Por Cristián Balmaceda
Según cifras del último Censo, cerca de 1,75 millones de chilenos viven en condiciones de ruralidad. Este hecho es sólo un dato de una característica distinta, pero que no otorga ninguna condición de derechos especiales, ni más ni menos que un chileno de Arica, Valparaíso, Santiago o Puerto Montt. Sin embargo, en la práctica son sólo buenas intenciones y expresiones de voluntades de parte de un Estado que históricamente ha sido centralista y con una mirada sesgada respecto de la ruralidad.
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Gran parte de la historia de Chile, y más aún la fragua de nuestra identidad como nación, se ha dado precisamente en el mundo rural, en medio de la hacienda y el campo, construyendo relaciones sociales, políticas y económicas que marcaron a nuestros ancestros; precisamente si buscamos hacia atrás en nuestras familias, con seguridad vamos a encontrar a ese pariente que emigró del campo a la ciudad.
Las personas que hasta hoy continúan viviendo en un ambiente rural, lo hacen en parte importante porque se niegan a abandonar ese entorno, y hacen significativos esfuerzos por suplir las graves diferencias y parcialidades con que se trata a las personas que viven en las grandes ciudades.
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Entendemos que el gran desafío de las políticas públicas es precisamente priorizar recursos limitados y escasos versus necesidades múltiples y crecientes, y ciertamente se ha puesto el acento en lugares donde el impacto en la población sea mayor. Así, por ejemplo, se entiende que construir alcantarillado para diez familias que viven en condiciones de aislamiento es menos eficiente que hacerlo en un centro poblacional urbano. Esta hipótesis acerca de cómo gastar el erario público, la aceptamos, por el momento, con humildad; sin embargo, nos preocupa que se perpetúe y pase de "tradición" a convertirse en una norma.
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Un alcalde de cualquier ciudad en Chile puede llegar de un punto a otro de su comuna en tiempos breves, además de poder hacerlo en un automóvil privado, Metro, Transantiago, colectivo, taxi, Uber y ciclovías. Pero en las comunas rurales, además de que las distancias pueden ser enormes, a veces no existen ni los medios ni caminos para hacerlo.
Sin ir más lejos, la rutina de viajes de Santiago a Tiltil, San Pedro, Alhué, Curacaví, Buin y otras comunas rurales, no es ni cerca lo que necesitamos, porque por ejemplo un estudiante universitario de Tiltil se queda sin locomoción para volver a su casa a las 23 horas, una persona de Lampa o Colina debe pagar peaje y tags para llegar a Santiago. Aprovechando mi alma rural, les digo definitivamente que "el chancho está mal pelado".
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Lo que va a resultar de todo esto, si los gobiernos de turno no le ponen atajo, es que continuará el éxodo desde nuestras comunas hacia las ciudades, donde estas van a seguir superpoblándose y generando hacinamiento.
No debemos olvidar que dependemos directamente de las olvidadas comunas rurales para la generación de la inmensa mayoría de nuestros alimentos básicos. ¿O acaso alguien ve por estos días campos de lechugas, papas o tomates en la Alameda o en medio de la ciudad?
Un correcto balance y sobre todo conectividad eficaz entre el mundo rural y urbano, aseguran que exista un sincretismo y convivencia sana entre estas dos identidades, pero sobre todo que cada una pueda seguir existiendo respetando su historia y su futuro.
*El autor es alcalde de Pirque y presidente Asociación de Municipalidades Rurales (AMUR).