Columna de Francisco Pérez Mackenna: “Octubrismo, delincuencia, corrupción y desigualdad”
“En esas condiciones y con más de una década de crecimiento exiguo, pretender derrotar la desigualdad, lo que se repitió como causa de todos los males en octubre de 2019, resulta hoy, cinco años después, cuando menos, una utopía; cuando más, una quimera”.
Aunque han pasado cinco años, encontrar las causas del “Estallido” sigue siendo complejo. Sin reducir la importancia de factores culturales, sociales y políticos, resulta esclarecedor lo planteado por Claudio Sapelli y Patricio Órdenes sobre que “la chispa que incendió la pradera” fue la caída de ingresos de las generaciones más jóvenes en el mercado laboral. Los nacidos entre 1989 y 1995 vieron disminuir su ingreso anual acumulado en 5,6% versus el aumento de entre 4,2% y 2,7% de las generaciones precedentes. El estancamiento económico que afectó al país desde fines de 2012 ha sido duro para esa generación.
Si hablar de causas es difícil, abordar sus consecuencias es más complejo aún por la debilidad institucional producto del “octubrismo”. Este fenómeno podemos entenderlo como “el espíritu de la revuelta (…) una verdadera explosión de violencia en las calles dirigida contra el sistema, el orden establecido, sus signos y símbolos, su organización bajo la forma de Estado, la legalidad y la policía que lo expresan”, como lo definió en 2022 el exministro concertacionista José Joaquín Brunner.
Esa fragilidad tiene efectos sociales, políticos y económicos, porque la delincuencia, primera preocupación de los chilenos en las encuestas, encontró en ese ambiente el caldo de cultivo para imponerse. Como planteó David Gallagher, “lo más terrible del estallido social” fue que “demostró a criminales de todo el mundo que Chile podía ser terreno fértil para sus designios, porque había dejado de ser un país razonablemente ordenado”. Si a la fecha sólo 13 de los “presos de la revuelta” siguen en prisión, mientras 70 uniformados han sido condenados y dos exdirectores de Carabineros enfrentan acusaciones, cabe preguntarse si existe correlación entre sensación de impunidad y criminalidad.
Hay experimentos en esa dirección. Por ejemplo, un trabajo de Fisman y Miguel evidencia una fuerte correlación entre la corrupción de un país y los partes de cortesía por violaciones de tránsito que recibían sus funcionarios en la ONU en Nueva York cuando gozaban de inmunidad. Después de 2002, esa inmunidad terminó y se observó que las transgresiones a la ley de tránsito en esos funcionarios cayeron en un 98%. En simple, hasta los representantes de la ONU mejoran su observancia de las normas cuando arriesgan sanciones.
Otro caso es descrito por Drago, Galbiati y Vertone. En 2006, Italia aprobó una ley de amnistía que liberó presos con menos de tres años de sentencia por cumplir, pero si reincidían, se les sumaría el período faltante a la nueva condena. Luego, los exconvictos fueron sensibles a la severidad de las penas, reincidiendo menos los que habrían sumado más tiempo.
Estos experimentos reafirman lo sostenido por el Nobel de Economía Gary Becker en 1968. En su publicación “Crimen y Castigo” afirmaba que los criminales hacen un análisis costo-beneficio de su actividad ilícita, poniendo en la balanza la recompensa de romper la ley y la probabilidad de ser atrapado y castigado. Para Becker, la mejor política anticrimen debiera privilegiar la severidad de la sanción por sobre la probabilidad de ser atrapado, y las sanciones económicas por sobre la cárcel cuando ello fuera posible. Casi 200 años antes, Jeremy Bentham afirmó que “la utilidad del crimen es la fuerza que empuja al hombre a delinquir; el dolor del castigo es la fuerza empleada para contenerlo”.
Conectada o no con el “octubrismo”, hace tiempo que la delincuencia es un cáncer regional que ha hecho metástasis en Chile. Latinoamérica se lleva casi la mitad de los homicidios del mundo a pesar de que sólo tiene el 8% de la población mundial. Cifras del Banco Mundial muestran que las tasas de asesinatos de la región son 10 veces las de otras economías emergentes, con más de 20 asesinatos por cada 100.000 habitantes al año.
El costo social de esta estadística es inmenso, al haber una interrelación entre el crimen y la actividad económica. Según datos del FMI, una reducción de 30% en las tasas de homicidios puede aumentar el crecimiento en 0,14% por año. Si América Latina redujera el crimen al promedio mundial podría crecer 0,5% más cada año. Ello equivale a tener un PIB per cápita 25% más alto en una generación.
Visto así, las consecuencias del octubrismo siguen presentes como costo para el desarrollo. El crimen golpea la acumulación de capital humano, ahuyenta a inversionistas que temen a la violencia, reduce la productividad y obliga a inversión no productiva en seguridad. Ello impacta más a las comunidades más pobres, perpetuando la desigualdad, dado que las tasas de victimización son tres veces más altas en sectores de bajos ingresos.
En esas condiciones y con más de una década de crecimiento exiguo, pretender derrotar la desigualdad, lo que se repitió como causa de todos los males en octubre de 2019, resulta hoy, cinco años después, cuando menos, una utopía; cuando más, una quimera.
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