El 4 de julio se conmemora la Declaración de Independencia de los Estados Unidos de 1776. El 14 de julio la toma de la prisión-fortaleza parisina de La Bastilla en 1789. Se trata de momentos culminantes de las dos revoluciones que definen el horizonte político de nuestro tiempo. La primera desemboca en la creación de la democracia liberal, la segunda en el prototipo de la dictadura revolucionaria. La primera busca constituir un poder político limitado al servicio de los derechos del individuo, la segunda un poder ilimitado a fin de instaurar la utopía revolucionaria. Esa ha sido la gran disyuntiva política de la modernidad y aún nos movemos dentro de ella.
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El punto de partida de la Declaración de Independencia estadounidense se establece en su preámbulo, al decir que "los hombres son creados iguales" y están dotados de "ciertos derechos inalienables", entre los cuales están "la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad", y que "para garantizar estos derechos se instituyen entre los hombres los gobiernos, que derivan sus poderes legítimos del consentimiento de los gobernados".
La aplicación de estos principios llevó a los padres de la Constitución estadounidense a reflexionar sobre la necesidad de limitar y dividir el poder de la nueva democracia a fin de que no se transformase en un arma de una parte de la sociedad contra la otra y, por lo tanto, en enemiga de la libertad. La "tiranía de la mayoría" y la concentración del poder eran las amenazas que se debían conjurar.
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La solución a la que arribaron fue la creación de un complejo sistema de división del poder y "checks and balances" (controles y contrapesos) entre las distintas instancias gubernativas, complementado por una carta de derechos individuales de rango constitucional. Este conjunto de protecciones contra la acumulación del poder y los humores temporales de la mayoría fue, a su vez, resguardado por la exigencia de altísimas mayorías calificadas para poder efectuar cambios constitucionales. De esta manera, se amarraba la república democrática al mástil de la Constitución a fin de protegerla de sus propias tentaciones liberticidas.
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Ahora, mientras en Estados Unidos se problematizaba el uso del poder democrático y se buscaban frenos a sus posibles excesos, en la Francia revolucionaria se desarrolla la idea de una democracia ilimitada, puesta al servicio de fines colectivos a los que debe someterse la libertad individual. Así, frente a la democracia liberal estadounidense surgirá la democracia iliberal o jacobina, que en 1793-94 hará estragos bajo el liderazgo de Robespierre y el uso constante de la guillotina.
La fuente inspiradora de los revolucionarios franceses fue Rousseau y su idea de la primacía política de un ente colectivo: la república, la nación, la patria o el pueblo. Este colectivo tendría una voluntad "única e indivisible", la famosa "voluntad general", que interpreta los "verdaderos intereses" de los miembros de la sociedad, pero no como individuos que aspiran a realizar sus intereses particulares, sino como partes orgánicas de un todo con intereses propios.
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Para Rousseau, esta voluntad general no es algo evidente, sino que debe ser correctamente interpretada de acuerdo con una razón no siempre accesible para la gente común: "Por sí mismo, el pueblo quiere siempre el bien, pero, por sí mismo, no siempre lo ve. La voluntad general es siempre recta, pero el juicio que la guía no es siempre esclarecido. Se necesita hacerle ver los objetos tales como son, a veces tal como deben parecerle; mostrarle el buen camino que ella busca; protegerla de las seducciones de las voluntades particulares". Y concluye proclamando abiertamente el ideal de toda dictadura totalitaria: "Cualquiera que rehúse obedecer a la voluntad general será obligado a ello por todo el cuerpo; lo cual no significa otra cosa sino que se le obligará a ser libre".
Estos preceptos guiarán el accionar de Robespierre y sus jacobinos en pos de instaurar el "reino de la virtud", lo que se logra, según Rousseau, cuando la voluntad de los individuos se rige plenamente por la voluntad colectiva, ya que la virtud "no es más que la conformidad de la voluntad particular a la general".
Estas ideas son las que se conjugan en el célebre discurso de Robespierre ante la Convención Nacional del 5 de febrero de 1794. En él divide, de manera típicamente populista, a la sociedad en buenos (el pueblo, los virtuosos) y malos (los enemigos del pueblo, los corruptos) y dice a los miembros de la Convención: "La máxima principal de vuestra política deberá ser la de guiar al pueblo con la razón y a los enemigos del pueblo con el terror. Si la fuerza del gobierno popular es, en tiempos de paz, la virtud, la fuerza del gobierno popular en tiempo de revolución es, simultáneamente, la virtud y el terror. La virtud, sin la cual el terror es cosa funesta; el terror, sin el cual la virtud es impotente. El terror no es otra cosa que la justicia expeditiva, severa, inflexible: es, pues, una emanación de la virtud". La democracia jacobina se transforma así en dictadura terrorista.
De esta manera nace nuestra era, escindida entre dos visiones opuestas de la democracia. Una, que aspira a que los seres humanos busquen su felicidad de acuerdo con su propia voluntad. Otra, en que nuestras voluntades particulares son vistas como obstáculos a superar para poder realizar la utopía colectivista. Ese es el fondo, también en Chile, de la gran pugna política de nuestro tiempo.
*El autor es senior fellow de la Fundación para el Progreso y director de la Cátedra Adam Smith de la Universidad del Desarrollo (@MauricioRojasmr).