar por la excitación.
Se me abalanzó encima mientras gemía y mordía los puños de mi chaqueta. No fueron muchos los pasos que tuve que dar para encontrarme con una poza de algo líquido: era orina. A medida que me acercaba a la pieza, veía más manchas, como un sendero dibujado que lleva directo a una trampa. Hasta que la vi.
Las puertas del clóset de mi habitación estaban abiertas de par en par. Todo lo que estaba en el colgador figuraba repartido en el piso: camisas, chaquetas, pantalones y polerones. Algunas prendas rajadas, otras húmedas. Zapatos y zapatillas repartidas por los rincones. Esta era su venganza por haberlo dejado solo. Y el mensaje era claro: él estaba tan atado a nosotros como nosotros a él.
No lo podía creer. Busqué con la mirada al responsable. La sombra de Jefe se escabullía por el pasillo con la cola entre las piernas.
Juguete milagroso
Lo ocurrido esa noche me tuvo mal por varias semanas. ¿Cómo podía ser que un perro llegara a tener tan malas intenciones, y dirigir una venganza apuntando a algo tan íntimo y necesario como lo que hay tras las puertas del clóset? ¿Cuán humanizado puede estar un animal para actuar con la misma vileza de una persona? ¿Adopté a Hachiko, el perro emblema de la lealtad canina, o hice como Fausto y me traje a Mefistófeles a casa?
Volvimos a las viejas dinámicas de salir juntos a todas partes. Y muchos meses después hicimos un nuevo intento, esta vez para ir a un concierto. Como no hubo quien nos pudiera ayudar cuidando a Jefe, cogimos coraje y nos mandamos a cambiar. La vuelta fue igual de angustiante que la de la noche maldita, rogando a los dioses por la misericordia del demonio de cuatro patas.
No hubo tal piedad, pero cambió el clóset por las cortinas. Solo la mitad de ellas seguía colgada: el resto de la tela yacía en el piso, sucia, arañada, desgarrada. Confirmado: este perro es malo.
Estábamos convencidos de ello, pero ocurrió el milagro. Mis padres, quienes también tienen una perrita en casa, compraron un juguete que sin tener idea de qué se trataba, su mascota no pescó ni en bajada. Se trata de otro producto Kong pero de la variedad wobbler, que también sirve de dispensador de alimento y comedero. Es un cuerpo de goma que crece como pirámide, en cuya base hay un depósito cerrado de lo que parece ser arena.
Este diseño hace que el juguete sea una especie de “mono porfiado”: para obtener la comida con la que se le rellena, el perro debe empujar al Kong con sus patas y hocico hasta que ésta caiga por el orificio que se encuentra en uno de sus anillos. El juguete rápidamente volverá a estar de pie, por lo que el animal deberá repetir la acción para seguir obteniendo el alimento, hasta que uno de los dos se agote.
Esto, se supone, divierte al perro, hace trabajar su instinto e inteligencia y, de paso, ayuda a aquellos que comen con demasiada ansiedad desde un plato tradicional para que lo hagan de manera más pausada.
No es fácil hacerle frente a los traumas y demoramos un tiempo en hacer la prueba. Pero un día nos animamos y dejamos el nuevo Kong en su cama, junto a su manta y otros juguetes. De inmediato se hizo extraño ver cómo Jefe enfocaba toda su atención en el Wobbler. En ningún momento asomó la cabeza para ver cómo escapábamos.
Volvimos al par de horas, con el nervio de costumbre. Jefe nos recibió con la agitación de las otras veces: la inyección de adrenalina, los saltos con las patas al pecho y las pequeñas mordidas en los puños de la chaqueta. Pero grande fue la sorpresa cuando nos percatamos que la casa seguía tal cual como la dejamos. Con excepción de un detalle: el Kong ya no estaba en su cama, sino que en algún rincón del living.
Tras la emoción del recibimiento, Jefe se dirigió hacia el juguete. Lo pude ver en acción, ocupando sus patas para hacerlo tambalear en busca de algún premio comestible. Me sentí entonces como Jeff Goldblum en Jurassic Park cuando dice: “¡Lo hiciste! ¡Maldito hijo de… lo hiciste!”. Fue felicidad instantánea. Ni en la NASA, tras una operación exitosa, se han dado abrazos tan emocionados.
Desde entonces, cuando queremos salir sin la compañía de Jefe, preparamos su Kong y lo llevamos hasta su cama. Así recuperamos la independencia y Jefe la suya. Quizá en este perro hay tanto de Hachiko como de Mefistófeles, aunque poco importa a esta altura. La verdadera pregunta de fondo es quién es el jefe en casa. Al parecer mi perro lo tiene claro. Yo quizá no tanto. Pero al menos cuento con el Kong.
Kong Wobbler Large
*Los precios de los productos en este artículo están actualizados al 14 de septiembre de 2023. Los valores y su disponibilidad pueden cambiar.