“La fuente de la riqueza de una nación es la habilidad de su gente”. La frase, que bien podría atribuirse a Adam Smith, es del premio Nobel de Economía James Heckman y es clave para responder cómo Chile puede retomar la senda de crecimiento. Los ingredientes básicos de la creación de riqueza son el conocimiento, el capital físico y el capital humano disponibles. Ese último factor es el responsable de generar hasta la mitad del PIB y de construir oportunidades de desarrollo para las personas.
Para incrementar las habilidades a las que se refiere Heckman, hay que partir por comprender que estas se cogeneran en una cadena compuesta por la familia, la educación formal y el entrenamiento en el empleo. Además, según prueban sus trabajos, en la formación de habilidades cognitivas y no cognitivas el partido se puede perder a edad temprana. Ello, porque probablemente la neuroplasticidad es máxima en la tierna infancia y las madres, los padres o los adultos de la familia del niño pueden nutrir o suprimir la creación de sinapsis en esa etapa.
Es muy importante, entonces, partir temprano. La juventud nos hace más flexibles para adquirir los talentos que nos abren el camino a desarrollar nuevos talentos. Las habilidades fundamentales del “funcionamiento ejecutivo”, como el razonamiento, el autocontrol, la resiliencia, la pasión y la perseverancia, son los que nos mantendrán en el buen camino.
Si alguien tiene una buena base proveniente de la acción de la familia en que se cría, su inversión posterior a través de escolaridad, trabajo e interacción con colegas se hace más productiva. La genética, en cambio, no es un factor clave: no más del 6% de los ingresos que una persona consigue a lo largo de su vida pueden atribuirse a su coeficiente intelectual.
Uno de los problemas en la construcción de políticas públicas efectivas es que en el debate se habla poco y nada de la familia, porque esta se ha transformado en un tópico controversial, que se centra en la forma que tiene más que en la función que cumple. La paradoja es que buena parte de los programas sociales solo son productivos si se promueven con la colaboración de las familias. Heckman ha calculado que algunos de estos programas llegan a rentabilidades de hasta el 40% cuando se apoyan en los progenitores o tutores de los niños. Otro factor en el análisis es el aumento en Occidente del número de familias uniparentales, las que cuentan con menos recursos y tiempo para formar a sus hijos, lo que puede tener efectos en una mayor desigualdad.
El mismo Heckman junto a Rasmus Landersø publicaron, recientemente, un estudio que sirve para entender si un Estado de Bienestar es capaz de generar bajos niveles de desigualdad de ingresos y altos niveles de movilidad intergeneracional. El trabajo se centra en el modelo danés (Lecciones de Dinamarca sobre desigualdad y movilidad social), y muestra que las políticas de dicho país, generosas en provisiones de servicios sociales, no reducen muchas desigualdades a través de las generaciones. Ello, precisamente, porque el principal factor de las desigualdades está en otro lado: las familias son las que más influyen en los resultados de los niños a través de las generaciones, entre otras cosas, porque se diferencian también en su habilidad para beneficiarse de los subsidios.
Otro antecedente que revela el análisis del caso danés es que las diferencias en términos de habilidades y esperanza de vida son de la misma magnitud que en EE.UU. De acuerdo con el estudio, Dinamarca solo consigue redistribuir ingresos a través de impuestos y transferencias, pero sus programas sociales no reducen esos márgenes por los desincentivos que generan para construir las familias. A la inversa, padres y madres más comprometidos logran mejores condiciones para sus hijos en ese país.
Es una falacia creer que los problemas de la familia se resuelven solo con recursos financieros. La definición de Heckman de pobreza para los niños, apunta a que estos son ricos o pobres cuando les toca vivir o no en ambientes que los estimulan e incentivan. Si nos importa la desigualdad y el crecimiento, debiéramos someter a toda política, programa o reforma a una prueba de evaluación de su impacto en capital humano. La pregunta es simple: ¿La propuesta aumenta o disminuye la rentabilidad de la inversión en la formación de la persona?