A través de una amplia operación política, el Presidente venezolano, Nicolás Maduro, dio la semana pasada un nuevo y aun más grave paso hacia el establecimiento de un régimen sin oposición, lo que equivaldría a una dictadura de nuevo cuño en la región. Por un lado, la Asamblea Constituyente decidió convocar a elección presidencial antes de mayo; luego, la Corte Nacional Electoral y el Tribunal Supremo resolvieron ilegalizar dos partidos de la oposición -uno de ellos, Voluntad Popular, de Leopoldo López- y además bloquear la posibilidad de que la opositora Mesa de Unidad Democrática (MUD) pueda presentarse con una sola candidatura. Está de más recordar que las tres instancias mencionadas obedecen los dictados de Maduro, quien ya ha anunciado su candidatura y presentado slogan e imagen de campaña. Las acciones de Maduro se produjeron precisamente en los días en que se reunía en Santiago el Grupo de Lima, bloque de países que intenta encontrar una salida a la profunda crisis de Venezuela, y que consideró que los comicios anunciados carecen de garantías suficientes para asegurar su transparencia y legitimidad. Sin duda, las señales de Maduro hacia el exterior confirman su nula disposición a someterse a las reglas básicas de la democracia, sólo profundizan el ya agudo conflicto político y agravan el colapso económico. Lo que continúa ocurriendo en Venezuela obliga a la comunidad internacional a aumentar la presión para acordar una vía de solución política. La hipótesis de una implosión en ese país tendría efectos y riesgos en el resto de la región que conviene evaluar.

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