Finalizó este viernes mi período como integrante del Consejo Fiscal Autónomo (CFA) de Chile en coincidencia con su primer quinquenio de existencia. Previamente había integrado, ad honorem durante un año, el Consejo Fiscal Asesor, que sentó las bases de la nueva institución.
Dicha transformación le significó al CFA aumentar sus atribuciones, ganar en autonomía e independencia con aprobación de sus integrantes por el Senado, comparecer ante el Congreso semestralmente y contar con una mayor asignación presupuestaria, aunque aún escasa para las dimensiones de las nuevas responsabilidades. Además de revisar el cálculo del Balance Estructural, observar el funcionamiento de los comités de expertos, formular observaciones metodológicas y asesorar al Ministerio de Hacienda, se sumaron competencias en cuanto a evaluar la sostenibilidad fiscal, manifestar opiniones sobre desvíos de las metas y proponer medidas de mitigación. Los consejeros siguieron siendo part time, pero remunerados por sesión, con una gerencia de Estudios que sólo recientemente llegó a un máximo de cinco analistas en su equipo.
Inesperadamente fue un período de enorme atención y presión sobre la política fiscal. Es cierto que a fines de la década pasada las finanzas públicas ya acumulaban varios años de déficit fiscal, incumplimiento de metas y aumento de la deuda. Pero el panorama se agravó desde 2019, tras la crisis social y la pandemia. Por eso, la actividad del Consejo superó largamente lo presupuestado: promedió siete sesiones mensuales, cuando la ley contemplaba un máximo de seis, y publicó 14 informes por año, respecto de los seis obligados legalmente.
Chile estaba preparado para estos eventos por el bajo endeudamiento, los ahorros acumulados y la destacada calificación crediticia. Sin embargo, todavía tenía una institucionalidad débil, un Consejo Fiscal muy acotado en roles e independencia, problemas de transparencia fiscal y ausencia de cláusulas de escape y mecanismos de corrección de los desvíos.
Es difícil evaluar con rigurosidad la contribución del nuevo Consejo Fiscal para reforzar la sostenibilidad de las finanzas públicas, evitar prociclicidad fiscal y acotar discrecionalidades electorales. Pese a ello, sus recomendaciones -que no son vinculantes- fueron transversalmente internalizadas en ámbitos técnicos y políticos, así como muchas fueron acogidas por las autoridades de turno.
Destacaron sus propuestas sobre reversión del impulso transitorio por la pandemia, regla dual que incluyera nivel prudente de deuda, metas anuales explícitas de Balance Estructural, el ajuste cíclico del litio, cláusulas de escape y consiguientes mecanismos de convergencia fiscal, mejoras metodológicas al cálculo del PIB tendencial, información sobre otros requerimientos de capital, mejoras en el informe anual de pasivos contingentes y el fortalecimiento institucional del CFA, entre las más importantes.
Pero también hubo recomendaciones que no se acogieron o están pendientes. Entre ellas, se encuentran el uso de la deuda neta (en vez de la bruta) como ancla adicional, mayor cumplimiento ex post de las metas para recuperar credibilidad en la regla, la metodología específica para la corrección cíclica de los ingresos del litio, la reconstrucción de activos del Tesoro Público (Fondo de Estabilización Económica y Social, etc.) y una agenda de trabajo para mejorar las proyecciones de ingresos fiscales por parte de la Dirección de Presupuestos.
En fin, podría concluirse que el CFA ha superado relativamente bien sus etapas de fundación y consolidación, pese al complejo contexto externo e interno de estos cinco años y su baja asignación presupuestaria. Legitimado transversalmente y con la perspectiva de escenarios económicos aún más desafiantes, su institucionalidad debe ser potenciada, con mayor autonomía operativa y presupuestaria, además de algunas atribuciones adicionales, en pro de aumentar sus contribuciones a la mitigación de riesgos de insostenibilidad, prociclicidad, discrecionalidad y opacidad fiscal.