Ya iniciada la carrera presidencial por la segunda vuelta, los candidatos han comenzado a transar en sus agendas, con el obvio y entendible objetivo de ampliar sus bases de apoyo. El primer golpe en este sentido lo dio Sebastián Piñera al ofrecer gratuidad hasta el 90% en la educación superior técnico-profesional, idea que él mismo rechazaba a inicios de año. La incorporación del senador Manuel José Ossandón fue clave en ese cambio de discurso. Por su parte, Alejandro Guillier comprometió eliminar la deuda del Crédito con Aval del Estado (CAE) para el 40% de los deudores morosos de más bajos recursos, lo cual en su programa original no figuraba. El costo de esta medida sería, según sus ideólogos, de unos US$350 millones. Aunque esto no considera el efecto colateral en el resto de la cartera CAE. Las promesas de campaña, muchas de corte populista, erosionan las confianzas y generan expectativas, pero muchas, a la larga, se transforman en demandas sociales difíciles de administrar, todo en un contexto donde no existen holguras fiscales y en el cual es cada vez menos responsable comprometer gastos cuyos ingresos no están garantizados. Entonces, si se quiere cumplir con la responsabilidad fiscal, implícitamente lo que ha pasado es que los candidatos han alterado las prioridades dentro de sus programas para congraciarse con parte del electorado, dado que de algún lado deben obtener los recursos para financiar estas nuevas promesas. Esto podría generar una espiral populista, siendo la única vía para detenerlo el que estas promesas tengan algún nivel de costo. Así, la población deberá tener memoria y el electorado tendrá que aprender a pasar la cuenta a las autoridades elegidas por votación popular por las promesas de campañas incumplidas o las que generen un beneficio de corto plazo, pero un daño a mediano y largo plazo.
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