Otro año que se fue y otro que llega. Habrán faltado los fuegos artificiales en la bahía de Valparaíso o en la torre Entel de Santiago, pero abundaron las fiestas y las resacas al día siguiente. Aunque al ánimo festivo, que se predica en los medios y la publicidad, y al que se abraza gran parte de la población, se contrapone otro menos llamativo, acaso minimizado, y más melancólico.
“No me gustan mucho las fechas de fin de año”, comenta Carlos, hombre de 30 años. “Si no fuera porque mi amiga está de cumpleaños el 1 de enero, me habría quedado en la casa”, remata.
¿Por qué no le gustan? Carlos no quiso ahondar en ello, pero otro asistente, atento a la conversación, y probablemente más desinhibido de lo habitual, reveló: “Es que se acuerda de un amigo que murió”.
No son pocas las personas que se sienten estresadas o incluso angustiadas cada fin de año. Un sentir que no se va por arte de magia cuando el reloj marca las 00:00 horas del primer día de enero: bien se puede extender por un tiempo que no tiene cuenta regresiva. Y las razones, a diferencia de lo que le ocurre a Carlos, no siempre tienen que ver con haber perdido a un ser querido.
El recuento
“Tiene que ver, en buena parte, con cómo ha sido el año para cada persona”, dice Adriana Fernández, académica de la Universidad Alberto Hurtado y directora subrogante de su Centro de Atención Psicológica. Al terminar el año “inevitablemente hacemos un recuento de lo que fue, de lo que pasó y lo que vivimos”.
Ese recuento puede ser positivo o negativo, dependiendo de los eventos que hayamos vivido. “Si perdimos a un ser querido, por ejemplo, o si fue difícil en lo laboral o en lo económico, al mirar hacia atrás tendremos la sensación de haber tenido un año con números rojos”. Ese saldo negativo puede derivar en un sentimiento “más depresivo y de tristeza”.
Ese recuento puede involucrar todavía eventos de los dos últimos años, cuando la pandemia sumió al mundo en la incertidumbre y la fatalidad. Los eventos que cada cual vivió en su intimidad y su entorno —desde los planes y proyectos abortados hasta la muerte o enfermedad de un cercano— pueden aún estar pasando factura a nivel anímico, económico, laboral o sentimental.
“Estos años han sido difíciles, tanto a nivel país como mundial”, comenta Fernández. No por nada, la prevalencia mundial de ansiedad y depresión aumentó un 25% tras el primer año de pandemia, de acuerdo a datos de la OMS. “Por lo tanto, se puede generar una sensación de desesperanza, de que todo está mal. Pero eso hay que tratar de evitarlo”, comenta Fernández.
El peso de las expectativas
Si bien en términos sanitarios ya se volvió a una especie de normalidad, según Fernández las expectativas respecto al futuro siguen siendo más tímidas que exhuberantes. Este 2023, dice, se inicia con “una incertidumbre económica que genera dificultades”.
“Quedamos todos con un temor a hacernos grandes expectativas, porque nos dimos cuenta de lo frágil que es cualquier planificación”. Eso ha llevado a que las personas moderen sus perspectivas y los planes no vayan más allá del mediano plazo.
Esto último puede tener implicancias positivas, como centrarse más en el presente y disfrutar el momento. Los planes, además, al volverse “más realistas”, reportan una gratificación más segura. El lado negativo, de acuerdo a Fernández, es que no poder mirar a largo plazo “impide soñar” y buscar lo que se anhela.
“Necesitamos la posibilidad de desear a largo plazo, de sentir que hay cosas que podemos hacer y que la comunidad nos puede ayudar para lograr”, asegura. No contar con esta posibilidad puede ser sumamente desesperanzador para las personas.
Burnout y otros síndromes de fin de año
Es curioso lo que sucede con diciembre: para los estudiantes es el inicio de las vacaciones y comienza el esperado verano, coronado por la Navidad y el Año Nuevo. En resumen, un mes de pura alegría, amor y celebraciones. ¿Por qué entonces es tan difícil sobrellevarlo?
Porque llegamos agotados al doceavo mes del año, y más que una promesa de goce, el horizonte de diciembre es de mayores y más intensas responsabilidades. Esas obligaciones, dice Adriana Fernández, pueden ser laborales —casi sin margen para alcanzar las metas establecidas a comienzo de año—, familiares, académicas y, también, a las mismas fiestas de fin de año.
“Las tensiones que se pueden dar son muchas: a quién invitar, dónde pasar las celebraciones, qué pasa con los familiares con quienes tenemos conflictos, los problemas económicos que impiden una gran fiesta, etcétera”.
A ese estrés se le ha denominado de distintas maneras: síndrome de fin de año —también conocido como síndrome de diciembre— y más recientemente como síndrome de burnout, o del trabajador quemado.
El burnout es cuando “las personas tienen un exceso de actividades, de responsabilidades y de trabajo, y se les hace muy difícil lidiar con todas. Tienen entonces esta sensación de estar cansadas todo el tiempo: por más que descansen, no recuperan la energía para seguir trabajando”, explica la psicóloga. Eso es, justamente, lo que siente buena parte de la población a final de año.
“El burnout, el fundirse, ocurre cuando el tiempo se estira y no tiene horizonte”, dice la psicoanalista y escritora Constanza Michelson. Por eso, agrega, “los cortes, como los que ocurren cuando se pasa de un año a otro, pueden ser tan vivificantes”.
Ritos al rescate
Que el 1 de enero sea el primer día del año y el 31 de diciembre el último, se debe al calendario gregoriano, instaurado por el Papa Gregorio XII, un orden al que desde el siglo XVI se ha adherido progresivamente la mayor parte del mundo. El objetivo era adecuar el antiguo calendario civil al año solar (basado en los equinoccios) y, de esa manera, fijar la Pascua de Resurrección y, en torno a esta, las demás fiestas católicas.
En Chile, al igual que la mayor parte del mundo, los rituales van desde el reunirse con los seres queridos, compartir una cena, hacer la cuenta regresiva, admirar los fuegos artificiales o sus alternativas, y bailar alguna cumbia, entre otras tradiciones.
Así recibimos al nuevo año, un hito tan ficticio como necesario. “Los rituales, como las plegarias, las promesas o el perdón, son algunas de las formas más altas que cobra el lenguaje humano. Son actos que tienen potencia simbólica, cambian lo que tocan, hacen de lo común algo sagrado también de manera laica. Suspenden el tiempo cotidiano y otorgan sentido”, reflexiona Constanza Michelson.
Para la psicoanalista, la importancia de contar con un hito de cierre y apertura de año radica en la necesidad de comprender el tiempo. “Como escribió Borges, lo finito hace precisos a los seres humanos. Los cierres son formas de puntuación y le dan a la vida la sensación de ciclos. Hay experiencias del tiempo eterno, en momentos de sublimación, pero lo infinito en lo cotidiano da más bien la sensación de una eternidad tediosa, un eterno que no es redondo sino pendular, como la experiencia de una sala de espera”.
Los rituales, como hacer la cuenta regresiva previa a la medianoche, implica marcar una temporalidad. “Así como se necesitan los rituales de kinder, octavo básico y cuarto medio, que son transiciones a distintas etapas de la vida, también necesitamos una transición cada 12 meses, para romper con el año y proyectarnos a futuro”, dice Fernández.
“El tiempo que se precipita sin interrupción no es habitable”, sentencia el filósofo Byung-Chul Han en su libro La desaparición de los rituales. Ahí advierte sobre los riesgos que implica la disolución de los ritos en el mundo contemporáneo. Entre estos, el desgaste de la comunidad y la desorientación del individuo.
“En el vacío simbólico se pierden aquellas imágenes y metáforas generadoras de sentido y fundadoras de comunidad que dan estabilidad a la vida. Disminuye la experiencia de la duración. Y aumenta radicalmente la contingencia”, explica Han. En definitiva, los rituales transforman el “estar en el mundo” en un “estar en casa”. De manera que “hacen del mundo un lugar fiable”.
Por eso es que el 31 de diciembre se acostumbra no solo hacer un recuento y reflexión del año que acaba, sino también algunas supersticiones, como comer doce uvas, ocupar ropa de interior amarilla y salir a dar una vuelta con maletas en las manos.
“Hay familias que se ponen de acuerdo y en la Nochevieja comentan cómo fue el año que pasó y qué esperan para el que viene. Cada vez se está haciendo más común ese tipo de conversaciones, como los recuentos que se hacen en el trabajo, en los que se evalúa el año y se proponen cosas para el futuro”, describe Adriana Fernández.
La tendencia es tal que incluso servicios como Spotify, Netflix y Uber te invitan a hacer un repaso de lo que fue tu año usando sus plataformas. Hasta le agregan un tono emotivo a los kilómetros recorridos en autos de conductores desconocidos.
Más allá de eso, Fernández cree que hacer un recuento de final de año es sano para la psiquis y el desarrollo personal: “Siempre es positivo detenerse y pensar en lo que hemos hecho, lo que hemos vivido, los propósitos que tenemos y corregir los caminos que no nos están llevando hacia dónde queremos ir”.
Consejos para una tregua mental
Para mucha gente, el año pasado pudo no haber sido el mejor, dejando un sabor amargo que bien podría durar buena parte del verano. Más aún si no hay vacaciones en el horizonte —aunque, como apunta Michelson, éstas también pueden implicar un trabajo.
Sin embargo, por sanidad mental, más vale reenfocar la mirada. “A veces las cosas salen mal pero, por favor, ¡no llamemos a eso un trastorno de salud mental! La gracia es poder hacer algo con la vida, incluso cuando los planes no se cumplen”, envalentona Michelson.
“La escritora Claudia Masin dice que la víctima se construye como sobreviviente, cuando logra abrir un paso entre el daño y un nuevo deseo, como el animal que se saca con los dientes los grilletes de la trampa en que ha caído: prefiere perder una pata a quedarse atrapado en la muerte”, agrega la psicoanalista.
Frente a la adversidad, dice Adriana Fernández, se tienen dos alternativas: “o quedarse derrotados o ser resilientes, pararse y seguir luchando. Eso va a depender mucho de las características personales y del contexto en el que se desenvuelve cada persona, y de los apoyos sociales que se tengan”.
Para la sicóloga, es fundamental la socialización y el sentido de pertenencia, algo que también suelen entregar los ritos. “Es bueno dejar de pensar desde el individualismo y hacerlo más desde lo comunitario. Pensar más en qué vamos a hacer como sociedad para salir de estos años difíciles”.
Para darle espacio a la esperanza es necesario darle vuelta a la página del 2022: “Sentir que este año ya pasó, que vamos a dejar atrás lo negativo, y que tenemos todas las energías puestas en el 2023″.
Las expectativas, explica Michelson, hay que entenderlas como un motor, aunque siempre teniendo en consideración a la contingencia: las cosas, hay que saberlo, no siempre resultan como uno quiere. “A veces hay que dejar que la vida haga lo suyo. Los nuevos deseos cambian los planes, a veces eso nos alegra y en otras nos incomoda o angustia. Como sea, la vida no es un plan”.
Lo más conveniente, eso sí, es evitar las comparaciones con otras personas, sobre todo en lo referido a los logros. Fernández, en cambio, llama a agradecer lo que se tiene. Suena a cliché, pero según la sicóloga es importante, porque “valida y valora lo positivo”. De lo contrario, dice, “nos quedamos sólo con lo que nos falta, olvidando las cosas que tenemos, dándolas por sentadas”.
“Es importante dar gracias por tener buena salud, por tener una familia, un grupo de amigos, pertenecer a una comunidad. Hay que agradecer esos vínculos, sentir la unión afectiva, que es algo muy relevante para los seres humanos”.
Y si el malestar es persistente y sientes que no da tregua, lo recomendable es consultar con alguna o algún especialista en salud mental. Como dice Michelson, “hay muchos malestares que no cesan por tener vacaciones, porque no todo el malestar es cansancio ni proviene de afuera. Es como dormir: no basta con cerrar las cortinas para lograrlo, antes hay que callar el ruido interno. Ese ruido vale la pena escucharlo para ver si lo que se necesita es algo más que un descanso”.