Hagamos el siguiente ejercicio: cuando te enteraste de que tu comuna salía de cuarentena —al cierre de esta edición, poco más de una docena se encuentran en fase 1—, ¿tu reacción fue de alivio? ¿Te significó un impulso anímico o, más bien, la noticia te paralizó, aumentó tu ritmo cardiaco, te temblaron las piernas y sudaste como si hubieras corrido una maratón?
Si te ocurrió esto último, entonces puede que estés sufriendo del síndrome de la cabaña. Un malestar que, según explica Felipe Matamala, psicoanalista y docente de la Clínica Psicológica de la U. Diego Portales, “afecta el funcionamiento de nuestras actividades diarias y salir de casa involucra un miedo, incluso ciertas fantasías de lo que pueda ocurrir en el exterior”.
Tal como un reo, que tras muchos años de cárcel se ve de pronto libre en una sociedad que le es desconocida y ajena, hay personas que afrontan el desconfinamiento como una pesadilla que les produce síntomas ansiosos: sensación de sudoración, temblores, debilidad, irritabilidad, incluso problemas gastrointestinales, agitación y tensión. Todo eso deriva en un miedo paralizante que, probablemente, lleve a la persona a mantener una cuarentena autoinflingida hasta que logre superar sus temores.
¿Es realmente un síndrome?
La respuesta es no y ni siquiera es un término científico, pues como dice Marcela Sandoval, psicóloga clínica y académica de la Escuela de Salud Pública de la Universidad de Chile, “no está considerado dentro de los manuales o clasificaciones de problemas de salud mental”.
Un síndrome, explica la especialista, se puede entender desde dos acepciones. “La primera, como un conjunto de síntomas que se presentan de manera simultánea y que caracterizan determinada patología. Y la segunda como un conglomerado de señales o síntomas que se presentan juntos, y que determinan o caracterizan una determinada situación”.
El síndrome de la cabaña tiene un carácter transitorio: sus síntomas, en este caso, están asociados a la pandemia, pero su evento gatillante, dice Sandoval, es “haber estado recluidos en nuestros hogares de manera obligatoria y por un largo periodo de tiempo”.
Sin embargo, hay síntomas, señales y formas en que se da el síndrome de la cabaña “que llevan a clasificarlo dentro de las formas de vivir el miedo”.
“Es inevitable que tengamos sensaciones de ansiedad y angustia durante el período de pandemia”, dice Felipe Matamala. Según el psicoanalista, el problema se presenta al intentar reincorporarnos a nuestra vida cotidiana sin que sepamos, exactamente, cuál será nuestra nueva rutina. “Da la impresión de que nos perdemos en ese sentido”.
Hay quienes pueden confundir el síndrome de la cabaña con trastornos que sí son considerados patológicos, como es el caso de la agorafobia. Esta última es “un cuadro clínico que está dentro de la categoría de los trastornos de pánico. A diferencia del síndrome de la cabaña, es el temor a los espacios muy abiertos, el pánico a las aglomeraciones de gente. Puede ser el transporte público, ir al estadio o a un concierto”, explica Christian Ovalle, psicólogo clínico y psicoanalista en formación de la Sociedad Chilena de Psicoanálisis.
Una paradoja con historia
El síndrome de la cabaña fue circulando poco a poco como parte del vocabulario propio de la pandemia, a raíz de lo que comenzó a verse en Europa, especialmente en España, tras los largos periodos de cuarentena. Muchas personas, entonces, manifestaron un miedo terrible a dejar sus hogares, sus refugios, y volver a desplazarse en las calles.
Sin embargo, el término tiene un historial más largo y no tiene nada que ver con lo que propone Eli Roth en Cabin Fever (Síndrome de la cabaña, en su traducción del inglés), su película del 2002. En ella el director y actor —recordado por su actuación en Bastardos sin gloria— muestra a un grupo de jóvenes que pasa sus vacaciones dentro de una cabaña en medio del bosque, donde contraen un extraño virus que les descompone la piel de forma muy vistosa.
La verdadera historia se da en el siglo XX, en Estados Unidos, al describir los malestares que manifestaban algunos cazadores que permanecían recluidos por mucho tiempo en cabañas durante la temporada de caza.
“En ellos se observaba a nivel físico, anímico y cognitivo una serie de problemáticas o trastornos que tenían que ver con diversas somatizaciones, como confusión, irritabilidad, desesperanza, ansiedad, angustia, incertidumbre, frustración, impotencia, anhedonia; en fin, una falta de autorregulación, problemas de atención, concentración y memoria”, enumera Marcela Sandoval.
Pero además de ello, los invadía un miedo intenso que guardaba una paradoja: esos malestares que afloraban por el encierro prolongado volvían a manifestarse a la hora de abandonar la cabaña.
“Este proceso me gusta verlo como dos caras de una misma moneda, que es la reclusión prolongada y obligatoria. Se da la paradoja de sentir irritabilidad, desesperanza y depresión por permanecer recluidos, síntomas que luego también se dan al salir”, dice la psicóloga clínica.
El síndrome de la cabaña puede ocurrir en distintas situaciones en que se da una reclusión prolongada y obligatoria, como es el caso de largas hospitalizaciones, condenas privativas de libertad o secuestros, entre otras.
Nuevas premisas para enfrentar el mundo
Para quienes padecen el síndrome de la cabaña, lo que está en juego es su capacidad de adaptación a un escenario que se inició con la expansión del covid-19 en el mundo.
“Recordamos el mundo antes de la pandemia, en el que sentíamos que teníamos control sobre nosotros mismos y nuestras relaciones, premisas básicas de estabilidad que el virus ha venido a modificar. Hoy entendemos, más que nunca, que todo cambia y que dependemos uno de los otros. Diría que estamos en una co-construcción de esas premisas básicas”, sostiene Sandoval.
A este pesar se suman otros factores que se presentan como hostiles y que inciden en el surgimiento del síndrome, como el hecho de no ser capaces de ver o identificar la presencia del virus del covid-19. Éste, más bien, puede estar en todos lados, en cualquier persona, aunque no tenga síntomas. A ello se suma la aparición de variantes, como la Delta, de mayor capacidad de infección y riesgo vital.
En ese contexto, “nuestro hogar, la cabaña, es un refugio en el que hemos logrado construir un espacio de seguridad, de control. Con el levantamiento de las restricciones, mucha gente está retornando al trabajo, los niños vuelven al colegio, los jóvenes a sus actividades universitarias, se puede tener actividades sociales o deportivas, y en ello se pierde el control que tenemos en el encierro. La paradoja se da con el miedo a salir, el abandono no sólo del espacio seguro, sino que de la pérdida del control”, asegura la psicóloga.
Por otro lado, la persona entiende que “el aislamiento social lo salva a ella y también a otros del contagio y de la posibilidad de muerte. Es la forma de darle continuidad a la vida, a la existencia, y en la cabaña la persona siente que puede ejercer esta voluntad”.
Felipe Matamala llama a no “quitarle el piso” a lo que estamos sintiendo a propósito de todo esto. “A veces estamos en situaciones muy estresoras y eso lleva a que tengamos miedo al contagio, que no sepamos o no podamos pensar en cómo nos vamos a desenvolver, si vamos a volver al trabajo o no. En ese sentido, en la medida en que vamos reincorporándonos al trabajo presencial nos vamos a dar cuenta de que podemos sentir cierto bienestar con recuperar la rutina”.
Se necesita atención médica
Si bien el síndrome de la cabaña no es considerado una patología ni un trastorno en salud mental, la gravedad de sus síntomas pueden hacer necesaria la consulta médica, sobre todo si estos están impidiendo que la persona lleve adelante su vida.
“En la medida en que estos síntomas se van produciendo y van teniendo mayor intensidad, nos podemos encontrar con un trastorno de angustia. Ahí estamos hablando de un síndrome un poco más intenso y, por lo tanto, habría que poner atención a cómo nos vamos sintiendo y consultar a un médico, un psicólogo o psicóloga para que nos vaya guiando en este proceso”, advierte Matamala.
“Probablemente, parte de esos síntomas sean compatibles con otros trastornos de ansiedad. De hecho, las personas terminan tratándolo con psiquiatras o médicos como si fuese un cuadro ansioso”, complementa Christian Ovalle, que sostiene que el desarrollo del síndrome de la cabaña puede estar relacionado a otras comorbilidades, como las fobias.
En el caso de los adultos mayores, como también de las niñas y niños, puede ser complejo, “más aún si sufren algún trastorno de ansiedad o de integración sensorial”, dice Ovalle. “Y cuando toca volver a esta especie de normalidad, en una fase 3, los estímulos, como el ruido o la cantidad de gente —que además uno nota que anda más estresada—, produce que las personas puedan desarrollar con mayor intensidad de este tipo de cuadros”, agrega.
Marcela Sandoval concuerda con el riesgo que el síndrome de la cabaña representa, sobre todo en la tercera edad. “Son los que más tiempo han pasado encerrados, les va a afectar de manera distinta”. En ese sentido, la psicóloga llama a requerir ayuda profesional, porque, “además la familia se angustia con estos casos”.
Recomendaciones
Identificar cuando se está sufriendo del síndrome de la cabaña es posible tanto para la persona afectada como para el entorno de esta. Felipe Matamala afirma que debemos “escuchar cómo nos vamos sintiendo. Si eventualmente siento una ansiedad permanente por más de una semana, pondría atención”.
Para Christian Ovalle, cuando se empiezan a notar “la falta de ganas, de iniciativa en cuanto a lo social o laboral, uno podría empezar a preocuparse y apoyar a la persona”. Lo importante, asegura, “es no apurar, sino que empatizar con lo que les pasa. La fobia es algo súper irracional y muchas veces produce rabia en la gente. Pero la comprensión es fundamental. Hay que acompañar”.
El apoyo del entorno familiar y amistades puede ser clave en la recuperación de la persona afectada. “Es muy común que las personas que sufren de crisis de pánico, por ejemplo, cuando van acompañadas de niños tienden a disminuir o desaparecer sus crisis”, expone Ovalle.
Lo importante es entender que se trata de un trabajo progresivo. “Para salir del espacio seguro y transitar por la vía pública, lo que se recomienda es que sea de forma paulatina. Pensemos que afuera está el agente estresor: la posibilidad de contagio. Entonces, se sugiere que se haga de forma progresiva. Contactar con el mundo, luego salir a la puerta y de a poquito ir transitando hasta la calle, para después desplazarse alrededor de la manzana, en momentos en que no haya tanta gente”, describe Marcela Sandoval.
Prevenir es posible. Sin embargo, dice la psicóloga clínica, “hay que entender que es algo nuevo. Estamos recién visualizando cómo abordarlo y manejarlo. Sin duda, una de las cosas que hay que aprender es que tenemos que evitar esta reclusión social de manera absoluta, sobre todo pensando en aquellas personas que viven solas. Pensemos en los adultos mayores, por ejemplo. Deben tratar de mantener el contacto, ya sea por teléfono, videollamadas, las distintas formas creativas que han emergido para mantenernos conectados con nuestros seres queridos”.
En estos casos hay que preocuparse de “escuchar desde dónde está expresándose la persona, cuáles son sus temores. Darle la seguridad de todo lo que ha hecho para cuidarse y protegerse. Porque esa persona ha construido un espacio seguro que vale la pena valorarlo, ya que desde ahí tiene las condiciones para generar espacios seguros afuera”, dice Sandoval.
La buena alimentación y la actividad física siempre van a ayudar al bienestar, dice la psicóloga, quien además invita a abordar el tema desde un punto de vista integral: “Esta es una posibilidad de proyectar una vida que nos conecte con los otros. Que las personas entiendan esto como un nuevo desafío en la vida que se puede proyectar, que puede retomar las cosas de interés y puede seguir disfrutando de la vida haciendo los ajustes necesarios”.
“Tenemos que ser capaces de generar los espacios seguros en el trabajo, en los restoranes, en las plazas, en las casas cuando invitamos a alguien. Tenemos que asumir esa valoración por el otro, respetarlo. Tiene que ver casi con cómo construimos vínculos seguros para nosotros y para los demás”, cierra.