"Al abismo y con la vista vendada marcha víctima de su imprevisión aquel que no economiza". La frase puede leerse en un antiguo afiche con que la Caja Nacional de Ahorros, antecesora del Banco Estado, promovía hace ya 100 años el valor del ahorro voluntario.

Hoy día, con un PGB per cápita equivalente a seis veces el de esa época, ciertamente no parecemos ir al abismo aunque todavía se dejen ver grupos que marchan con la vista vendada.

Del total de ahorro nacional bruto (un insuficiente 19,7% del PGB), la mitad proviene de los hogares. Si queremos retomar las tasas de inversión requeridas para recuperar el potencial de crecimiento, urge ahorrar más. Cada uno a lo suyo. Las autoridades liderando el esfuerzo con una mayor disciplina fiscal; los empresarios reteniendo más utilidades en un entorno externo más favorable; los intermediarios financieros vendiendo productos más transparentes y adecuados a la realidad de cada cliente.

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¿Y cómo pueden aportar las personas? Se cree que la propensión al ahorro se facilita en poblaciones con mejor educación financiera. Así lo entendieron hace décadas la mayoría de los países asiáticos. Sin embargo, la pura educación siendo muy importante no es suficiente. Existe evidencia sobre la baja efectividad de programas que se quedan sólo en la educación financiera de adultos (Fernandes, Lynch y Netemeyer, 2014).

Tres aspectos merecen atención:

Primero, no es lo mismo educar para endeudarse bien que para ahorrar bien. Por ejemplo, no hay nada reprochable en que programas de educación financiera enseñen a comparar entre distintos préstamos de casas comerciales usando el Costo Anual Equivalente. Sin duda útil pero menos valioso que educar acerca del alto costo de oportunidad de no esperar, de no ahorrar. Educar sobre lo que se pierde por adelantar consumo, sobre lo oneroso que esto resulta para los deudores de ingreso menor siempre afectos a créditos más caros.

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Segundo, la educación financiera no asegura decisiones alineadas con el bien común. Ni siquiera en línea con el bienestar individual. Ejemplo viviente son algunas de las víctimas de estafas piramidales. Gente instruida, incluso culta, que pierde ahorros sea por codicia u otros factores que poco tienen que ver con entender o no la diferencia entre interés simple y compuesto.

Tercero, los esfuerzos de ahorro personal, especialmente en tramos de ingreso más bajos, demandan no sólo educación, sino también algún incentivo palpable. Los subsidios a la vivienda social atados a compromisos de ahorro previo y el incentivo tributario de 15% de premio por cada peso ahorrado en APV, son magníficos ejemplos de estímulo acertado. Mención especial merece el éxito reciente de los fondos mutuos para APV en régimen-A, especialmente en la captación de cotizantes en comunas lejanas a los grandes centros urbanos.

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Con todo, el propio éxito de los programas de incentivo pecuniario tipo APV podría ir demandando recursos crecientes acercando límites fiscales prohibitivos. Llegará el momento de ir retirando esos estímulos y sustituirlos por intervenciones más específicas y costo-efectivas. Entre estas últimas están los 'empujoncitos' estatales (Thaler, Ariely), esto es, acciones diseñadas para provocar respuestas mentales automáticas (el Sistema Uno de Kahneman-Tversky) en la dirección socialmente deseada para aumentar la tasa de ahorro. Sobre ese tipo de intervenciones apuntaremos en una próxima columna.

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*El autor es vicepresidente de Banco Estado.