El jueves 23 de junio, los votantes británicos decidieron -en contra de la mayoría de los pronósticos, y también contra la voluntad del Gobierno del entonces primer ministro David Cameron- que Reino Unido debía salirse de la Unión Europea. Por un 53,4%, el triunfo de la opción de salirse era decidor respecto de lo que la gente quería: el tema de los refugiados había pesado, pero también influía el hecho de que la gente ya no quería que su soberanía dependiera de las decisiones que se adoptan en Bruselas.

Cuestionables o no los motivos, a muchos tomó por sorpresa la semana pasada, cuando un alto tribunal británico determinó que para activar el artículo 50 del Tratado de Lisboa -que inicia el proceso formal de salida de la Unión Europea- no basta la decisión de los ciudadanos, sino que además esto deberá pasar por el Parlamento.

El Gobierno de la actual premier Theresa May (conservadora) ya aseguró que apelará la decisión del tribunal. Y por otra parte, todo indica que el Parlamento británico mantendría la decisión tomada por los ciudadanos en las urnas. Sin embargo, ya el hecho de que se haya puesto el pie en el freno al Brexit es una mala señal para este tipo de referendos: ¿para qué someter este tipo de decisiones al voto popular, si luego esta no será la última palabra?