La conformación en Chile de una Convención Constitucional con más representantes de izquierda no le preocupa a Arturo Porzecanski, economista uruguayo de larga trayectoria en Wall Street y actual académico de la American University, en Washington. Para él, el análisis de los riesgos, particularmente en torno a la permanencia del modelo de libre mercado, debe centrarse en la forma en que se redactará la nueva Constitución.

Desde su punto de vista, el país tiene dos alternativas por delante: una es seguir el modelo de la Carta Magna de Estados Unidos, que a su juicio es lo más acertado dada la larga vida que ha demostrado ese texto; o, por el contrario, seguir la ruta brasileña.

Esta última hace referencia a lo que Porzecanski denomina como constituciones aspiracionales, que explicitan toda una serie de derechos, dejando a cargo de su cumplimiento a un Estado que difícilmente puede dar con todos esos objetivos y que, en su intento por lograrlo, puede arrasar con el modelo económico de mercado.

¿Cómo explica el descontento que hay en Chile, expresado en el estallido y luego en las urnas en octubre de 2020 y en mayo de 2021?

-Con mi mirada desde afuera, mi contribución sería poner las cosas en un contexto más amplio. En los últimos años en América Latina hay un proceso en el que la gente pierde la confianza, el optimismo con relación a los partidos y líderes tradicionales, por lo que buscan nuevas ideas liderazgos y soluciones, ya sea en la izquierda, entre los verdes, populistas o a través de una nueva Constitución.

Hay una efervescencia social en muchos países. En mi pequeño y querido Uruguay hace 12 de años, por primera vez, se eligió el partido Frente Amplio que llevó a un folclórico personaje y exterrorista a la presidencia. Fue la primera vez en la historia uruguaya, que siempre tuvo dos grandes partidos, donde un tercer partido conquistó la presidencia y también una posición mayoritaria en el parlamento. Estuvieron tres o cuatro periodos y ahora se volvió a uno de los tradicionales. Todo eso ocurrió sin derramar una gota de sangre, sin quemar el metro. Fue un proceso pacífico.

Ni qué decir de Venezuela, donde un militar de cuarta categoría llegó a ser electo y el chavismo continúa hasta el día de hoy. En tanto, en Perú, vemos una elección bipolar entre la extrema izquierda y extrema derecha, algo similar a lo que ocurrió en Ecuador. Lo que está pasando en Colombia es impresionante. En Brasil tenemos la elección de Jair Bolsonaro, con un partido absolutamente minoritario.

Lo que yo veo es una efervescencia social desde hace años, la que en algunos casos se manifiesta con violencia, en otros casos en transición pacífica. A veces el resultado es extremista, en otros es algo más consensuado. Entonces no tengo por qué explicar lo que pasa en Chile, porque está pasando en todos lados. Lo que sí sorprendió fue que inclusive en el país que más había progresado, también enfrentara esa efervescencia social.

¿En qué se funda esa efervescencia generalizada?

-Hay varios factores, entre ellos, por fin se reconoció que hay grupos marginados, no solamente con relación a niveles de pobreza o desigualdad, sino que también por una discriminación de género, racial, campo versus ciudad, selva versus costa... En general hay una mayor sensibilidad.

La gente reconoce que ha habido mejorías, pero ve que han quedado grupos rezagados. Hay una figura muy desigual e inequitativa. Ese sentimiento está ahí y contribuye al malestar.

La pandemia agravó la visión de que los líderes políticos no hicieron todo lo que debieron hacer, que no tomaron todas las precauciones del caso o no lograron usar las armas del Estado para proveer los salvatajes y alivios que hacían falta.

En Chile el estallido fue antes de la pandemia, pero esta confirmó las sospechas de muchos en la sociedad respecto a que las cosas no estaban funcionando bien y que los liderazgos tradicionales no podían hacer entrega de lo que el pueblo esperaba. Sea justo ese juicio o no, porque si uno ve como 200 países del mundo han manejado la pandemia, no hay nadie que salga cantando victoria. En todos lados la pandemia contribuyó a exacerbar los sentimientos de que se vive en una sociedad desigual.

Pero lo cierto es que en América Latina hemos tenido sociedades desiguales y pobres por siglos. No es tan obvio por qué en los últimos años ha habido tantos estallidos.

Hay quienes plantean que la amplia votación por constituyentes de izquierda hace más probable que el nuevo texto atente contra el sistema de libre mercado. ¿Comparte esta preocupación?

-La verdad es que de la elección lo que más me interesó fue la baja participación, porque si hubiera confianza en que la Constitución va a solucionar los problemas, esta debiera haber sido más alta. Quizá el 60% piensa que esto es mucho ruido y pocas nueces, o que se encuentran satisfechos con las cosas como están. Si el 80% o 90% hubiera votado y este fuera el resultado, entonces habría que tomarlo más en serio. De todas maneras, creo que la votación demuestra que se opta por lo desconocido frente a lo conocido y, en ese contexto, hay que tener mucho cuidado con la redacción de la Constitución y yo recomiendo que no inventen la rueda.

Hay países que reescribieron su Carta Magna y agravaron los problemas. Ese es el caso de Brasil, donde en el nuevo texto constitucional colocaron todo tipo de derechos sociales, relacionados con empleo, salud, vivienda, agua, jubilaciones y salarios dignos... Crearon así una Constitución aspiracional y eso ha llevado a muchas frustraciones, porque está la presunción de que el Estado los va a proveer, pero lo cierto es que el Estado no puede, por más que aumenten los impuestos o le pasen todas las facturas del cobre.

Al explicitar toda una serie de derechos en la Constitución se pone en peligro el libre mercado, porque el llamado a cumplir con todo aquello es el Estado y para lograrlo tiene que aumentar tremendamente los impuestos y meterse como actor en varios sectores.

El peligro no está en si la asamblea es de izquierda y que por esa razón vayan a destruir el libre mercado. Creo que el análisis debe ser más sofisticada. Es la Constitución aspiracional la que puede ser usada por un gobierno para poner al Estado a hacerlo todo.

Entonces, hay que tener cuidado con el autoengaño al que conducen ese tipo de constituciones. Yo llamo a la sociedad chilena a aprender de los errores de los demás.

¿Cuál es para usted un mejor modelo al que podamos poner atención?

-La Constitución federal más antigua del mundo y nunca reformada: la de Estados Unidos. Se le han hecho algunas enmiendas, pero nunca ha sido reescrita. Desde 1787 tienen la misma Carta Magna, sobreviviendo a todos los cambios que ha atravesado el país, en su población, en su matriz de producción. Si tú te fijas en ese texto, nunca señalan nada sobre derechos sociales. Algunos se confunden y piensa que ahí está la consagración del derecho a la vida, la libertad y a buscar la felicidad, pero lo cierto que eso se indica en la declaración de independencia.

La Constitución estadounidense se concentra en las definiciones del funcionamiento del Estado. Cómo deben funcionar los poderes del Estado, por ejemplo.

Yo he visto la prensa chilena y veo preocupación, entre otras cosas, de cómo quedará consagrado el Banco Central, mientras que en la Carta Magna de EE.UU. no está ni nunca estará la Reserva Federal.

¿Cree, entonces, que el debate está mal enfocado y debiésemos poner más énfasis en la forma que tendrá la Constitución?

-Sí, porque si el Estado funciona bien, con sus poderes bien delineados, los derechos jurídicos básicos están bien apuntalados, se pueden tener mejores resultados. La Constitución estadounidense no habla de libre mercado ni de capitalismo, esas palabras ni se habían inventado en aquella época, no especifica el modelo económico. Sí específica, por ejemplo, que los estados no pueden poner trabas al comercio entre sí. El gobierno federal sí puede hacerlo al comercio exterior, pero nada como que Valparaíso limitara el comercio a Santiago o Punta Arenas. Esa Constitución no explicita cómo se va a gravar a la industria del oro, plata o petróleo.

Básicamente el rol de la Constitución es explicitar reglas del juego, el papel del Estado y que tenga objetivos plenamente alcanzables con lo que un Estado, relativamente circunscrito, puede lograr. Puede lograr, por ejemplo, que la justicia sea justa, que el comercio se desarrolle, que la gente no se sienta abandonada. Hay que evitar una Constitución a la brasileña, que frustró a la gente porque no se cumple. El Estado de bienestar hay que construirlo y en América Latina no saben cómo y no tienen los recursos.

¿Cómo garantizar algunos derechos si no se explicitan en la Constitución?

-La solución fácil, pero tramposa, es poner toda esa carga sobre los hombros de un Estado que no tendrá la capacidad de cumplir, por más que aumenten los impuestos. Además, no es lo realmente deseable. Lo ideal es que lo haga el mercado y lo haga a un buen precio.

Ni siquiera en Europa los estados garantizan el agua, los servicios básicos... El que paga los altos sueldos y da largas vacaciones es el sector privado.

Pero sí garantiza salud y educación de calidad, por ejemplo...

-¿Pero qué es mejor para Chile? ¿Un monopolio de la salud en manos del Estado como en Cuba? ¿Eso es lo que queremos? Hemos aprendido que todo monopolio estatal tiende hacia la ineficiencia, la falta de responsabilidad, la falta de recursos, etc. ... Además, es importante que la gente tenga la elección de ir a una clínica pública o privada. Que el Estado produzca todo y distribuya todo es comunismo.

Tú puedes tener un Estado que ayuda a los que precisan ayuda, pero la solución no es que para ayudar en materia de vivienda el Estado construya las casas. Aquí en Estados Unidos el gobierno federal subsidia la construcción de viviendas para gente pobre, pero no son ellos los que las construyen. De nuevo, no hay que reinventar la rueda.