En los últimos años, Tupperware ha personificado el sueño americano. Hace siete décadas, Earl Silas Tupper tropezó con la idea de usar sellos de goma para las cajas plásticas. Y de aquellos humildes orígenes, emergió un gigante de la venta directa. Pero ahora ha dado un giro. Hace cuatro décadas, 90% de las ventas de la empresa estaban en EEUU. Ahora, el 90% está fuera de ese país.

Pero no son los consumidores estadounidenses los que ahora están conduciendo el éxito del grupo, sino aquellos en Indonesia, Corea del Sur o Alemania. Y la empresa se está estructurando de esa manera. Ha llevado la mayor parte de su producción al exterior y apenas 1.000 de sus 13.600 empleados están en Estados Unidos. “Podremos tener sede en Estados Unidos, pero ninguna pieza de nuestro ADN hoy es puramente de una empresa estadounidense”, observa Rick Goings, director ejecutivo de Tupperware.

Washington debiera tomar nota de esto. A medida que se acerca la elección de noviembre, la discusión se centra en qué es lo que necesitan de Washington las empresas “estadounidenses”. Los expertos han preguntado cómo reaccionarán las empresas “estadounidenses al precipicio fiscal. Y cuando Barack Obama sugirió que las empresas estadounidenses debieran estar agradecidas por la infraestructura social de ese país, la blogósfera estalló.

Pero esta discusión está llena de contradicciones. Como muestra Tupperware, muchas empresas exitosas de EEUU ya no son particularmente estadounidenses. Es bien conocido el éxodo de los empleos del sector manufacturero o el hecho de que las grandes compañías ahora tienen cerca de 60% de su efectivo fuera de EEUU, según un estudio de JPMorgan. Lo que es menos apreciado es que los motores de las empresas están cada vez menos atados a su demanda local.

Simplemente miremos la información. Según las cifras de FactSet, las empresas de tecnologías de la información en el S&P500 obtuvieron el 54% de sus ingresos desde fuera de Estados Unidos, un aumento en comparación con el 42% de hace una década. En los sectores de materiales, bienes de consumo y manufactura, esos ratios incluso han aumentado en cerca de 10 puntos porcentuales en este período a 45%, 35% y 34%. Y para algunas compañías, la proporción es mucho mayor: sólo miremos a Texas Instruments (89%), Bristol Myers (82%) e Intel (79%). Como Richard Haas, director del Consejo para las Relaciones Exteriores, plantea: “Más y más empresas estadounidenses han pasado el punto de inflexión donde más de la mitad de sus ganancias provienen desde fuera de EEUU”.

El cambio es bueno para los accionistas. Después de todo, ha ayudado a blindar a esos gigantes de la crisis estadounidense.

Pero si bien Washington podría acoger este éxito empresarial en general, hay un lado oscuro de este patrón. A medida que las empresas estadounidenses se vinculan menos con la economía de ese país, su danza con el juego político interno se hace cada vez más ambivalente. Para estar seguros, pocos líderes de negocios admitirían esto de manera abierta. Por el contrario, la mayoría ha incrementado sus donaciones políticas en Estados Unidos y los gastos en lobby en los últimos años para asegurar que sus intereses estén protegidos.

De todas maneras, pagar de manera defensiva por lobbistas es fácil: los costos en tiempo y dinero son relativamente bajos para una gran empresa. Lo que la mayoría de los ejecutivos no está haciendo hoy es comprometerse de manera activa en promover un cambio más amplio de política. Hay algunas excepciones. David Core de Honeywell ha llamado a los directores ejecutivos a impulsar un acuerdo fiscal. Jeff Imelt, de General Electric ha estado asesorando a la Casa Blanca en competitividad y en temas laborales. Pero por cada director ejecutivo que está comprometido, muchos más permanecen en silencio. Algunos culpan de esto a la naturaleza de su trabajo diario (por ejemplo, el temor de que involucrarse en temas políticos no sea del agrado de los accionistas) o el gran desafío de hacer negocios en Washington.

Otros argumentan que es difícil para un director ejecutivo justificar estar involucrado en el debate político de EEUU cuando su personal es multinacional. Pero detrás de esto hay un análisis costo beneficio mayor: aunque los directores ejecutivos puedan quejarse de las deficiencias de la política, no están lo suficientemente desesperados para actuar. Ellos simplemente no tienen parte suficiente en el juego para hacer que el dolor de involucrarse en política valga la pena.

No es de extrañar, entonces, que la reciente temporada de resultados haya estado repleta de quejas acerca de Washington -pero notablemente corta de ideas prácticas. Los líderes empresariales están involucrados en promover los derechos de las mujeres, entre otros. Pero estas materias son globales, no nacionales. “Gran parte de lo que hacemos trasciende a lo que el gobierno solía hacer”, plantea Goings. Ahí yace la fortaleza de las empresas estadounidenses; y ese es el desafío de Obama y Romney.

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