Algunos días atrás, en un momento en el que debía estar trabajando, me puse a hacer scroll en Facebook. A estas alturas —de mi vida y la vida de Facebook— lo hago por pura inercia, un acto reflejo sin ninguna esperanza de encontrar algo que valga la pena. Pero entre las fake news de mis compañeros de colegio y los posteos de mi tía anarquista contra todo y todos, apareció un antiguo artículo de La Tercera que captó mi atención. Siempre en búsqueda de una distracción que me permita postergar lo que tengo que hacer, le hice clic.
"Manual para la desconexión: 12 reglas para evitar niños adictos a las pantallas", se titulaba, y estaba basado en unos "mandamientos" escritos por Chris Anderson, exeditor de la revista Wired, dueño de una empresa de robots y drones, gurú de Internet durante la década pasada —The long tail, su famoso libro, estaba en las oficinas de los socios de todas las agencias digitales que fracasaron— y padre de cinco hijos.
Supuestamente, son una docena de normas para que sus niños no se transformaran en unos yonquis de los gadgets —como seguramente lo es él mismo—, pero al leerlas, y sin demasiada atención siquiera, noté que no eran normas ni reglas ni máximas, sino que una serie de restricciones y condiciones, casi todas muy represivas, para espantar a sus críos de las pantallas más que para enseñarles a usarlas con criterio.
Horarios controlados por una app, contenidos bloqueados y nada de iPads están entre sus “normas”. “Mis hijos me acusan a mí y a mi esposa de ser fascistas y demasiado preocupados por la tecnología, y dicen que ninguno de sus amigos tienen las mismas reglas”, explica Anderson. Estoy de acuerdo con sus pobres hijos. ¿Papi se hizo millonario escribiendo sobre Internet, conectado todo el día a una maldita pantalla, y ellos, a los once años, apenas pueden mirar YouTube Kids media hora al día?
Yo también soy padre y también sospecho de la tecnología, pero más sospecho de los padres que les prohiben el acceso a ella a sus hijos. No se trata de darles rienda suelta y libre acceso a las pantallas: sé muy bien que estos aparatos son droga de alta pureza si se los utiliza indiscriminadamente —he visto cómo, en un segundo, la tierna y redonda cara de mi hijo de 5 años se transforma en la de Gollum cuando le exijo de vuelta el teléfono—, pero sé aún mejor que el mundo se digitalizó, y a menos que aparezca un buen desdigitalizador, ya no se va a desdigitalizar.
“Ese es el primer error de muchos padres: creer que sus hijos no necesitan internet”, me dice la psicóloga María Victoria Briano, especialista en habilidades parentales del centro Cetep. “Sobre todo para los prepúberes y adolescentes, está en su día a día y forma parte importante de su sociabilización”.
Como siempre en la vida, el desafío está en encontrar el equilibrio. ¿Cómo hacer para que mis hijos conozcan la tecnología y no sean unos analfabetos digitales, pero tampoco caigan en sus adictivas garras?
Briano me explica que todo depende de la edad. Antes de los dos años, por ejemplo, nada de pantallas, al menos no de manera directa. Y que después de esa edad las vean, pero ojalá no más de una hora diaria. “Pasar más de 120 minutos al día frente a una pantalla puede tener implicaciones graves en el desarrollo cognitivo de los niños”, dice. “La adquisición del lenguaje corre riesgo de retrasarse, sobre todo si esta exposición se hace sin acompañamiento ni mediación”.
La clave, al parecer, es esta última palabra. Mediación. La psicóloga, por lo menos, me la repite muchas veces. Los padres, dice, debemos ser mediadores entre los niños y la tecnología: no funcionar tanto como la policía del internet sino que como los guías que les marcan el camino.
"Para esto", recomienda Briano, "primero deben existir normas claras, establecidas previamente, y con consecuencias definidas". Que no se usen las pantallas en la mesa, mientras se come, es un buen punto de partida para ella. O establecer ciertos horarios, aunque siempre flexibles —nadie se muere por 10 minutos más—, para jugar PlayStation o computador. La idea es que se cumplan con rigurosidad, ya que si un día el niño, en vez de jugar una hora lo hace durante dos, al día siguiente también va a exigir esa holgura. "Esto requiere de consistencia", advierte la psicóloga, algo que, por alguna razón que profundizaremos en otro artículo, no abunda en las nuevas generaciones de padres.
Lo que sí sobra es intromisión: conozco a muchos papás y mamás que intrusean en los teléfonos de sus hijos, les leen el WhatsApp, revisan sus fotos, rastrean su historial. ¿Es lo que haría todo padre responsable o sería caer, citando a los niños de Anderson, en el fascismo parental?
"Es más efectivo conversar que espiar", dice María Victoria Briano, que tampoco promueve el uso de apps de vigilancia de los contenidos que consumen los menores. "Si uno vigila demasiado, el niño lo único que aprenderá serán nuevas maneras de mentir y engañar. Está bien trazar límites, pero entre más estrechos estos sean, menos espacios tendrá el niño para responder ante los problemas online que le surjan después".
Porque ese es el objetivo final: más que evitar la adicción, propiciar un consumo razonable. Es como el azúcar o el sexo —la comparación es mía—: si uno transforma su existencia en un tabú, en un pecado o un asunto prohibido, cuando ellos se enfrenten a ello —a Internet, a los dulces o al salado acto sexual— seguramente no sabrán cómo reaccionar correctamente.
“Hay que generar niños críticos de lo digital, que sepan distinguir lo bueno de lo malo”, resume la psicóloga Briano. “Para eso, así como no hay que dejarlos a la deriva de las pantallas, tampoco hay que cortarles su acceso. Muéstrale que no todo en internet es verdad, preséntale a los trolls, cuéntale de tus experiencias buenas y malas en la web. Y de nuevo: más que vigilarlo, pregúntale por lo que está jugando y consumiendo. Así podrás anticipar mejor si está teniendo un problema”.
Cuando tenía 10, a mi hijo de 11 le dijimos que a los 12 podría tener celular. Pero entremedio todos sus compañeros ya tenían uno y veíamos cómo él quedaba excluido de muchas actividades y conversaciones. Cedimos, y desde este año tiene un móvil. Si bien intenta usarlo hasta en la ducha, le hemos puesto algunos límites —se apaga una hora antes de dormir y no se lleva a los paseos, por ejemplo— y hoy se ve más integrado, incluso más activo: lo comenzó a coquetear una niña por WhatsApp y por primera vez hizo ejercicio en la plaza.
“Al final, lo más importante es formar ciudadanos digitales responsables”, concluye Briano. “Hoy, además, su identidad en buena parte se construye en internet, y reprimir esa posibilidad sería atentar contra su desarrollo”.