Hay bastante consenso en que la adolescencia es la etapa más desafiante para la crianza. Si usted, estimada lectora o lector, la está viviendo, seguro está de acuerdo. “He llegado a creer que los adolescentes son la venganza de Dios contra la humanidad”, dice el comediante Jeff Allen. “Realmente creo que en algún momento Él dijo: ‘a ver si les gusta esto de crear alguien a su imagen y semejanza y que luego reniegue de tu existencia”.
Una metáfora menos teológica y más tecnológica es la que ofrece Rafael Guerrero, psicólogo infantil y doctor en Educación. “El cerebro adolescente es como un celular al que le ha llegado una notificación por la que debe ser actualizado. Cuando tú le das OK, el teléfono deja de funcionar. La buena noticia es que cuando se reinicie, éste va a ser mucho mejor, más operativo y con funciones que antes no tenía”.
En un interesante artículo, Guerrero —autor del libro El cerebro infantil y adolescente, claves y secretos de neuroeducación— explica que padres y madres conviven con alguien que pasa por un “tsunami emocional”, cuya parte del cerebro que se está “actualizando” es la que regula el comportamiento y las decisiones. Mientras, están operando casi a puro instinto y emoción.
Resulta interesante el ejercicio de ponerse en ese lugar al momento de enfrentar la crianza de adolescentes. Recordar cómo fue vivir ese período de estar bajo una férrea dictadura emocional. Una etapa donde se vive a merced de sentimientos totalitarios, muchas veces paralizantes, y por sobre todo de una confusión enorme porque ni siquiera se maneja el concepto de “confusión”.
Para Tristana Suárez, psicóloga y terapeuta Gestalt, la adolescencia es un largo y complejo proceso en el que intervienen factores psíquicos, emocionales y fisiológicos. Por eso es que, por ejemplo, duermen o quieren dormir tanto. “Su organismo está sufriendo una explosión de crecimiento, solo equiparable a la que se produce en los primeros años de vida”, explica.
Visto desde esa perspectiva, parece ser que lo más sensato es actuar de manera empática y tierna. Estoica, por lo menos, para enfrentar la indiferencia, las actitudes desafiantes, los silencios incómodos y en general la abulia propia de una persona adolescente.
El amigable recordatorio lo aporta la psicóloga Ana Muñoz: “Los adultos somos nosotros, y, por tanto, somos un referente y modelo para nuestros hijos. Debemos tener la capacidad de autocontrol y el manejo de nuestras emociones”.
La frase del doctor Jekyll en el libro de Robert Louis Stevenson resume bastante bien el reto de criar adolescentes: “Quiéreme cuando menos lo merezco porque es cuando más lo necesito”.
Huele a espíritu adolescente pandémico
Maria José Lacámara es psicóloga clínica y autora de los libros Más conectados: encontrando a los padres que queremos ser y Soy suficiente. Lo primero que sugiere es cambiar el foco al momento de enfrentar la crianza de centennials. Entre otras cosas, sacar del algoritmo mental la idea de que “las y los adolescentes son difíciles”. Cree que es mejor decir que “la relación se torna desafiante”.
Argumenta que hay un cambio importante en pasar de criar a un niño o niña versus alguien que empieza a tener su propia identidad, momento en que las expectativas suelen chocar con la realidad. Pero también menciona un punto pocas veces tocado: que la mayoría de las veces “la adolescencia de las y los hijos topa con la crisis de mediana edad de los padres”.
La sugerencia es poner énfasis en esa transformación de la dinámica, porque finalmente las dos partes están cambiando. “Hay que buscar esa conexión”, dice, “para que la relación no se friccione y se quiebre. Ir construyendo en conjunto hace esa transición mucho más llevadera”.
Otro concepto clave, enfatiza Lacámara, es el de la empatía; ponerse en su lugar. “Es fundamental tener claro que son personas diferentes a nosotros y que su visión del mundo es muy distinta a la de uno. Por ejemplo, tienen mucha más accesibilidad a todo lo que sucede a su alrededor que las generaciones pasadas”.
Eso, en un contexto de pandemia, cobra especial relevancia. Sobre este punto, Ana Cobos, presidenta de la Confederación de Organizaciones de Psicopedagogía y Orientación de España, sugiere que para mitigar su ansiedad “hay que evitar estar todo el día hablando del asunto”.
En esa misma línea, tampoco hay que sobrerreaccionar, pues existe la posibilidad de que no les importe tanto. No por antipatía u egoísmo, sino porque están librando su propia crisis sanitaria interna: la hormonal.
“No es que no les afecten ni interesen los problemas de los demás, sino que necesitan gran parte de su atención en redefinir su propio mundo, su identidad. Los adultos lo solemos interpretar erróneamente y se generan conflictos que, aunque nos exasperen, no son producto de mala fe por parte del adolescente”, advierte Tristana Suárez.
“Su centro de operaciones son sus propios cuerpos y mentes y los de sus semejantes. El mundo adulto queda borroso y desdibujado; el infantil, a veces añorado y otras rechazado y obsoleto”, dice.
Para conectar con alguien viviendo ese torbellino febril de sensaciones y pensamientos, Maria José Lacamara aconseja no tener la actitud de alguien que tiene la última palabra. Sugiere, por el contrario, aprender de ellos: “Muchas veces tienen mucho que enseñarnos justamente respecto de apertura, flexibilidad y empatía”, dice.
Abraza tu boomerismo
“Yo sí estaba en onda, pero luego cambiaron la onda. Ahora la onda que traigo no es onda. Y la onda de onda me parece muy mala onda”, dice Abraham Simpson, el papá de Homero, en esta icónica escena de la serie animada que, aunque te duela el alma, probablemente para tu hija o hijo adolescente no significa absolutamente nada.
Lo quieras o no, y por mucho que lo intentes, el adolescente que vive en tu casa te va encontrar boomer, que aunque en estricto rigor se refiere a la generación nacida entre 1946 y 1965, hoy día es como la juventud se refiere a las personas de 30 para arriba. De hecho la referencia a los Simpson es 100% boomer.
Lo quieras o no, y por más que intentes evitar esa brecha generacional (consejo: no te pongas a escuchar Marcianeke en el auto), mucho de lo que hagas y digas (por no decir todo) le va provocar cringe, que es el nuevo concepto para decir “vergüenza ajena”.
Eso, por supuesto, afecta la autoestima. Daña el ego y, además, te pone de frente a la inclemente realidad de que estás envejeciendo. Ni las canas ni las arrugas te lo dicen tanto como ver a tu hija o hijo transformándose en una persona adulta.
Entonces ahí también hay un duelo. Por eso, el llamado o el desafío del cual hablan las y los expertos es ser la mejor versión de uno mismo, lo cual implica un desapego. Básicamente, desprenderse del ego, aceptar con hidalguía tu boomerismo y entender que tu misión ahora es la de copilotear la ruta de tu herencia. Algo que no tiene mucho glamour pero sí bastante épica.
Para eso, María José Lacámara aconseja “acompañarle en esta cruzada de convertirse de adolescente a adulto, asumir que habrá errores y sufrimientos, pero aprender a mirarlos juntos, porque son aprendizaje y de ahí aparecen las luces y el conocimiento”, alienta. “Es necesario mirarlo como oportunidad. Por supuesto: queremos que sean felices, que no sufran ni se equivoquen, pero los errores, fracasos, dudas, ansiedades y miedos son sentimientos humanos. Es importante que sepan que pueden experimentarlos y repararlos juntos”.
Pero al mismo tiempo, matiza, es importante rayar la cancha, poniendo normas y límites. Por ejemplo, en lo que al tiempo de uso de pantallas y redes sociales se refiere. En eso, y en todo, agrega, es importante enseñar más con el ejemplo que con palabras.
Buscando conexión
Uno de los principales riesgos de las brechas generacionales es que se conviertan en una distancia afectiva. El aviso que aporta Lacámara es que la conexión no se da sola. “No viene por default genético; hay que trabajarla”.
Hace algunos días, se publicó en Paula un artículo acerca del contundente aporte que significa Sex Education, la popular serie de Netflix, para los padres, las madres y los mismos adolescentes respecto al febril despertar de la sexualidad y la identidad de género durante esa etapa. Ahí, la psicóloga infanto-juvenil Helga Delgado, fanática de la serie, dice por qué la labor de criar es también un trabajo de re-educarse: “La educación sexual no la requieren solo los adolescentes sino también los adultos(...) Necesitamos una comunicación libre de prejuicios, que facilite el diálogo y no que lo entorpezca”.
Lo primero entonces es no caer en la trampa de la frustración, la culpa o el miedo, ni tampoco en que su individualidad no es como la imaginabas. Lo segundo es entender que ellas y ellos también lo sufren: por mucho que a veces parezcan chatos o indiferentes, están deseosos de madres y padres empáticos que los entiendan. “Sin excepción, todo adolescente quiere sentirse y comprendido”, asegura.
Uno tiende a pensar, advierte la profesional, que en la adolescencia “están en su volada y los padres pasamos a ser prescindibles, pero eso no es verdad y es algo que nos aleja tanto a nosotros como a ellos”.
Reitera la importancia de hacer consciente el hecho de conectar, dándose el tiempo de preguntarles, de entender su visión sin juicios y de conversar de las cosas que les gustan. “Eso nutre los vínculos”.
El password para la conexión finalmente es un concepto que se repite: “Hay que aprender a flexibilizar”, dice la psicóloga y escritora. “Tenemos una idea de lo que es correcto pero las respuestas aparecen en lo que nuestros hijos nos enseñan. Al final, las teorías aportan pero pueden hacer que nos perdamos. Hay que encontrar las respuestas en nuestras experiencias particulares y ahí la flexibilidad es clave. Mirarlos y aprender que son personas únicas e irrepetibles”.