Durante semanas, los trabajadores en el estadio Itaquerao de Sao Paulo han estado limpiando el daño del accidente de la construcción en noviembre. "La gente que trabaja ahí dice que no estará listo a tiempo para el Mundial", dice Paulo Arminio, quien vende snacks.

El gobierno y la FIFA insisten en que el estadio estará listo para el evento deportivo más popular del mundo, que empieza en junio. Pero los problemas de Itaquerao -que se producen luego que millones de brasileños protestaran contra el pobre transporte y los decadentes servicios públicos, la deficiente infraestructura pública,  y la corrupción- sientan las bases para un año difícil para Dilma Rousseff, la presidenta de Brasil. Ella busca reelegirse en octubre con el Partido de los Trabajadores, que ha estado en poder por casi 12 años.

El torneo podría ser el mayor logro para Brasil. Pero el país parece no estar de ánimo para celebrar. En vez del entusiasmo mediático normalmente asociado con un año mundialista, hay temores de que las protestas masivas vuelvan durante el torneo. Las tensiones se ven subrayadas por la aprensión acerca de una economía que podría haber caído en recesión técnica en el segundo semestre de 2013, algo que, los economistas dicen, se debería en parte a las políticas intervencionistas del gobierno.

El desafío de Rousseff este año no sólo será asegurar el Mundial, sino también convencer a los inversionistas, cada vez más escépticos, de que la economía brasileña puede volver a un camino de mayor crecimiento. Sus esfuerzos ayudarán a determinar si los últimos diez años serán vistos como la "década de Latinoamérica", o si fue una oportunidad perdida que, con la excepción de algunos de los países orientados a las reformas como México o Chile, vieron perderse un boom de commodities al enfocarse en consumo en vez de en inversión, y no introducir reformas sostenibles.

"Perdimos la narrativa", dice Paulo Sotero, director del Instituto de Brasil en el Woodrow Wilson International Center for Scholars en Washington. "La combinación de un panorama económico preocupante o negativo y los retrasos en la construcción y renovación de estadios y sistemas de transporte público para el Mundial ha evitado que Brasil use un argumento de que este es un evento positivo".

No se suponía que fuera así. Cuando Brasil ganó en 2007 el derecho a realizar el Mundial, Luiz Inácio Lula da Silva había ganado recién un segundo período como presidente. La economía iba bien gracias a los precios de los commodities, una fuerza laboral creciente y joven y el descubrimiento de extensos pozos petroleros mar adentro de Río de Janeiro. Parecía que no hubiera nada que Brasil no pudiera alcanzar.

Una nación exuberante prometió demasiado a la FIFA. Mientras la autoridad futbolística pedía un mínimo de ocho estadios, Brasil se comprometió a ser anfitrión del torneo en doce ciudades. También prometió más infraestructura para el Mundial, incluso sugiriendo un tren bala entre Río de Janeiro y Sao Paulo. "El fútbol es más que un deporte, es una pasión nacional", dijo Lula en ese entonces.

Y la FIFA lo creyó. Detrás vinieron los inversionistas internacionales, quienes aprovecharon la historia de Lula da Silva de un nuevo Brasil con 30 millones de nuevos consumidores sumándose a la clase media. En 2010, el crecimiento llegó a un 7,5% gracias a un auge de commodities, una gran expansión de los créditos por parte de los bancos estatales y el gasto impulsado por el crédito.

En junio pasado, la gente entusiasta por el fútbol de pronto se volvió hostil y amenazó con perjudicar la Copa de Confederaciones, el ensayo de Brasil para el Mundial.

El movimiento se convirtió en el comienzo para una nueva mezcla de activistas, que usaron las técnicas llamadas "Black Bloc", vistiendo máscaras y atacando los símbolos del estado y de las empresas, como edificios estatales y bancos.

La falta de reformas llevó a un crecimiento bajo el promedio durante los últimos tres años: 2,7% en 2011 y 0,9% en 2012. Se espera que haya sido por debajo de 2% en 2013. Mientras, la intervención del gobierno en áreas como energía, finanzas y precios del petróleo, ha atemorizado a los inversionistas, mientras la inflación ha permanecido persistentemente elevada.

El gobierno toma esa crítica con los brazos cruzados. En enero, Rousseff hizo su primer viaje al Foro Económico Mundial en Davos para decir que Brasil estaba abierto a los negocios. El banco central estaba elevando las tasas de interés para combatir la inflación. El gobierno había avanzado en privatización de la infraestructura y prometió recortar el gasto público en una apuesta por evitar una rebaja de calificación por parte de Standard & Poor's.

Funcionarios de gobierno argumentan que las críticas son exageradas. El crecimiento de Brasil probablemente habrá superado al de la actual joya del mercado, México, que creció 1,2%. El desempleo está en mínimos récord. Y Brasil ha combatido varias crisis -incluyendo la reciente liquidación en los emergentes- mejor que cualquier otro país.