Un presupuesto fiscal es equilibrado cuando los gastos del gobierno son iguales a sus ingresos. Ello puede ocurrir anualmente o dentro de un ciclo económico cuando los déficits de períodos de mal desempeño económico se compensan con los superávits de años de buen nivel de crecimiento. Si los ingresos no alcanzan, el Fisco recurre a aumentar la deuda pública con la expectativa de que eventuales excedentes futuros llenen los vacíos de malos ejercicios anteriores.
En este sentido, la deuda pública es como la memoria que nos recuerda los gastos en exceso del pasado y que deberemos pagar con superávits futuros. La parte de la deuda que no se alcance a cubrir con superávits futuros se transformará en inflación, que en definitiva es otra forma en que los contribuyentes pagan la cuenta.
Dicho de otro modo, la carga tributaria real es el gasto público, pues es éste el que determina cuánto se necesita. Sin embargo, rara vez hablamos de reforma al gasto público cuando se discuten reformas tributarias, concepto que parece ser más atractivo o rentable políticamente, o al menos más funcional a la agenda de los gobiernos de turno.
El gasto fiscal toma particular importancia en el contexto actual, si consideramos que el nuevo proceso constitucional tiene como uno de sus impulsos centrales la instauración de un “Estado Social de Derechos”, lo que necesariamente implicará más presiones sobre las arcas fiscales. ¿Cuánto será? ¿Cuánto necesitaremos?
Los presupuestos, ya sea en las empresas privadas o en el Estado, se presentan, se defienden y se justifican en cantidades de dinero asociadas a una necesidad específica, no a porcentajes de la producción en genérico. Sin embargo, cada vez que se presenta una reforma tributaria se la sustenta sobre una meta de porcentaje del PIB que se pretende recaudar. Difícil imaginar a un ejecutivo planteándole a un gerente general o al directorio de una sociedad anónima que necesita un porcentaje de los ingresos de la compañía para financiar su área. Bueno, eso es lo que permitimos cada vez que quien está en el Poder Ejecutivo propone una reforma tributaria.
En las últimas décadas Chile ha aumentado su gasto fiscal a una tasa muy superior a la de crecimiento del PIB. Entre los años 1990 y 2021 la tasa de crecimiento del gasto fiscal fue en promedio de casi un 7% real anual, un 56% superior a la del crecimiento de la economía.
Es cierto que correspondiendo a casi un 26% del PIB, el gasto de nuestro Estado todavía resulta ser algo menor que el promedio de la región. Pero las comparaciones con otros países de igual o mayor nivel de desarrollo que el nuestro requieren revisar la composición del gasto para evaluar si éste está en un nivel adecuado. El olvido en una bodega de 4.000 computadores que se debían destinar a estudiantes escolares es un ejemplo de despilfarro por mala gestión, pero también tenemos diversos casos de “derroche por arrastre”. Uno de ellos es que hasta el día de hoy se realicen PCR aleatorios a los pasajeros que aterrizan en Chile, financiado aquello con fondos que podrían reasignarse a muchas otras necesidades. Mantener programas y gastos específicos por el solo hecho de que están ahí desde antes, sin evaluar su funcionamiento o necesidad hoy, resulta un contrasentido.
Por más de 30 años, los contribuyentes han hecho un enorme esfuerzo para financiar a un Estado que crece mucho más rápido que sus ingresos, con resultados débiles en cuanto a la calidad de los servicios públicos. Algunos ejemplos: el gasto en salud, educación y vivienda como porcentaje del PIB prácticamente se duplicó en los últimos 30 años alcanzando a casi el 20% del PIB el 2021; según un reciente análisis publicado por el ESE, nuestro país es el segundo que más gasta en educación como porcentaje del PIB en la OCDE, pero es penúltimo en la satisfacción de la población con la educación recibida, y estamos muy bajo el promedio de ese grupo de países en resultados de la prueba PISA y en mediciones de habilidades cognitivas de adultos.
Ninguna organización puede, por períodos tan largos de tiempo, hacer crecer sus gastos a un ritmo que casi duplica sus ingresos. Entonces, en momentos en que el país hace “diálogos tributarios”, valdría la pena que se ponga sobre la mesa que la reforma pendiente en Chile es la reforma al gasto fiscal. Ése es el elefante en la pieza que todos observamos, pero del que se habla poco o nada. Basta constatar la poca información difundida sobre la agenda de “Mejor Gasto” anunciada por el gobierno, de la que no se conocen metas específicas ni instrumentos.
Tal vez el nuevo proceso constituyente sea también una oportunidad para pensar en un límite constitucional al tamaño del Estado, como sucede en otros países como Alemania y Suiza, que incluyen una regla fiscal a nivel de su Carta Fundamental. Esto permitiría construir un argumento para que nuestros legisladores, en el futuro, puedan enfrentar a sus electores explicándoles que para aumentar un gasto hay que reducir otro, sin que ello se les transforme en un desastre electoral.