La publicación más popular en el Instagram de Frannerd, artista chilena que vive y trabaja en Nueva York, es una breve reflexión ilustrada que tiene más de 57 mil likes y superó los 450 comentarios. La hizo el 10 de abril, cuando la cuarentena y el encierro se vivían con intensidad en el hemisferio norte, y termina con esta frase: “Nunca pensé que te echaría tanto de menos, desconocido. Espero mucho volver a verte”.

Ya sabemos cuán importante es para nuestra salud mantener vivas las relaciones más cercanas: está comprobado que con solo escuchar la voz de los padres o de un mejor amigo el ánimo y el bienestar mejoran. ¿Pero qué pasa, durante el confinamiento, con aquellas relaciones que se dan en la calle, en el espacio público, con gente aleatoria en una fiesta o arriba de una micro? ¿Por qué echamos de menos, como dice Frannerd, a gente que apenas conocemos?

A este tipo de relaciones, efímeras o poco frecuentes, el amigo de una amiga o el quiosquero cerca del paradero, en sociología se las conoce como “vínculos débiles”. El término —weak ties, en inglés— fue acuñado en los setentas por el sociólogo Mark Granovetter, académico de la Universidad John Hopkins, tras publicar un artículo que aún sigue siendo muy citado.

Ahí, Granovetter demostró que así como los vínculos fuertes —la familia, los amigos o los compañeros de trabajo— son fundamentales en nuestras vidas, las conexiones más distantes o “débiles” —como los conocidos, el cajero del minimarket o ese extraño con el que, un poco borracho, conversaste en la cocina durante una fiesta— resultan también importantísimas para nuestro desarrollo “holístico”. “Estos vínculos débiles”, escribió el sociólogo, “nos dan muchas oportunidades: son muchas veces el detonante en nuestras vidas para nuevos proyectos, trabajos e ideas”.

“Los vínculos débiles son como el pan”, dijo Nathan Heflick, profesor de psicología de la Lincoln University, consultado para un artículo de The Guardian. “No son la carne jugosa ni una lasaña recién hecha, las comidas que más apetecemos, pero son esenciales en el día a día. Aunque toda la comida del mundo estuviera disponible, nos preocuparíamos mucho si nos faltara el pan”.

Por eso no es raro echar de menos experiencias gregarias que quizá, antes de la cuarentena, habríamos elegido evitar: andar en metro, hacer fila para el baño en una discoteque, caminar entre una multitud por el centro o esperar tu turno en la cafetería.

“Esos encuentros te dan la sensación de ser visto y reconocido por un otro, elementos muy importantes para la autoestima”, dice Susana Romero, psicóloga del Centro Cetep, especialista en trastornos de ansiedad. “Te hacen sentir conectado y a gusto con tu entorno”.

A diferencia de los vínculos fuertes, que son los pilares de nuestra vida social pero resultan muy demandantes y exigentes emocionalmente, Romero explica que los débiles, al ser más livianos e informales, requieren de una menor inversión de energía. “Solo con una sonrisa puedes dar y recibir buena onda. Es una gratificación más instantánea, y sin ella, los niveles de satisfacción bajan y se resta bienestar”.

“Hoy, en cambio, sales a la calle rápido, con sospecha, todos tienen los rostros ocultos, no hay sonrisas ni miradas. Es como ir al supermercado y que las góndolas estén vacías. Una gran desilusión”.

“Los vínculos débiles tienen harta importancia en los modelos de teoría de redes en sociología”, dice Matías Bargsted, académico del Instituto de Sociología UC e investigador del Centro de Estudios de Conflicto y Cohesión Social (COES). “Son personas que transmiten o que conectan a otras socialmente diversas”.

Como el verdulero que atiende en el barrio donde vive Bargsted: un inmigrante palestino. “La riqueza de relatos que tiene para un chileno como yo, que no conoce cómo es la vida en Palestina, es muy amplia”, cuenta. “Ese es un ejemplo medio extremo, pero teóricamente los lazos débiles tienen esta riqueza de exponerte a información social distinta a la que uno no está habituado y que que no circula mucho en tu red de amigos o familiares más cercanos”.

Son relaciones, como dice la psicóloga Susana Romero, que nos complementan y nos sacan de la burbuja. Y posiblemente ahí radica una de las principales consecuencias de perder los vínculos débiles: encerrarnos aún más en nuestros círculos íntimos, una “homofilia”, según la define Matías Bargsted, donde solo nos conectamos con personas que piensan igual o han tenido experiencias de vida similares a la propia.

Un fenómeno que ya se venía percibiendo en las redes sociales, donde la gente suele interactuar con personas similares a ella, o informarse a través de canales afines con sus visiones de mundo. “Hay una regularidad empírica que lo demuestra”, apunta Bargsted.

“En ese sentido, la pandemia cae en un mal momento en Chile. Esto es determinista, pero al reforzar relaciones sociales íntimas y romper la frecuencia con que se establecen vínculos débiles, podría eventualmente reducir la exposición a información social diversa. Y eso alimenta lo que venía de antes (con el estallido social): este clima de discusión ideológicamente más rígido que tenemos”.

¿Hay alguna forma de contrarrestar esto? ¿Cómo podríamos promover el encuentro con extraños, o gente fuera de nuestro círculo, si la instrucción más importante es quedarse en la casa sin ver a nadie?

“Se podrían activar las redes sociales pero de otra manera”, sugiere Susana Romero. “Tratar de conectar con personas que se dediquen a lo mismo que uno —o que compartan gustos o aficiones— o simplemente reconectar con conocidos a los que no vemos hace tiempo”. De alguna manera, reemplazar estos encuentros virtualmente. Para eso, dice, es necesario sacarse los prejuicios y los “rollos”, y simplemente escribirle a esa persona: “oye, me acordé de ti, ¿cómo has estado?”.

A Romero le ha pasado: le llegan de pronto saludos a través de Linkedin de excolegas, con los que hace muchos años trabajó, y que le suben el ánimo de inmediato. “Ahí pienso: ‘pucha, ¡qué rico!’. Significa que dejé una buena impresión en ellos”. Por el contrario, si nos inmovilizamos —“si metemos la cabeza al acuario”, como dice Romero— puede fomentarse un efecto complicado: la fobia social.

El sociólogo Matías Bargsted echa mucho de menos mucho el metro: mirar esa diversidad de gente, cada uno en la suya. Un momento que le servía para sentirse parte de un lugar. “Pero esas experiencias de contacto social, que pueden ser súper impersonales, ya no están. Y a la luz de su ausencia uno las aprecia”.