No hay duda de que la automatización, los robots y la inteligencia artificial están —y continuarán— cambiando la forma en que producimos, trabajamos, y nos relacionamos. Estas innovaciones tienen el potencial de generar muchísimo valor en la sociedad, entregando servicios precisos, producción continua, y una tecnología que una vez desarrollada se puede replicar a gran escala y bajo costo. Sin embargo, es clave anticiparse a estos cambios, desarrollando una regulación que entregue incentivos para que estas innovaciones se usen en las áreas en las que más se necesitan —productividad, salud, transporte, medioambiente, entre otras— y, quizás más importante, trabajar en políticas que apunten a desarrollar el capital humano que se requiere para adaptar y operar esta tecnologías a nivel local, por un lado, y políticas que promuevan la recapacitación y reinserción de los trabajadores que son desplazados por estas disrupciones en los mercados, por otro.
Si bien esto es algo que los economistas vienen hablando hace años, la urgencia de este tema se me hizo muy patente la semana pasada. Mi día partió aterrizando de madrugada en el Aeropuerto de San Francisco en un vuelo desde Boston. Mientras buscaba ansiosa un lugar donde comprar un café, ritual clave para partir bien el día, decidí probar por primera vez CafeX, una cadena de tiendas de cafés operada 100% por robots. El proceso para pedir el café es bastante simple y no requiere ningún tipo de interacción con humanos: uno se acerca, escanea un código QR, y a través del celular se puede elegir entre varias opciones de café: americano, cappuccino, latte. Se puede, además, seleccionar el tamaño, tipo de leche, sabores y endulzantes. Apenas se ingresa la orden, un brazo robótico comienza a preparar el café dentro de una especie de quiosco protegido por una estructura de vidrio y, en menos de un minuto, el robot deja el café en una ventanilla, listo para disfrutar.
Si bien esta experiencia ya parecía sacada de un capítulo de Los Supersónicos, nadie me había preparado para esa noche. Un amigo me invitó a dar una vuelta en Cruise, una nueva compañía de ride-sharing que está operando para un círculo cerrado de family and friends en un área restringida de San Francisco, entre las 11 de la noche y las 4 a.m. Yo no sabía nada de este nuevo servicio, y la verdad es que miré a mi amigo con bastante escepticismo, cuestionando la novedad de su panorama. Mientras esperábamos que llegara el auto, pensaba: “Llevo casi 10 años usando servicios de ride-sharing como Uber, Lyft, Via, Juno, y otras startups más, varias de las cuales han salido del mercado debido a la competencia. ¿Qué puede ser tan especial en Cruise? ¿Autos de lujo? ¿100% eléctricos? ¿Asientos reclinables? ¿Un robot que te hace un café en el auto?”.
En menos de 5 minutos llegó un auto compacto, con el logo de Cruise, pero que, aparte de unos aparatos externos que parecían cámaras, no parecía tener nada especial. Hasta que miré dos veces y me di cuenta de que el auto estaba completamente vacío. Cruise es la única compañía que ofrece, aún en forma experimental, driverless rides (viajes sin conductor). No lo podía creer. En Silicon Valley y San Francisco se ven muchos prototipos de autos autónomos dando vueltas, pero siempre van con un piloto en caso de emergencia. En este caso, no había nadie al volante ni en el asiento del copiloto. Nos sentamos atrás, y a pesar de que la sensación es bastante rara, la conducción del auto fue impecable: suave, precisa, parando en cada señal o semáforo, esquivando obstáculos, peatones, y otros autos. Si bien todavía no pueden operar fuera de esta zona ni durante el día -cuando hay muchos más autos-, esta tecnología, que en mi mente era completamente futurista, ya está aquí y en pocos meses se abrirá al público general.
La parte más dura del día, sin embargo, fue cuando terminamos el viaje. Al bajarnos del auto nos topamos con un vagabundo, de esos que abundan en San Francisco: jóvenes, con buena pinta, pero totalmente destruidos por el desempleo, las drogas y los problemas de salud mental. Sin entender mucho qué estaba pasando, este hombre le tiraba basura al auto y le gritaba “ándate de aquí, estás destruyendo nuestros trabajos y nuestra ciudad”.
Después de este intenso día tuve tres reacciones. La primera, es que espero que mis alumnos del MBA trabajen en problemas más interesantes que usar tecnología de punta para crear un producto que no es mejor que lo que ya existía (el café era más caro e igual de sacador de apuros que el del Starbucks) usando un modelo de negocio que parece ni siquiera ser muy sostenible financieramente (algo que aprendí después de leer un poco más sobre esta cadena de cafés) y desplazando a muchos trabajadores. Como les decía un exitoso emprendedor y filántropo en una charla en Stanford hace unos meses: ojalá trabajen con el objetivo de hacer el mundo un lugar mejor en donde tiene más impacto y para quienes más lo necesitan, y no para reducir en un par de minutos el tiempo que le toma a un millennial con sueldo estratosférico pedir su boba tea o avocado toast a domicilio, en vez de ir a la tienda que queda a una cuadra de su casa.
La segunda es que necesitamos urgentemente cambiar la composición de la matrícula de educación superior. Un buen amigo me contaba que hace 15 años tomó el curso emblemático de inteligencia artificial del pregrado de Harvard y, según él, no eran más de 20 alumnos. Este año, el curso rompió el récord de ser el más demandado de la historia en la universidad, llegando a casi mil alumnos inscritos. Con todos sus problemas y altos costos, la flexibilidad que tiene el sistema de educación americano para responder a los cambios en las demandas el mercado laboral es una maravilla, y su discusión en detalle será materia de una nueva columna. En Chile, por otro lado, las mallas son rígidas y los cupos de los programas se mueven en forma lenta y muy desalineada con las habilidades que demanda el mercado.
Finalmente, y lo que más me preocupa, es qué hacer con todos los trabajadores que están —y seguirán— siendo desplazados por disrupciones de los mercados. Uber fue criticado por quitar trabajos a los taxistas, y luego fue alabado por permitir a miles de conductores trabajar en forma flexible y sin altos costos de entrada. Pero las tecnologías cambian, y hoy los autos autónomos están amenazando, otra vez, con destruir miles de empleos de los conductores de Uber. Estoy segura que la solución no pasa por prohibirlos, pero sí por una planificación adecuada y una inversión sustantiva en programas reales que permitan hacerse cargo de estos problemas.