En un mundo anhelante de buenas noticias económicas, me tocó esta semana recibir varias estando en Nueva York, uno de los mayores centros financieros del mundo. Un IPC cero en Estados Unidos durante octubre, dejando la inflación anual en un 3,2%, alimentó las buenas vibras en los inversionistas, quienes veían con satisfacción el desempeño de las bolsas en gran parte del mundo: el Dow Jones volvía a empinarse en torno a los 35 mil puntos, la volatilidad se reducía con un VIX cayendo hasta los 14,1 puntos; mientras, en Chile, el precio del dólar se situaba por debajo de los 890 pesos.
Sin embargo, la alegría inicial se matiza al mirar las cifras con más detención. Los inversionistas con visión internacional de negocios perciben, que si bien las perspectivas mejoran, permanece la inquietud por el riesgo de inflación por presupuestos fiscales aún desfinanciados en un contexto de altas tasas de interés. En palabras simples, dados los intereses y el gasto público altos, la preocupación por el déficit de los diversos gobiernos para financiar sus programas de beneficios sociales sigue vigente a la hora de evaluar inversiones.
Parte del incremento de la deuda pública proviene de los esfuerzos desplegados para llegar con ayuda durante la pandemia. Ante situaciones de déficit, muchos gobiernos recurren a la añosa fórmula de alcanzar el equilibrio buscando aumentar la recaudación por medio de alzas de tasas de impuestos. Lo que se olvida, o se prefiere omitir, es que estas medidas tienen efectos negativos sobre el crecimiento, la otra fuente de recursos para reducir los déficits. El aumento de tasas no es inocuo para la inversión, y puede terminar afectando negativamente la recaudación del Fisco, agravando el déficit que se busca resolver.
La verdadera trampa que parece estar viviendo el mundo es que, por un lado, muchas personas están pagando los altos precios de la inflación, y por otra, muchos están recibiendo esos planes de apoyo por los cuales los gobiernos no quieren pagar el costo político de restringirlos. Por ello, recurren a la solución de aumentar impuestos que sólo profundiza el problema.
La pregunta, entonces, es cómo salimos de esa trampa. Un camino es un uso más eficiente del gasto público, pasando de la entrega directa de beneficios a ayudar a las personas a ganar capacidades que les permitan sacar a relucir su talento, eso que la economía denomina capital humano. Esas políticas permiten que los beneficiarios recuperen la confianza en sus propias habilidades y puedan dejar atrás la dependencia de los programas estatales, incorporándose al mercado laboral y abandonando la informalidad que no querían dejar para no perder las ayudas.
Desde las políticas públicas, lo anterior implicaría reestructurar el gasto para darle más relevancia a la formación de las personas, desde la educación preescolar hasta la capacitación laboral, incentivando más prácticas profesionales, certificaciones de habilidades, entrenamientos en el trabajo y una amplia gama de alternativas. En lugar de financiar programas estatales que son técnicamente ineficaces, sería mejor apostar por soluciones concretas que permitan a las personas construirse un buen futuro, dándoles las herramientas necesarias. En suma, que puedan competir para mejorar sus ingresos y su calidad de vida a partir de sus méritos.
Mientras este problema global tiene expectantes a los mercados e inversionistas, en Chile se discute un presupuesto fiscal con gastos al alza, que mantiene el financiamiento de programas sociales ineficaces, y los colegios públicos de toda la Región de Atacama completaban 70 días sin clases. Como país debiéramos hacer todo lo posible para que esos y todos los niños accedan a una educación de calidad, que les permita mejorar sus condiciones a partir de oportunidades reales que acrecienten la confianza en sí mismos, en lugar de estar costeando un gasto ineficiente que no es capaz de otorgar a la población las llaves para construir su propio camino.
Después de todo, como plantea Adrian Wooldbridge, la meritocracia es lo que ha permitido la mayor evolución de la economía y del mundo desarrollado. El autor entiende la meritocracia como “la idea de que todos debemos ser juzgados en base a nuestras habilidades y no por las posiciones sociales heredadas”. El mérito proviene de las capacidades, pero también del esfuerzo. Es por ello que Wooldbridge nos recuerda que “incluso hasta el joven Mozart tenía que practicar”.