El problema de las pensiones es uno de los que Jonathan Haidt calificaría de espinudo: difícil de formular, con información confusa, valores e intereses en conflicto y donde las decisiones tienen múltiples consecuencias cruzadas. No es raro, por tanto, que el consenso sea tan difícil de conseguir, lo que se refleja en la gran cantidad de puntos sin acuerdo en el reciente informe de la comisión técnica. Al fin y al cabo, el sistema de pensiones de un país ramifica sus efectos en el sistema económico y afecta de distinta manera a las partes involucradas.
Las cotizaciones obligatorias son un ejemplo de esto. Si bien existe consenso en Chile sobre aumentar el ahorro, subir ese porcentaje provoca cambios en los ingresos de las personas durante su vida laboral. Aunque al comienzo pudieran ser los empleadores quienes financien un aporte adicional, desde la economía es fácil entender que, a la larga, ese descuento recaerá sobre el trabajador. La pregunta es cómo cambiaría la canasta familiar a raíz de ese menor ingreso líquido. ¿Disminuirían otras formas de ahorro, como el pie para la vivienda? ¿El copago para la educación? Un diagnóstico de ese efecto permitiría entender la fortaleza de tal medida en el largo plazo.
El de la cotización es el primer problema en discusión: dadas las lagunas y la rentabilidad actual de los fondos, el 10% de aporte actual parece insuficiente. Bajo el supuesto de que una persona cotice durante toda su vida laboral, sin salirse de la fuerza de trabajo, sin momentos de informalidad ni desempleo, y con un fondo con una rentabilidad real anual del 4%, su pensión debiera bordear el 80% del promedio de su renta imponible durante todo ese tiempo (no de su renta terminal). Entonces, la insuficiencia de las pensiones se explica más por el funcionamiento del mercado laboral que por el sistema previsional. Aquí de nuevo lo espinudo: un mayor aporte obligatorio aumenta el monto ahorrado, pero si impacta el empleo formal, puede hacer crecer las lagunas, lo que tornaría su resultado en incierto.
Una forma de disminuir ese efecto podría ser incorporando “libertad asistida” a la solución, siguiendo las ideas de Richard Thaler en “Nudge”. Por ejemplo, creando una cotización complementaria en que el trabajador voluntariamente aporte un 3% adicional a su cuenta individual, y si lo hace, el empleador deba concurrir con el mismo monto, completando el 6%. Siguiendo a Thaler, ese 3+3 podría ser automático cada año, a menos que el trabajador exprese lo contrario. Lo espinudo de una idea de ese tipo sería sumar los votos en el Congreso.
El segundo problema es el aumento de la esperanza de vida, una buena noticia, pero con impacto sobre las pensiones. Entre 1980 y hoy, la vida después de los 65 ha aumentado cerca de cuatro años. En términos aproximados, hoy destinamos un primer cuarto de la vida a prepararnos para el mercado laboral, luego 2/4 a trabajar y un último cuarto a la jubilación (aunque el 23% de los retirados sigue activo). Bajo esas proporciones, si vivimos cuatro años más debiéramos agregar uno a los estudios, otro a la jubilación y dos a nuestra vida laboral. La solución matemática, postergar la edad de jubilación, parece sencilla, pero también es compleja desde su viabilidad política.
Un tercer problema en debate es la diferencia entre géneros al pensionarse, entre otras causas, porque las mujeres viven más y su edad de retiro es menor. Estableciendo equidad en la edad para jubilarse resolvería en parte esta situación. Pero -como problema espinudo-, si bien hay alto consenso técnico, es una medida impopular. Y aunque fuera aprobada, persistiría una diferencia, pues las mujeres en promedio viven tres años más que los hombres.
La Pensión Garantizada Universal reduce en parte las brechas de género, por lo que un rediseño de ésta y del pilar solidario podrían acotar este problema. Además, la idea de modificar la prima del seguro de invalidez y sobrevivencia, dependiendo de cómo se aborde, puede ser una solución adicional, sin afectar la cotización de todos los trabajadores formales.
La lista de “espinas” en este debate y sus potenciales antídotos supera la extensión de esta columna. Tal vez una de las púas más agudas es el dilema de las transferencias intergeneracionales: desde la población activa, que está produciendo los recursos y formando a las generaciones de futuros trabajadores, a la que pasa a ser pasiva al jubilarse. Un dato relevante en este aspecto es que en Chile la tasa de pobreza en mayores de 60 años es del 3%, cuatro veces menor al 12% de entre menores de tres años. ¿A quién ponemos como prioridad?