Hace unos meses, un corredor británico de alto rango, a quien llamaré "Dennis", llevó a cabo una pequeña rebelión personal.
Dennis es parte del consejo de una compañía que asegura algunas de las mayores cuentas del mercado de seguros Lloyds de Londres. Y en este campo, como él me dice, "las estadísticas precisas son vitales para que las entidades aseguradoras evalúen el riesgo".
Desafortunadamente, los sistemas informáticos que se suponía iban a recoger estos datos de suma importancia estaban plagados de problemas.
La empresa de Dennis debidamente contrató a un experto para idear un nuevo y mejorado (y caro) sistema, y convocó a una reunión a la junta directiva para aprobarlo.
Cuando el experto en informática presentó sus planes, todo el directorio le dio luz verde, a excepción de Dennis, quien declaró que no iba a aprobar los planes pues no había entendido ni una palabra de lo que el experto en informática le había dicho.
"El proyecto fue entregado mediante una jerga incomprensible que muchos expertos en computadoras geek utilizan", explica.
Tras un enfrentamiento, sus compañeros de la junta finalmente admitieron que no habían comprendido muy bien el proyecto y exigieron a los expertos informáticos traducir sus planes en pleno inglés.
Pero Dennis todavía no estaba contento. A pesar de que no es especializado en tecnología de la información (TI) insistió en sentarse con los expertos para verlos trabajar, en un esfuerzo por educarse acerca de lo que realmente estaba pasando con los bytes y pixeles.
La historia de Dennis debería desafiar a todos en el comienzo de un nuevo año. Porque cuando miramos hacia atrás, en 2013 uno de los grandes temas fue la regularidad con la que los sistemas de computación produjeron fallos técnicos enormemente costosos.
Basta pensar , por ejemplo, en las desgracias catastróficas que han afectado al programa de salud del presidente Barack Obama y a los retrasos en los vuelos de diciembre en el aeropuerto de Heathrow.
O los continuos problemas que aquejan a los equipos utilizados para los pagos de bienestar social en el Reino Unido, por no hablar de los problemas técnicos que han afectado a muchos bancos occidentales, como el Royal Bank of Scotland.
Pero mientras esas historias dramáticas captan la atención del público porque cuestan millones (si no, miles de millones) de dólares y provocan vergüenza política, las fallas de computación en nuestras oficinas y hogares también son dominantes y perniciosas.
Más que nunca nos basamos en las computadoras, las que nos hacen cada vez más vulnerables cuando nos defraudan.
Por un lado, esta situación no es culpa nuestra. Un gran tema del año pasado fue la creciente ola de delitos informáticos y la guerra cibernética, y por lo general es difícil para la gente común combatir esas amenazas.
Pero en otro nivel, hay algo que podemos hacer sobre el cálculo de riesgos: hacer preguntas difíciles acerca de cómo estos sistemas funcionan realmente.
Suena obvio, pero la mayoría del tiempo, los expertos en computación viven en un búnker tecnológico, distanciados de los consumidores que usan sus productos, de los ejecutivos que compran los sistemas y de los políticos que desarrollan políticas que dependen de esto.
Y la mayoría de las veces los no expertos ignoran cómodamente lo que hacen los informáticos, ya que parece excesivamente técnico e irrelevante.
En este sentido, la relación entre la sociedad moderna y la informática se ve increíblemente similar a la que tenía con el mundo financiero antes de 2007: un pequeño grupo de expertos está haciendo algo que casi nadie entiende pero que tiene el potencial de afectarnos a todos.
Esto desembocó en los préstamos subprime y los bonos de hipoteca; hoy, afecta el programa de salud de Obama. En ambos casos, nadie nota el problema hasta que es demasiado tarde.
Por supuesto que hay formas de mitigar estos riesgos - o, al menos, los hay si escuchas a un ejército de consultores informáticos intentando vender sus servicios.
Pero el primer paso es el más simple e importante: como Dennis, necesitamos hacer preguntas desafiantes, admitir que no entendemos tecnicismos y exigir respuestas. Y esto aplica ya seas un humilde periodista, un consumidor o un director ejecutivo - o, incluso, el presidente de los Estados Unidos.
(*) La autora es Editora de Financial Times para Estados Unidos.
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