No cabe duda que el proceso de elaboración de una nueva Constitución, uno de los ejes estructurantes de la Nueva Mayoría, al extremo que hasta se planteó por relevantes sectores de ella la urgencia de una asamblea constituyente -con toda la carga de incertidumbre asociada a un mecanismo de esa envergadura en un país que no atravesaba ninguna crisis institucional-, ha perdido fuelle en los últimos meses. Ello ha ocurrido al alero de un Gobierno que se apaga y que carece de la fuerza e iniciativa política para acometer esa tarea refundacional. La administración de la Presidenta Bachelet ya no reformó la Constitución ni menos podría proponer una nueva carta fundamental. Sólo podría aspirar a presentar las bases de un texto a partir de los generalistas resultados de las consultas del año pasado, aunque el propio presidente del Consejo de Observadores ha reconocido en entrevista con este diario los límites de la tasa de participación y, por tanto, de representación de ese mecanismo. Lo que ha ocurrido con la enmienda de la Constitución -o su derogación- y la distancia de la población respecto de tal proceso, es revelador de que la coalición se creó -incluso inventó- una necesidad constituyente que el país ya no secundó y que deberá zanjar el próximo Gobierno, desde luego en función de sus propias prioridades programáticas. En esta materia, como en tantas otras, la Nueva Mayoría antepuso la ideología a un diagnóstico de la realidad.