La tramitación de los cuerpos legales que cambian la noción de Estado unitario al establecer la elección directa de los hoy intendentes, que pasarán a llamarse gobernadores regionales, no ha sido tranquila. A la presión del Gobierno por sacar adelante esta legislación y las lagunas sobre la transferencia de competencias y la armonización con el Gobierno central de las futuras autoridades, en días recientes se sumó el intento de sectores parlamentarios de no tener inhabilidades para postular a jefes regionales sin perder o suspender la calidad de congresistas.
El movimiento ha sido una muestra de mala conducta de la clase política y de doble discurso; mientras los portavoces oficiales de los partidos aceptan la inhabilidad, en forma subterránea hay legisladores que empujan en sentido distinto. El Gobierno se ha visto ante influencias enfrentadas y la idea de introducir una norma transitoria de compromiso para la primera elección sólo ha complicado el proceso.
En esta materia los congresistas, mal evaluados por la ciudadanía, han revelado de nuevo una escasa conciencia del problema de deterioro de la política (en una categoría menor, pero igual de preocupante, se pueden inscribir las sesiones fallidas de la semana pasada en la Cámara de Diputados). Con todo, la normativa general que reforma la administración regional -cuyo efecto no parece aún correctamente aquilatado- no ha sido bien manejada por el Congreso ni La Moneda.