Cabe preguntarse cuál es la herencia que deja este Gobierno en materia de educación superior. En lo positivo, uno puede decir que existe efectivamente un avance con respecto a la desregulación existente hace cuatro años atrás.
Hoy podemos celebrar que se haya institucionalizado la gratuidad, y con ello, se eliminaron barreras que en el pasado establecían una limitación económica para muchas familias que soñaban con enviar a sus hijos a la universidad. Ampliar el acceso es un tremendo logro, que sin duda es reconocido transversalmente. En materia de institucionalidad, se crea una Subsecretaría de Educación Superior y una Superintendencia de Educación Superior. Esta última cumplirá un rol fundamental y muy necesario, ya que deberá fiscalizar el cumplimiento de las normas que regulan a las instituciones de educación superior y el correcto destino de los fondos públicos. También en materia de calidad hay avances notables, al establecerse con carácter obligatorio la acreditación institucional y la de tres carreras clave.
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Pese a todos estos avances, existen diversos elementos que, como institución universitaria de vocación pública, católica y regional, nos mantienen preocupados. Dichos elementos se han arrastrado a lo largo de todo el proceso de formulación de la Ley de Educación Superior aprobada a fines de enero. Uno de ellos fue la dura división que sufrió el Consejo de Rectores (Cruch), provocada por un discurso ideológico irresponsable de las autoridades políticas. Como consecuencia, se fueron instaurando situaciones inequitativas para las universidades públicas no estatales, reconocidas por su trayectoria y vocación pública de manera histórica, separándolas artificiosamente de las universidades estatales.
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Pareciera que el Gobierno estuvo guiado por un único propósito de aglutinar sus universidades para luego incorporarlas y absorberlas a la administración pública y al aparato gubernamental. En este proceso no se escucharon los argumentos de las universidades públicas no estatales, sector al que dejaba permanentemente más debilitado. Es más, fue el mismo Cruch, con la firma de todos sus rectores, el que hizo ver insistentemente, durante toda la tramitación de la ley, y sobre todo en la parte final, las observaciones básicas que simplemente fueron omitidas.
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La normativa no sólo cambia radicalmente el escenario para universidades de trayectoria reconocida y de vocación pública, discrimina arbitrariamente entre universidades públicas estatales y no estatales, y genera diferencias que en definitiva no se justifican, y que tampoco merecen las distintas instituciones que son el vehículo de movilidad social y de desarrollo regional que por su rol y su ubicación geográfica, requieren de fortalecimiento.
El Estado como tal ha de ser siempre justo y equitativo, pero ante la celeridad de última hora con que quiso aprobarse este proyecto, sin reparar en las observaciones técnicas del Cruch, tiendo a pensar que ese Estado dejó de existir, para privilegiar abiertamente a sus universidades gubernamentales.
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Lamentamos este sesgo, sobre todo porque hay un grupo dentro del G9, en el cual estamos, que si bien cumplimos con los procesos de aseguramiento de calidad, y procuramos educación y desarrollo a los segmentos más vulnerables del país, requerimos de los apoyos estatales para alcanzar la fortaleza y estándar de las instituciones con mayor antigüedad. Esta inequidad pone también en peligro la sustentabilidad a largo plazo de instituciones pequeñas regionales.
Esperamos que la implementación de esta reforma se concrete finalmente vía Ley de Presupuesto y logre nivelar a las instituciones que desinteresadamente han contribuido y contribuyen al desarrollo económico, social y cultural de Chile.
*El autor es rector Universidad Católica de la Santísima Concepción (UCSC).